¿Libia?”, Aamal deja de mirar al Mediterráneo. Se gira. Me observa, con detenimiento. Estudiándome. Abre mucho los ojos, sorprendida con la pregunta que acabo de hacerle. Hace una mueca de resignación. “Todos los días podías escuchar los disparos, las explosiones. Nadie quiere vivir allí. Dejé de ir al colegio. Estaba todo el día encerrada en casa, sin poder salir a la calle porque tenía miedo a que me pasara algo”, confiesa haciendo una larguísima pausa. Queda en silencio. Reflexionando. Pensando o, tal vez, olvidando todo lo vivido.
Tiene 12 años pero tiene una madurez impropia de su edad. En la vida, para desgracia del ser humano, se madura a base de hostias. Y la pequeña Aamal ha recibido unas cuentas, muy a su pesar. Hace un par de horas flotaba a la deriva en una balsa de goma con más de 120 personas. En medio de la noche. En silencio. Rezando para no morir ahogada en el mar. “Soy muy feliz”, añade con una enorme sonrisa mientras saca la cabeza por la borda para sentir el viento en la cara.
El Mediterráneo mece, con suavidad, el Open Arms, el buque de la ONG española ProActiva. Aamal es feliz. Punto. Nada más que añadir. Es lo más importante. Nadie merece morir en el Mediterráneo. Nadie es ilegal. Nadie… “Sabía que el viaje era peligroso… pero no tanto”, apunta la niña volviendo a mirarme a los ojos. “De haberlo sabido hubiese preferido quedarme en Libia. Durante las cinco o seis horas que estuve en medio del mar pensé que nadie nos encontraría, nunca. Pensé que iba a morir allí”.
Nació en Libia. Pero es apátrida. No tiene país. No tiene nacionalidad. No existe. Libia nunca la reconoció como ciudadana; y Pakistán, el país de origen de sus progenitores, no quiso saber de ella ni darla la nacionalidad. Ese es su drama. Un ser humano que no pertenece a ningún sitio. Una niña rechazada por todos. Una chiquilla que se aferra a su anillo de Hello Kitty. Su pertenencia más preciada. Porque, el resto… lo dejó atrás. “Mi padre era sastre. Tenía una fábrica textil. Pero lo perdimos todo”, aclara.
Sus padres, migrantes económicos, huyeron de Pakistán en 2005 y se instalaron en Libia. Allí el padre abrió, primero una modesta sastrería que, con el tiempo y mucho esfuerzo, acabó convirtiéndose en un pequeño emporio. Pero que acabó perdiendo. “Todos los días hombres armados acudían a mi negocio y me golpeaban. Me pedían dinero. Si no se lo daba robaban mi mercancía y me volvían a pegar. Me cansé. Me cansé de vivir así. Y decidí huir”, confiesa Salman, padre de Aamal y quien viaja, a bordo del buque de ProActiva con su mujer y otros tres hijos más, hermanos de Aamal.
“Estuvimos seis meses encerrados en casa. En condiciones terribles. No podíamos salir a la calle porque no quería que nadie nos viera. En Libia todo el mundo va armado. No hay ley. Ni Estado. Ni policía. Ni ejército. Cualquier persona, con arma, es la autoridad. Por eso huimos de Libia. Nos vamos para no volver”.
Salman no quiere que le retrate. Le da miedo o ¿quizás es vergüenza por verse abocado a echarse al mar con su familia huyendo del infierno libio? Los motivos, son lo de menos. Me enseña su teléfono móvil y me pregunta por la red WiFi del barco. “Quiero decirles a familiares que estamos bien. Que estamos vivos. Que viajamos rumbo a Europa”, comenta.
Este aparato es su bien más preciado. Lo más importante, además de su familia, que lleva consigo en la travesía. El teléfono móvil es imprescindible para los migrantes, para avisar a los que se quedaron atrás. Lo que les aferra a la vida. No son tan diferentes a nosotros. Sí, tienen un idioma diferente. Un color de piel distinto. Y rezan a otro Dios. Pero son como nosotros. Igualitos.
