Pablo Iglesias se salta la cuarentena, el virus, la etiqueta, el vallekismo, las vicepresidencias. Se salta lo que haya que saltarse para estar donde siempre quiso estar, aunque sea en mitad de esta guerra de submarinos microscópica. O incluso mejor si es en mitad de esta guerra, que es ciega y por tanto prometedora para colar enemigos y soluciones invisibles, furtivos y apremiantes, como torpedos. Ya hemos dicho que Pedro Sánchez no quería estar aquí, pero Pablo Iglesias sí.
Pedro Sánchez es un presidente de fotomatón y de carrito de golf. Me lo imagino como el Pierce Brosnan que no es Bond, sino un particular que anuncia bebidas dudosas y seguros para coches plateados como su pelo, pero que un día se encuentra realmente con un malo de los de Bond y un mundo en peligro de los de Bond. Iglesias, en cambio, aunque lo llamen aburguesado porque anda montado en su cortacésped y se duerme en piscinas con forma de salchicha, con una mano en el agua como Cleopatra en su barco de oro, quiere el poder para ejercerlo, no para posar con él como con un kimono. Y las crisis permiten ejercer ese poder y liderazgo verdaderos, e incluso cambiar la historia. Las revoluciones no ocurren mientras siguen pasando el carrito del helado por la calle y el sushi por la barra, como trenecitos de juguete.
Pablo Iglesias se olvida de la cuarentena, de que Irene Montero está con el virus ahí como con un ala feminista enferma, igual que una paloma del 8M; y de que no debe ir esparciendo los gérmenes de su melena furiosa y agreste como gotas de esos anuncios absurdamente náuticos de colonia, menos en el Consejo de Ministros. Pero es la hora del poder, el de verdad, y él no se va a quedar en casa con la bolsa de agua caliente y el masajeador de pies, entre galletitas de perro y películas de Hugh Grant, mientras va viendo que pueden caer el país, el capitalismo y hasta la monarquía que ellos ya quieren echar a la cazuela aporreando esa misma cazuela como una cocinera del Oeste.
Podemos había desaparecido, como el nacionalismo, porque sus crisis gramaticales e identitarias ya son ridículas, pero ante la pandemia y el Gran Encierro lo son aún más
Pablo Iglesias tenía que estar cuando los dos Gobiernos se pelearon por las medidas o los señoríos del estado de alarma, con Sánchez como un árbitro de voleibol entre él y Calviño. Pablo Iglesias tenía que salir también alguna vez en rueda de prensa, que ya sólo salía Salvador Illa, que parece un metre, y militares alicatados, en fila como figuritas de mueble bar, y técnicos de transporte con prisa de carrito, como el que te trae los auriculares en el tren, y el inefable Fernando Simón, con tristeza, despiste y harapos de Chaplin.
Podemos había desaparecido, todo estaba en manos de generales de pecho ancho y alambrado, y de portavoces con faringitis de impotencia, y de médicos de ojos de ninja, y de cajeras de brazos desnudos como galeotes que mueven paquetes de arroz, y de Sánchez haciendo heroísmo telecinquista, en plan Supervivientes. Podemos había desaparecido, como el nacionalismo, porque sus crisis gramaticales e identitarias ya son ridículas, pero ante la pandemia y el Gran Encierro lo son aún más.
El nacionalismo intentó reaccionar sacando sus fueros y Podemos ha intentado reaccionar sacando a Iglesias de la cama y de la bata con algo del gran Lebowski. Sus zares no podían estar vencidos y tendidos los dos a la vez, ni por el virus ni por la irrelevancia, allí en un Galapagar como un nido de águilas. No cuando hay un bicho que puede cambiar la historia más rápido y con más efectividad que ellos con el feminismo catastrófico o el nacionalismo prorrateado o la hegemonía gentucista.
Iglesias se salta su valla, su virus y hasta los escalafones del Gobierno con verdadera ansia de fin del mundo
Iglesias salió por fin a hacer, como los demás, su rueda de prensa con esclusa, seriedad y mando, y le salió un mitin de señorita de la Cruz Roja con mantita, que es lo único que les puede salir a los que son señoritas de la Cruz Roja con mantita. Iglesias tenía que aparecer, tenía que mostrar que maneja siquiera un camión de sopa o la máquina de acariciar enfermos. O decir algo de la res pública, aunque siguen sin saber lo que es porque lo confunden con esa señorita de la Cruz Roja que manda el Estado con legumbres y brazalete del partido. Lo de atacar ahora a la monarquía, y no ya al viejo elefante escorado que es don Juan Carlos sino al Rey Felipe, también es una necesidad que les viene del encierro y de la irrelevancia ante un fin del mundo hecho para camioneros, médicos, tenderos y ángeles de guadaña o mopa, no para teóricos de la miseria.
Iglesias se salta su valla, su virus y hasta los escalafones del Gobierno con verdadera ansia de fin del mundo. Exige sitio y ya veremos si exige poderes sobre la gente o sobre esos demonios particulares suyos, o sea medios, empresas y los ricos de baile de ricos que se imagina él. Iglesias se salta todo lo que haya que saltar, setos, ciencia, ejemplaridad o simple civismo. A veces hay que ignorar un virus como hay que ignorar la ley. Con el mundo en estampida, el poder pide ser tomado y hay que estar preparado. No se va a quedar uno en casa, sitiado por paquetes de pipas, con el termómetro o el mando a distancia en el sobaco y el calzoncillo en infusión.
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