No hagas planes para mi regreso", escribió el general Tadamichi Kuribayashi en una carta dirigida a su esposa Yoshii. Aquel experimentado militar era muy consciente de que su destino en Iwo Jima suponía poco menos que una sentencia de muerte.
Durante su estancia en Estados Unidos, en los años veinte, había podido apreciar la capacidad industrial de la que ya entonces se erigía como nueva potencia mundial. "Estados Unidos es el último país en el mundo que Japón debiera combatir", escribió por entonces, y el desarrollo de la guerra en el Pacífico venía a darle la razón dos décadas después.
Los años de ambiciosas conquistas que habían extendido los dominios japoneses hasta casi las puertas de Australia, habían dado paso a un fatigoso repliegue ante la poderosa maquinaria de guerra yankee, que ya había reducido a la mínima expresión la capacidad aérea y naval del ejército nipón y que, poco a poco, aunque no sin trabajo, iba arrebatando posiciones en el Pacífico al imperio de Hirohito y sometiendo el territorio japonés a un cerco cada vez más estrecho.
Impedir que los marines estadounidenses se hicieran con el control de Iwo Jima parecía a todas luces una misión suicida, pero Kuribayashi, marcado por su condición de samurái, nunca pensó en desistir. "Me duele acabar mi vida aquí", escribió en otra carta a su esposa, "pero quiero defender esta isla tanto como sea posible".
El general Kuribayashi sabía que era imposible evitar la victoria de EEUU
Pero, aquella remota y casi inhabitada isla había sido desdeñada por los grandes imperios que surcaron el Pacífico durante siglos. Fue un navegante español, Bernardo de la Torre, el que dejó constancia de haber visitado primero, en 1543, aquel pequeño islote, sin conferirle mayor importancia. Y cuentan que otro marinero inglés la bautizó como Isla del Azufre en 1673, poco antes de salir huyendo de un territorio que le había causado una enorme repugnancia por las pestilentes nubes de gas que emanaban de su suelo.
¿Qué podía justificar que aquel territorio de apenas 21 kilómetros cuadrados (menos de lo que mide la isla canaria de La Graciosa) se convirtiera en el escenario de una de las más encarnizadas batallas de la Segunda Guerra Mundial?
La respuesta estaba en la campaña de bombardeos con la que Estados Unidos buscaba someter a Japón para poner fin a la Guerra en el Pacífico, en un momento en que el derrumbe del Reich germano hacía soñar con un próximo apaciguamiento de Europa.
Desde que los norteamericanos se hicieron con el control de las Islas Marianas, en el verano de 1944, sus fuerzas armadas convirtieron aquellas islas en la base de operaciones desde la que lanzar sus ofensivas aéreas contra el territorio japonés por medio de los potentes bombarderos B-29 Superfortress.
Pero aquella era una ruta muy larga, de unas 1.500 millas (más de 2.400 kilómetros), que exponía a las tripulaciones de estos gigantescos bombarderos dañados durante las operaciones a un vuelo de más de cinco horas para regresar a sus bases, sin más alternativa que amerizar en las vastas y peligrosas aguas del Pacífico, lo que provocó un alto número de muertes.
Asegurarse el control de Iwo Jima, justo a mitad de camino en esa ruta, podía proveer a las fuerzas armadas estadounidenses de un punto de auxilio intermedio para los B-29 en apuros, al tiempo que eliminaría una base que, merced a su sistema de radares, podía poner sobre aviso a las autoridades japonesas, con horas de antelación, de los bombardeos preparados por Estados Unidos.
Si los estadounidenses no tardaron en darse cuenta de la importancia de apoderarse de aquel islote menos costó a los japoneses prever la ofensiva que pronto se desataría sobre Iwo Jima. Fue esa convicción la que llevó al primer ministro nipón, Hideki Tojo, a designar a Kuribayashi comandante de la guarnición de Iwo Jima, en mayo de 1944.
Los marines de EEUU contaban con una gran superioridad en efectivos y en medios
Desde su llegada a la isla, el general dedicaría todos sus esfuerzos a preparar las defensas para el esperado ataque norteamericano, de modo que, cuando los hombres del general Harry Schmidt, comandante del 5º Cuerpo Anfibio, iniciaron su desembarco el 19 de febrero de 1945, todo estaba preparado para plantar una dura batalla.
Aunque provistos de una notable superioridad en hombres (70.000 frente a poco más de 21.000 japoneses) y en medios, los norteamericanos eran conscientes de que aquella operación no iba a ser nada sencilla. La experiencia de las Batallas de Tarawa y Saipán les había mostrado lo caro que los japoneses vendían cualquier posición. "Mirad a vuestro alrededor, uno de cada tres no volverá, pero haréis historia", había señalado a sus hombres el sargento Theodore Blyshak, instantes antes de desembarcar.