Salman pagó 2,500 euros a los traficantes de personas para conseguir un ‘billete’ para él y su familia en un bote de goma. Es uno de los pasajeros V.I.P. de patera. Su mujer y sus hijos llevaban chalecos salvavidas, proporcionados por los traficantes, y tenían un sitio preferencial en la embarcación de goma. El resto del pasaje, en su mayoría subsaharianos, pagaron los 300 euros de rigor y hacinados como sardinas en lata.
“Nos prometieron que nos iban a enviar en la dirección segura. Hacia Italia. Nos dijeron que el barco no se hundiría… Pero, una vez en la playa, nos comenzaron a golpear con palos para que corriésemos al bote. Ha sido mi primer y último viaje… Quiero volver a Pakistán. Quiero volver a mi país. No quiero quedarme en Europa”.
El Aquarius y el drama de la migración
Aamal y Salman ponen rostro a los sin nombre. Ponen nombre a los dramas que acompañan a las miles de personas que, cada año, cruzan por la ruta más peligrosa del mundo. Una travesía que se ha cobrado 14,000 vidas desde 2014. Y esos son los cuerpos que se han encontrado y que ha escupido el mar. Porque todos aquellos que están en las profundidades del Mediterráneo no cuenta. Por tanto. No existen.
El Aquarius, un viejo barco de las ONG Médicos Sin Fronteras y SOS Mediterranée navega rumbo al puerto de Valencia, escoltado por dos barcos de la guardia costera italiana, con un total de 629 almas. Entre ellas 123 menores de edad no acompañados, 11 niños pequeños y siete mujeres embarazadas. El gobierno español decidió abrir su puerto ante la negativa del nuevo gobierno italiano, de corte xenófobo, de seguir recibiendo más y más migrantes.
En el mundo existen más de 65 millones de refugiados. Y Europa sólo alberga seis millones. Es decir, un 10%.
La postura italiana ha sido rápidamente aplaudida por los sectores más conservadores de nuestra sociedad, al tiempo que se acusaba al ejecutivo de Sánchez de populista. "No podemos acogerlos a todos", es la frase más recurrente de aquellos que no quieren ver negros y moros vagando por sus calles ¿A todos? En el mundo existen más de 65 millones de refugiados. Y Europa sólo alberga seis millones. Es decir, un 10%. Países como Uganda, Kenia, Líbano o Turquía tienen millones de refugiados y, obviamente, su capacidad económica no tiene nada que ver con la de los países de la vieja Europa. Quizás va siendo hora de que busquemos argumentos nuevos para cerrarles las puertas. Porque este está demasiado manido.
¿Los migrantes importan? No. Claro que no. Importan una mierda. Son putos números. Estadísticas. Todos nos mostramos muy solidarios pero miramos para otro lado. Pues va siendo hora de que seamos conscientes de que la indiferencia también mata. La importancia del drama de la inmigración se puede comprobar en la Eurocámara. Sólo 70 de los 751 parlamentarios europeos estuvieron presentes durante el debate: “Emergencias humanitarias en el Mediterráneo y solidaridad en la UE”. 70 de 751. Es decir. No llegan ni al 10%. Conviene recordar que la Unión Europea posee el premio Nobel de la Paz. Nuestros políticos son reflejo de nuestra sociedad. Tal cual.
El Mediterráneo: Una tumba
¿Qué puede llevar a una persona a jugarse la vida en medio del mar? Miedo. Desesperanza. Hambre. Ilusión. Fe. Esperanza. Libertad ¿De verdad alguien estaría dispuesto a poner en peligro su vida por esos motivos? La respuesta… sí. Por supuesto que sí. Todos. Sin excepción lo haríamos. Nos lanzaríamos al mar. A oscuras. Navegaríamos hacia una vida mejor.
