Se ha ido a topar el fin del mundo nada menos que con Rajoy, que no es sólo un señor de sopa a la hora de la campanada del carillón, sino alguien que siempre vio pasar la vida y la política con mirada de ventanilla de tren, un señor viajante de material de escribanía que veía el mundo en estaciones desde el vagón de expreso que era su despacho. Pasaban los pueblos, pasaban esos cestos y valijas y novios de estación, o sea pasaban las legislaturas y sus cuitas, y pasaba todo exactamente igual por el vapor fogonero de su presidencia relativista, relojera y de la Renfe. Igual que le pasa el virus ahora por la ventanilla, mientras monda una manzana o sale a estirar las piernas o a fumar negro como un soldado por el pasillo del tren.
Un virus, Bárcenas, el asunto catalán… Rajoy sabe que todo se le acerca y todo se termina alejando de él, así que se acostumbró a la política de ir durmiéndose con el sonido de las traviesas y el oleaje del efecto Doppler. Puede que las cosas pasaran a su hora o un poco más tarde, pero hasta el retraso formaba parte de esa ciencia de la espera, de la repetición, del dulce traqueteo de lo igual, que sólo dejaba una leve expectación en la duermevela, esa ligera mirada en curva que se le queda a la gente de alma ferroviaria.
Este virus nos está poniendo a prueba a todos, también a Rajoy, que se va a llevar un merecido multazo por no dejar de ser Rajoy
Un señor ferroviario y de costumbres, no tanto de exactitud como de repetición, no puede estar en el fin del mundo, no es compatible con el fin del mundo. Se tiene que aplazar el fin del mundo o se tiene que ir Rajoy a otro mundo, o tienen que chocar ambos, que es lo que ha pasado, como en esa vieja paradoja de la fuerza irresistible contra el objeto inamovible. Nuestro enigma más científico ahora mismo es éste, Rajoy en el fin del mundo, qué ocurrirá en esa singularidad, cómo se resolverá esa paradoja de una realidad irresistible contra un ser inamovible. Está muy bien lo de la curva de contagio, lo de si podrá más el virus que las mascarillas de mimbre que da Sánchez, lo de si llegarán a ser útiles esos test del Gobierno con grumos como de colacao… Pero no es comparable a ese vértigo cosmológico de ver qué ocurre en el universo cuando se pliega sobre sí mismo y coincide el fin del mundo con el rato de estirar las piernas de Rajoy.
El virus nos pone a prueba, a cada uno en lo suyo. Pone a prueba a los sufridos médicos que se enfrentan a una epidemia con un disfraz de R2-D2; a los currantes que van en el metro como en el submarino del capitán Nemo, entre tentáculos del virus; y a Iván Redondo, que tiene que crear nuevos relatos sobre las trabas de la derechaza, a pesar de que Sánchez tiene a su disposición todos los recursos del Estado y todos los uniformes de los madelman. Hasta pone a prueba a los periodistas, que tienen que decidir si colocan en la portada una receta de magdalenas o un muerto igual que el pescado muerto que siempre ha traído históricamente el periódico, pero esta vez humano, realísimo, cruel, cercano y necesario para que no veamos sólo magdalenas en el desayuno ni en el mundo. Y también, claro, el virus pone a prueba a Rajoy, que a lo mejor es el símbolo de esa España que todavía no sabe muy bien cómo conllevar el virus y la salud y el patriotismo con sus necesidades y rutinas de papelón de churros o escapismo de sacar la basura.
Esa España como Rajoy, con la vida rota a la altura de la rutina como a la altura de la rodilla. La gente tiene rutinas de vejiga, rutinas de quiosco, rutinas de barquitos pesqueros, rutinas de vermú, rutinas del sexo, rutinas del agobio y de la queja, rutinas de derechas y de izquierdas incluso. Rajoy tenía la rutina de sí mismo, de su vida de tren de provincia. Rajoy no supo salir de la rutina nunca, ni en el último momento, en aquella moción de censura, cuando se pidió lo de siempre donde siempre con un fondo que uno imagina a la vez de mesón y de bingo.
El fin del mundo se ha ido a topar con Rajoy de caminata, con chubasquero para el apocalipsis y a la hora sagrada de la petanca. Rajoy apenas ha vuelto la cara, como si el fin del mundo fuera otro poste de teléfonos más en su ventanilla, en su vida política, en su vida paseante o en su vida de vendedor de útiles de escribanía, idénticos a través de los siglos, casi desde los faraones. Este virus nos está poniendo a prueba a todos, también a Rajoy, que se va a llevar un merecido multazo por no dejar de ser Rajoy. Bueno, la prueba quizá ya la pasó cuando dejó de ser presidente precisamente por no dejar de ser Rajoy. Son demasiados años haciendo del tiempo una meriendita de cuajada ante la ventanilla del tren, y no iba Rajoy a cambiar entonces ni ahora. Sí, así nos pone a prueba el virus. Al PSOE incluso lo pondrá a prueba con esto, ahora, retándolo a pedir la dimisión de Rajoy como transeúnte o como sombra de andén de estación. Hay quien no puede dejar de ser lo que es.
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