"No me preocupaba el resultado de la batalla, yo sabía que ganaríamos, siempre lo hacemos. Pero considerar el coste en vidas me causó muchas noches de insomnio", confesaría tiempo después el general Holland M. Smith.
Esta preocupación le llevó a insistir ante los responsables de la Marina en que se ejecutara un intenso bombardeo de la isla durante diez días, antes de acometer el desembarco. Pero aquella resultaba una petición excesiva para una Armada que consideraba la invasión de Iwo Jima una operación secundaria, de modo que sólo aceptó prolongar los bombardeos durante tres días.
Con todo, cuando en la mañana del lunes 19 de febrero las primeras fuerzas invasoras norteamericanas pusieron pie en las playas de Iwo Jima, la escasa respuesta de fuego enemiga llevó a los más optimistas a creer que los tres días previos de bombardeos habían eliminado la mayor parte de las posiciones japonesas.
Se equivocaban. Kuribayashi, tratando de evitar los errores cometidos en las anteriores operaciones de defensa de las islas del Pacífico, había ordenado a sus hombres esperar a que se produjera una importante concentración de efectivos norteamericanos en las playas de Iwo Jima antes de pasar al ataque.
Pesadilla en el infierno
Cuando ese momento llegó, en medio del atasco provocado por las dificultades de los hombres y vehículos depositados en las playas para superar los desniveles que daban acceso al interior de la isla, los artilleros japoneses "batieron las playas de cabo a rabo, lanzando el infierno que habían pasado meses planeando. Mientras los marines se encaramaban y reptaban más allá de los bancales y sobre el terreno sólido encontraron campos de minas y fuego directo de ametralladoras que habían permanecido inactivas hasta entonces", describe Derrick Wright, en La Batalla de Iwo Jima (2005, Inédita Editores).
Aquella sangrienta recepción fue sólo una muestra de lo que esperaba a los marines estadounidenses para tomar aquella pequeña y remota isla. Si la primera noche en Iwo Jima fue descrita como "una pesadilla en el infierno" por el corresponsal de Time-Life, los peores episodios aún estarían por llegar.
La colocación de la bandera de EEUU en lo alto del monte Suribachi fue una inyección de moral
La rápida toma del primero de los tres aeródromos en la isla y la conquista de la mayor altitud de la isla, el monte Suribachi -donde la imagen de cuatro soldados norteamericanos colocando la bandera de las estrellas y las barras se convirtió en una de las fotos más representativas de la Segunda Guerra Mundial-, ubicado en el extremo sur, supusieron inyecciones de moral para un ejército que aún confiaba en dominar la isla en tan solo diez días.
Pero transcurrido ese periodo, lo cierto es que ni siquiera controlaban la mitad del territorio y cada avance se hacía más costoso.
Kuribayashi había diseñado una amplia red de túneles y fortalezas en el subsuelo de Iwo Jima, a través de los que los soldados japoneses podían desplegarse para atacar al enemigo sin exponerse a su fuego. Los marines estadounidenses se veían a menudo luchando contra un enemigo invisible, que luchaba de forma salvaje por cada posición y que se esfumaba para aparecer de forma repentina en otra posición, con frecuencia por la retaguardia.
La dureza de la batalla, el inhóspito terreno y las inclemencias del tiempo suponían un cóctel letal para la fortaleza de los soldados. Un marine estadounidense, Dale Worley, escribió en su diario durante las primeras jornadas de lucha: "Estoy sucio, cansado, mojado, helado y jodidamente miserable. Esto es el infierno".
Estoy sucio, cansado, mojado, helado y jodidamente miserable. Esto es el infierno", escribió un soldado
Ya por entonces, la imagen que ofrecían resultaba desoladora: "Barbas crecidas, ojerosos, sucios, sus monos comenzando a raerse y quedando rígidos por el sudor, la lluvia, raciones derramadas, aceite de las armas y en ocasiones sangre. El cabello deslustrado por el sudor, las botas rasgadas en las afiladas rocas, la ropa interior comenzando a apestar y a pegarse a la piel", describe Derrick Wright.
Para los japoneses la situación no era ni mucho menos mejor. Si los americanos les superaban en número y en el potencial de su armamento, más angustiosa resultaba la carencia de alimentos o de agua, que les obligaba a realizar peligrosas incursiones nocturnas, más encaminadas a la búsqueda de vituallas que al ataque de sus enemigos.
Pero la mayoría de aquellos hombres había asumido la orden de Kuribayashi de hacer de su posición su propia tumba. "Los que quedamos nos damos perfecta cuenta de que nuestras esperanzas de rechazar a los americanos y sobrevivir para regresar a nuestra patria y volver a ver a nuestros seres queridos no tienen sentido. Estamos condenados. Pero lucharemos hasta el último hombre", escribiría en su diario el comandante Subashi Yonomata, poco antes de morir en el asalto norteamericano al Suribachi.