Miles de personas lo hacen cada año. Y miles, también, se dejan la vida en el Mediterráneo. 3,100 en 2017. Concretamente. Es decir. 1 de cada 23 mueren en el intento. Esta ruta es la más peligrosa del mundo para los migrantes. Y aún así, siguen intentándolo. Todos los días. Sin excepción. Pero no mueren sólo por ahogamiento. Lo hacen también por deshidratación e inanición. Por hipotermia. Por violencia entre ellos. Al final, los peores instintos del ser humano brotan en situaciones límites. Y, en Occidente, les miramos con indiferencia. Por encima del hombro. Les señalamos. Vienen a robarnos. Son terroristas. Les dan la paguita y la casa. Viven de nuestros impuestos ¡Ja! ¿Cuántos habéis hablado con ellos y preguntado de donde vienen y por qué vienen?
Ali Ahmed (25 años) está arrinconado en una esquina del Open Arms. No habla con nadie. No interactúa. Callado. Mudo. Huraño. Se protege del frío con una manta. Se aferra a su teléfono móvil que tiene la pantalla rota pero aún funciona. Me mira, con curiosidad. “Salam Aleikum, sadiq (Hola, amigo)”, le saludo estrechándole la mano. “¿Hablas árabe?”, me pregunta sorprendido. Tras explicarle que chapurreo tres palabras y pronuncio mal otras tres, accede a contarme su historia. “Al Shabaab, la filial de Al Qaeda en el cuerno de África, arrasó mi pueblo. Hui junto a mi hermana. Durante el viaje nos separamos. No sé dónde está”, afirma mientras su rostro se vuelve sombrío. “No sé nada de ella”.
Ali consiguió llegar a Libia después de meses de viaje desde Somalia. Allí trabajó durante dos años como granjero. Pero la situación del país africano, poco a poco se deterioró. Y decidió huir. Y hacerlo hacia delante. “Contacté con unos traficantes que me prometieron un pasaje seguro. Así que accedí”, confiesa. Aquel pasaje seguro consistía en dos meses encerrado en la cárcel de Tarablus donde fue torturado, humillado y vejado hasta que le metieron en una patera rumbo a la inmensidad del mar.
El Open Arms es un crisol de nacionalidades. Da igual que hayas nacido en Siria, Ghana, Somalia, Pakistán o Sudán. La pobreza es democrática. Afecta a todos por igual. Dos hombres, de tez cetrina, sentados uno junto a otro, sonríen. Destacan entre el resto del pasaje, precisamente, por su color de piel. No son ni árabes ni subsaharianos. “¡De Bangladesh!”, repiten al unísono.
Muntaqui y Sirajul Islam no se conocían de nada aunque comparten nacionalidad. El Mediterráneo y el Open Arms les han unido, para siempre. Ahora celebran la vida. Aunque, eso sí, llena de incertidumbre. No saben qué será de ellos cuando lleguen a tierra. Huyeron de su país por diferentes motivos. “Por culpa de la inestabilidad y de la violencia que hay en Bangladesh”, confiesa Muntaqui quien, tras año y medio en Libia, trabajando como limpiador pudo costarse un billete en la embarcación. “Yo viajé a Libia buscando trabajo pero allí me encontré con un infierno de 10 meses de cárcel”, afirma Risajul Islam, migrante económico.
Les pregunto qué es lo más preciado que llevan encima. Se lo piensan. “Nada. Nos lo han quitado todo”, comenta uno de ellos mientras mira su nuevo amigo ¿Teléfono? ¿Dinero? ¿Un pasaporte? Ambos niegan con la cabeza. Finalmente Risajul saca una bolsa de plástico de su mochila. Un cepillo de dientes y dentífrico. “Esto es lo más valioso”. “Pues yo… está bufanda”, sentencia Muntaqui ¿Lo más valioso? En fin… sobran las palabras.
