La amenaza del fuego no desaparece ni siquiera en los periodos más húmedos y frondosos, como el invierno y la primavera. En los últimos años se ha registrado un aumento notable de incendios en todo el mundo como consecuencia de los distintos efectos atmosféricos, el cambio climático y una mala gestión de los suelos, sin olvidar la mano negra del hombre. El efecto es devastador y desata una cadena de reacciones que retroalimentan de distintas maneras el calentamiento global, que como se ve es también una de sus causas. Muchos de los daños se perciben a simple vista, pero otros son más difíciles de cuantificar. Una vez que las llamas se han apagado llega la hora del recuento de daños.
El suelo es uno de los más afectados, al quedar completamente expuesto y ser más susceptible a la erosión. Uno de sus grandes perjuicios es la falta de plantas capaces de retener el agua y evitar que se filtre al subsuelo y forme o recupere mantos freáticos, el nivel por el que discurre bajo tierra. El desequilibrio alcanza a las cadenas alimenticias y muchos procesos de la vida. Las plantas y los árboles quedan más desprotegidos ante las plagas y enfermedades, además de dañarse su capacidad de crecimiento. La reducción de plantas capaces de generar oxígeno incrementa también el efecto invernadero en la atmósfera. El hábitat de la fauna silvestre también desaparece y por tanto el clima queda lastrado.
La deforestación puede llevar a un aumento de muertes prematuras, enfermedades y un impacto económico muy negativo, según coinciden los expertos. Además, también pueden afectar a las fuentes de agua, la biodiversidad y la liberalización de grandes cantidades de dióxido de carbono en la atmósfera. La combustión provoca la emisión de grandes cantidades de carbono, entre otros elementos nocivos.
Destrucción de árboles
Tampoco podemos olvidar la destrucción de árboles y la consiguiente perdida de madera. De hecho, la venta de madera achicharrada como biomasa para producir energía es práctica común entre los propietarios de las zonas afectadas, en un intento de minimizar las pérdidas. En España es muy común leer o escuchar como en un incendio en un área montañosa se han visto dañados pinos blancos, alcornoques, encinas, enebros, matorrales… Una vez hecho el daño, llega la hora de interpretar la regeneración de la zona y de las plantas afectadas. Y no todo se recupera de la misma manera: el alcornoque se regenera a gran velocidad gracias a su capacidad para rebrotar desde la copa, pero un pino puede tardar entre 20 y 30 años, ya que no puede rebrotar y debe esperar a que crezcan nuevos pinos surgidos por germinación tras el incendio.
Otros árboles ofrecen una mayor resistencia al fuego. En un reciente incendio junto al Mediterráneo, unos cipreses demostraron tener una asombrosa resistencia. Mil de ellos, plantados 22 años atrás, habían alcanzado una altura media de 9 metros. De ese millar, 946 sobrevivieron a un incendio forestal de cinco días mientras que solo 12 árboles ardieron. Otro 10% sufrió deshidratación en las hojas, pero se recuperaron en unos meses. Esta invulnerabilidad fue reconocida como un enigma, pues ningún árbol es incombustible. Los expertos apuntaron algunas propiedades que le habrían permitido resistir al fuego, como el hecho de que bajo los cipreses no se acumulen materiales combustibles. Su madera es muy dura y casi no se acumulan ramas suyas en el suelo, mientras que su hojarasca desprende una sustancia que acidifica el suelo, en el que no crecen otras. Además, su hojarasca es compacta y conserva la humedad, mientras que su copa es muy densa. Todo ello impide que el árbol arda rápidamente.
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