En el año 2013, el entonces presidente de los Estados Unidos, Barack Obama, pronunció un mensaje inesperado en su discurso del Estado de la Unión: “La impresión 3D tiene el potencial de revolucionar la forma en la que hacemos casi todo”. Con estas palabras –que, como es de esperar, se tradujeron en una enorme subida de las acciones de las empresas del sector-, Obama apuntaba la inminente llegada de la “tercera revolución industrial”, uno de cuyos pilares será, previsiblemente, el de las llamadas tecnologías de fabricación aditiva. Es decir, aquellas que se basa en la creación de objetos físicos a partir de la colocación de un material por capas en base a un modelo digital.
La impresión 3D no es nueva -sus orígenes se remontan a 1981-, pero es en los últimos años cuando se ha empezado a vislumbrar el enorme potencial que tiene esta tecnología para el futuro. No solo a nivel industrial, sino social y medioambiental. Hipotéticamente, llegará un momento en que estas máquinas podrán fabricar in situ todo aquello que necesitemos; desde alimentos y muebles hasta viviendas. Para cubrir todas estas necesidades –la de objetos sencillos y pequeños pero también más grandes y complejos- todos tendremos impresoras 3D en nuestras casas, en cada barrio, en cada ciudad. Los entusiastas de esta tecnología vaticinan que todo ello implicará un cambio radical del modelo productivo. En algunos sectores, el abaratamiento de los costes de producción permitiría crear un artículo por un coste unitario similar al de fabricar miles de unidades. Pasaríamos así de las economías de escala y la producción deslocalizada, a una era definida por la descentralización de la manufactura y la fabricación de objetos a demanda.
Este cambio de paradigma –que algunos expertos sitúan a la vuelta de la esquina y otros en un plazo de una o dos décadas- tendrá aplicaciones muy interesantes en el campo de los Objetivos de Desarrollo Sostenible. Hay varios aspectos en los que la impresión 3D podrá beneficiar al planeta y al bienestar de los seres humanos.
Cambio de mentalidad. Según apunta habitualmente en sus intervenciones públicas Tomás Díez, director de Fab Lab Barcelona, el hecho de acercar al ciudadano la producción de un objeto eleva su nivel de conciencia en relación a los recursos que utilizamos y el uso que damos a los objetos. En el sistema actual, las personas se limitan a usar y desechar objetos que han sido procesados en países lejanos. La huella que deja detrás la fabricación de ese objeto es invisible para nosotros.
Reducción drástica de desechos industriales. La industria actual produce una enorme cantidad de desechos que apenas se reutiliza. El retorno al modelo de producción local que implicaría la generalización de la impresión 3D supone que el ciclo de las materias primas queda dentro de las ciudades, que van a dejar de ser únicamente centros de generación de basura.
Menos emisiones por transporte de mercancías. La huella ecológica de los productos disminuirá radicalmente si los bienes que adquirimos son archivos digitales para imprimir, en lugar de objetos físicos que tienen que llegar a nosotros desde otros países en barco, avión o camiones.
Menos incentivos a la explotación labora en países no desarrollados. La aproximación de los centros de producción a los de consumo haría desaparecer la necesidad de los países desarrollados de deslocalizar las fábricas situadas en países donde los salarios son menores. Por una parte, acabaría con problemas de explotación laboral, pero por otro podría provocar una crisis en naciones cuya economía depende hace muchos años del empleo industrial de las potencias desarrolladas.
Mayor autosuficiencia de comunidades pobres. El abaratamiento progresivo de las impresoras 3D y la existencia de plataformas de código libre como Open Source Ecology, “permitirán la fabricación sencilla de máquinas industriales diferentes, que permiten la construcción de pequeñas civilizaciones sostenibles”, incluso en aldeas rurales pobres.
Viviendas asequibles. La startup española Be More 3D presentó el pasado año la primera casa construida en nuestro país con una tecnología de fabricación aditiva. Este modelo piloto fue edificado con ayuda de la Facultad de Bellas Artes de la Universidad Politénica de València mediante una impresora de hormigón de 7 metros de acho y 5 de alto. Una casa de 70 metros cuadrados y tres habitaciones, erigida en menos de dos meses y con un precio potencial de 50.000 euros. Una solución interesante para proporcionar viviendas dignas.
Más reciclaje y cultura de la reutilización. El desarrollo de este tipo de impresoras permitirá reutilizar el material de prototipos fallidos. Por otra parte, esta tecnología permitiría ampliar el ciclo de vida de los productos, al poder imprimir piezas aisladas de recambio e incluso dando nuevos usos a los productos añadiendo piezas impresas en 3D. Por ejemplo, si se me rompe la pata de una mesa, no tendría por qué comprarme otra, sino fabricarme una nueva.
Consumo de energía. Aquí existe una mayor disparidad de opiniones. El consumo energético de las impresoras 3D depende del tipo de material con el que tengan que trabajar. “Si por ejemplo es una tecnología que utiliza láser para fundir algún tipo de material, la cantidad de energía necesaria para crear una pieza se multiplicará. Si por el contrario es una máquina que deposita resina, gastaría poco más que un ordenador”, explica a El Independiente el ingeniero Joan Gallart, de la empresa 3D HUB de Barcelona.
“Aunque este tipo de tecnología está avanzando a grandes pasos, y cada vez las máquinas son más precisas y más rápidas, todavía existen importantes barreras que superar antes de llegar a ese mundo futuro en el que se pueda eliminar el sistema de producción convencional”, opina Gallart.
Las posibilidades de la impresión 3D en el cuidado del planeta apenas han empezado a conocerse. Algunas de las aplicaciones en las que ya se está trabajando es el estudio y protección de la fauna; la creación de arrecifes que ayuden al desarrollo de corales, esponjas y otros organismos o impresoras que reciclan botellas de plástico.
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