Mujeres y niños
Rian es el pasajero más joven que viaja a bordo del Open Arms. Tiene dos años, recién cumplidos ¡Dos años! Y ya se ha jugado la vida huyendo de Libia. El pequeño se aferra a su biberón. No quiere soltarlo por nada del mundo. Su tío, Mohammad, lo sostiene en brazos para la fotografía. Rian es hijo de Salam y hermano de Aamal. La familia que viaja unida… permanece unida.
Este pequeño es un afortunado. Bebe de su biberón. Está a salvo y, en unas horas, estará en tierra firme. Pero, según estimaciones de UNICEF, más de 400 niños se han dejado la vida en el mar en los seis primeros meses de 2018 mientras que, otros 15,000 menores no acompañados, sí lograron su objetivo de llegar a Europa. Es un drama que no sólo afecta a los adultos sino que los más pequeños también se ven abocados, sin quererlo, a poner en peligro sus vidas. Hay quienes lo consiguen, como Rian. Hay quienes no, como Aylan.
Selma es cristiana. Huyó de Pakistán por persecución religiosa. Estuvo seis meses en Libia antes de poder cruzar el Mediterráneo. Sigue los pasos de su marido quien la espera en Italia. “Él hace meses que consiguió cruzar”, confiesa. Los traficantes no siempre agrupan a las familias en el mismo bote. Todo depende, como siempre, de lo que estén dispuestos a pagar para hacerse con un hueco en el bote. “Viajo con mi hijo, de cuatro años”. Su inglés es bastante precario pero suficiente para comprender su historia y su drama. Viaja, además de su hijo, con un enorme bolso de color azul. Del interior comienza a sacar galletas, caramelos, pañuelos. Parece el de Mery Poppins.
No muy lejos de Selma está Aisha. Tiene sólo siete años. Otra apátrida. Otra más. Lleva un pijama con el rostro de un osito blanco. Juguetea con una pulsera de colores. Es lo único que tiene y que ha podido rescatar de la embarcación en la que viajaba. El resto quedó allí. Cubierto de agua. Y, ahora, navega rumbo a ninguna parte. Aisha no habla absolutamente nada de inglés. Sólo urdu, la lengua de Pakistán. Patria de sus padres y a la que espera, ojalá, poder regresar algún día.
“Es mi hermana”, confiesa Husnain Ali en un perfecto inglés. Con apenas unos meses, este jovencito, de 13 años, migró desde Pakistán hasta Libia en busca de un futuro cargado de oportunidades. Ahora, años después, vuelve a migrar. Dos veces en 13 años. “Libia no es un lugar seguro, para nadie. Y tuvimos que huir”, relata con calma. “Tenía muchos amigos del colegio pero a ninguno le dije que íbamos a irnos en un barco. Era un secreto”, afirma mientras mira su teléfono móvil, sin batería. “Me gustaría poder vivir en Alemania y empezar allí desde cero. Volver al colegio. Jugar al cricket y llegar a ser piloto”, confiesa sus sueños en voz alta.
En el mundo existe un muro invisible y luego todos los que los gobiernos se empeñan en levantar. Ese muro nos separa de la pobreza, de las guerras, de la hambruna… Y nos ciega los ojos con los gruesos ladrillos de la indiferencia. Nos creemos mejores que ellos por haber nacido en el lado bueno del muro. Les miramos con superioridad porque ellos son pobres y vienen vestidos con harapos cuando, al final, los pobres somos nosotros. Pobres de valores. La única diferencia entre ellos y nosotros es el lugar de nacimiento. Pero la historia nos dará una hostia, y bien merecida.
Nosotros también fuimos migrantes y refugiados. No lo olvidemos. Y, quizás, mañana nos toque hacer las maletas y huir. Quizás, sólo quizás, en ese momento nos demos cuenta del trato dispensado.
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