Para evitar o prevenir futuras catástrofes como consecuencia del calentamiento global, el hombre cuenta con varios medidores estratégicos que le permiten comprobar la evolución de la tierra. Una de esas balizas gigantes se encuentra en los polos. En el Ártico se desarrolla el permafrost, una ‘alacena’ peligrosa que no desprende buenas noticias. Se trata de una capa de suelo permanentemente congelado (suelo congelado, no hielo) cuyo espesor puede ir desde los 5 centímetros hasta los 1.5 kilómetros. En las zonas sobre las que se desarrolla, el suelo se compone de una capa superior que se deshiela y congela con las diferentes temporadas, con un espesor variable. Por debajo aparece esa otra capa de suelo congelado, el permafrost.
Muchos expertos y científicos llevan tiempo estudiando tanto su composición como su evolución con el paso del tiempo y, sobre todo, con el aumento de la temperatura global de la Tierra. Ocupa entre el 20% y el 24% de la superficie de la Tierra (Alaska, Canadá, Rusia…), una extensión un poco menor que la ocupada por los desiertos –sobre un 25%, y avanzando-. Este suelo congelado no se deja clasificar con facilidad: puede ser muy pobre (de arena y roca) o muy rico en materia orgánica; puede tener agua congelada o apenas tener agua; puede llevar un par de años congelado o bien cientos... o incluso miles. Con el aumento de la temperatura (recordemos que los años 2015 y 2016 fueron los más cálidos de la historia), estos suelos se están comenzando a descongelar de forma imparable y a un ritmo mayor de lo que se pensaba hasta ahora: 0.12 grados centígrados al año. Esta cifra puede parecer insignificante, pero supone un viraje para algo que debería de estar en congelación permanente. La publicación ‘I Love Science’ resumió muy bien lo que supondría un aumento global de la temperatura de un grado sobre los niveles pre-industriales. El resultado sería la pérdida de un 40% de la superficie ocupada por el permafrost, equivalente más o menos al territorio de la India.
Con la descongelación, el permafrost pierde su estructura. Actúa como una gigantesca jaula de residuos de carbono, normalmente plantas y animales, que se han ido descomponiendo durante las glaciaciones. Se estima que la cantidad de carbono retenida en el permafrost es más o menos el doble que el existente en la atmósfera. Mientras que el carbono ha permanecido ‘almacenado’, no ha existido problema. Ahora que se comienza a perder la capa, la materia orgánica descompuesta se libera en forma de dióxido de carbono y metano, los dos principales gases de efecto invernadero.
Una realidad en el Ártico
Esto ya está ocurriendo en la tundra de Alaska. El Ártico se está calentando dos veces más rápido que el resto del planeta y este proceso también está afectando a los lagos de esta zona, con la correspondiente emisión a la atmósfera. En principio, estos lagos no emiten mucho dióxido, pero un clima más cálido puede causar que más carbono de las plantas se mueva hacia los lagos. El mayor flujo de carbono de las plantas y los suelos a los lagos del Ártico estimula mayores emisiones de gases de efecto, y ahí está el problema.
"Descubrimos que no todos los lagos de latitudes altas son grandes chimeneas de carbono a la atmósfera, y que los lagos de la región no procesan activamente mucho permafrost o carbono de las plantas de la tierra", comenta al respecto Matthew Bogard, científico postdoctoral en la Escuela de Ciencias Ambientales y Forestales de la Universidad de Washington. "Documentar la naturaleza heterogénea de los lagos del norte, como lo hemos hecho aquí, definirá mejor el papel de los lagos árticos en el ciclo global del carbono", añade en un comunicado. Su equipo de trabajo publicó en 'Nature Geoscience' que visitaron 20 lagos en un año en la región de Yukon Flats (Alaska): un vasto paisaje seco con miles de lagos diseminados. Su objetivo era rastrear el flujo de carbono a través de la red alimenticia y probar la química del agua en cada lago en busca de signos de carbono del permafrost en una región que no se haya estudiado antes de esta manera.
Según los investigadores, los lagos emiten dióxido de carbono cuando este entra desde fuentes externas en el paisaje, como ríos y aguas subterráneas. El equipo vio evidencia de que muchos de los lagos tenían una producción y una absorción de dióxido de carbono más equilibradas que los lagos de otras regiones. En consecuencia, los lagos eran una fuente más pequeña de dióxido de carbono a la atmósfera de lo que se observa en otras partes del mundo. Pero cuando suba la temperatura de la Tierra…
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