Tradicionalmente el sector inmobiliario ha venido siendo un enorme impulsor del crecimiento económico de nuestro país, contribuyendo en tasas de hasta el 20% del PIB y siendo un destacado elemento generador de empleo.
Tras ocho años de profunda crisis que se ha llevado por delante a la mayoría de las empresas inmobiliarias, en un sector muy atomizado, nuevos operadores aparecen en la escena y algunos de los antiguos hacen un enorme esfuerzo por reincorporarse, renovarse y no perder el nuevo tren. Nuevas fórmulas de financiación, nuevos productos, nuevos clientes, en definitiva, un nuevo escenario.
El optimismo moderado que se vislumbra viene avalado por el número de compraventas de vivienda, que viene manteniendo una tendencia alcista desde el año 2014. Además, en algunas zonas, los precios están experimentando importantes subidas y el stock ha descendido desde el año 2009, su punto más álgido, en casi 500.000 viviendas, empezando a producirse mayor demanda que oferta en algunas ciudades como Madrid, Barcelona, Bilbao o Palma de Mallorca.
Cierto es que, hasta ahora, los datos macroeconómicos son muy positivos y han podido impulsar esta tendencia. Llevamos ya tres años consecutivos de crecimiento y, con las previsiones de 2016, alcanzaremos dos años seguidos superando el 3%, cifras muy superiores al resto de países de la eurozona con al menos un pero: para 2017 ya se prevé una bajada en más de un punto. Los tipos de interés nunca han estado tan bajos y, pese a que todos coinciden en que no se mantendrán así mucho tiempo, las subidas serán muy suaves y controladas. Se han acometido reformas importantes (sector financiero, mercado laboral, política fiscal…) y nuestras empresas han ganado en competitividad, si bien es cierto que en muchas ocasiones más por la bajada de los salarios que por la implementación de medidas innovadoras que conduzcan a la mejora de los procesos productivos.
Pero la prudencia es también una sensación que flota en el ambiente y viene justificada por la existencia de diferentes factores que son tan reales como los anteriormente mencionados.
La situación política, y no me refiero sólo a la española que se ha situado en una preocupante y permanente interinidad, afecta de manera negativa a esta tendencia.
La crisis de identidad y de compromiso en la Unión Europea que padecimos en el año 2012 y que estuvo cerca de hacerla saltar por los aires parece, de momento, superada, pero no es menos cierto que el Brexit o la deficiencia en el modo de abordar de manera conjunta la crisis de los refugiados, ponen nuevamente en tela de juicio el reto de la unión política y monetaria.
Europa es un continente demográficamente viejo, con enormes rigideces y con una alta exigencia en los parámetros del bienestar social que exigen una gran presión fiscal para su sostenimiento.
La dificultad a la hora de abordar procesos urbanísticos por la enorme dispersión normativa, la discrecionalidad administrativa o la incertidumbre temporal, hace que nos movamos en terrenos en los que no existe la suficiente seguridad jurídica que exige cualquier decisión inversora.
Con todo, el interés inversor en nuestro país es enorme y nadie parece dudar de que en los próximos años el sector inmobiliario va a experimentar una etapa de crecimiento si los factores externos no lo impiden y si, desde el punto de vista interno, aborda de manera inteligente el reto de la innovación en todos los procesos de la cadena de valor, desde la definición del producto inmobiliario y sus diferentes formas de uso, hasta la captación del cliente, pasando por el proceso constructivo o el tipo de financiación. Ya es hora.
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