A medida que los estadounidenses iban ganando terreno desde el Suribachi hacia el norte, empezaron los trabajos para la construcción de una gran pista de aterrizaje, capaz de acoger a los B-29 que lo precisaran en sus rutas entre las Islas Marianas y Japón.
Pero si esta imagen podía dar una sensación de dominio de la situación, apenas un kilómetro más allá, la línea del frente era escenario de un frenesí de violencia que hacía rememorar algunas de las más sangrientas batallas de la Primera Guerra Mundial.
Kuribayashi, que sería definido por Smith como "el más formidable" de los rivales estadounidenses en el Pacífico, había concebido la batalla como un intento por atrasar lo máximo posible la inevitable victoria yankee, causándole el mayor daño posible.
Nombres como los de "la Picadora de Carne" o "la Bolsa de Cushman" quedarían gravados en la historia más negra del cuerpo de marines estadounidenses, evidenciando que el plan del general japonés resultó en gran medida efectivo. Lo que los invasores habían programado conquistar en diez días, precisó de más de un mes de dura lucha.
La 'Picadora de Carne' o la 'Bolsa de Cushman' quedarían gravados en la historia más negra de los marines
"La batalla se estaba convirtiendo en una inexorable pugna de risco en risco, de cráter en cráter, retirándose los japoneses sólo cuando su posición era volada por los aires o incinerada por los equipos lanzallamas", explica Wright.
Pero la capacidad de los japoneses para sobreponerse a la crudeza de la lucha era mucho más limitada. Sin auxilios -ni esperanza de recibirlos-, el armamento y los recursos menguaban casi en paralelo al número de hombres disponibles y el espacio bajo su control.
"La batalla se acerca a su fin. Desde los desembarcos, la bravura de los oficiales y hombres bajo mi mando haría llorar incluso a los dioses. Sin embargo, mis hombres mueren uno tras otro, y yo estoy muy apenado por no haber sabido impedir al enemigo que ocupase una parte del territorio japonés", se lamentaba Kuribayashi.
Cuando las autoridades estadounidenses ya habían dado por pacificado el territorio -para acallar las críticas de la opinión pública tras conocerse el elevado número de bajas sufridas en la conquista de aquel aparentemente insignificante territorio-, el general nipón aún mantendría en pie durante varias semanas la defensa de un minúsculo territorio en el nordeste de la isla, que sería conocido como La Garganta o el Valle de la Muerte.
Los apenas 500 japoneses concentrados en aquel espacio, que se iba reduciendo por horas, aun causaron numerosas bajas a los marines estadounidenses. Según el comandante Yoshitaka Horie, Kuribayashi, escondido en los túneles subterráneos que él mismo había ordenado construir, "dirigió los combates a la luz de una vela, sin concederse ni siquiera un momento de descanso o de sueño, día tras día", haciendo oídos sordos a las conminaciones de los estadounidenses para que se rindieran.
Sólo en la madrugada del 25 al 26 de marzo, cuando la capacidad de resistencia nipona llegaba a su fin, los entre 200 y 300 combatientes japoneses que seguían en pie lanzaron un sorprendente ataque nocturno para inmolarse, causando más de medio centenar de muertes al ejército norteamericano.
Aunque aún pasarían varias semanas hasta que el ejército pudiera eliminar a los diseminados supervivientes japoneses que permanecían escondidos en los túneles y las cuevas de la isla, aquel ataque supuso el epílogo de aquella carnicería.
Los 300 japoneses que seguían en pie lanzaron un ataque suicida en la madrugada del 26 de marzo
En apenas 21 kilómetros cuadrados yacían los cuerpos de casi 26.000 hombres, de los que alrededor de 20.000 pertenecían a los defensores japoneses. Entre ellos, se supone, debía estar el de Kuribayashi, aunque sus restos nunca fueron identificados.
Treinta y seis días después del desembarco, Estados Unidos tenía al fin bajo su entero control aquella isla remota, llamada a desempeñar un importante papel en lo que quedaba de guerra.
Los marines habían obtenido una considerable victoria. Como diría el almirante Chester Nimitz, "entre los americanos que sirvieron en Iwo Jima, el valor fuera de lo común fue una virtud común". Los japoneses habían protagonizado una derrota heroica, pero que en poco aprovecharía a su país.
Y en cualquier caso, a quienes habían presenciado aquel horror de poco les valían las alabanzas por sus actuaciones: "No hay gloria ni honor en eso. La gente habla de la gloria y el honor, pero no ven los hechos. No hay muerte comparable a la muerte de un hombre caído en el campo de batalla", escribiría Dale Worley, recordando a sus compañeros caídos.
Y de Iwo Jima, aquella isla situada en los confines de la tierra, en la que nadie mostró interés durante siglos, nacería aún un horror superior, ya que, según defienden diversos estudiosos, fue la experiencia vivida allí la que convenció al alto mando del ejército estadounidense de que intentar la invasión de Japón supondría una matanza inasumible.
La bomba atómica parecía, cada vez más, una opción inevitable.
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