El lado oscuro de la OPEP llevaba siete años germinando, abriéndose paso entre sus genes, cuando Israel decidió atacar por sorpresa a Egipto. Le faltaba un detonante, sólo un empujón, para aflorar y dejarse ver. Por eso seis días de guerra bastaron para destaparlo. La contienda librada entre el 5 y el 10 de junio de 1967 no sólo dio otra vuelta de tuerca al conflicto árabe israelí. También activó el instinto más belicoso de la Organización de Países Exportadores de Petróleo, predestinada a convertirse en el cartel más poderoso del planeta; con capacidad real –el tiempo lo demostraría- de manejar los vientos de la economía mundial.
Nació como idea una mañana de 1959 en una suite del Nilo Hilton. Allí se encontraron por primera vez el abogado venezolano Juan Pablo Pérez Alfonso y el funcionario saudí Abdula Tariki. Durante una larga charla, entre sorbos de té azucarado, dieron forma a un propósito monumental: coordinar la acción de los países productores de petróleo, con el objetivo de influir en el precio de la materia prima más consumida del orbe. La idea salió envuelta en un molde sólido de la suite del Hilton y comenzó a circular por los despachos gubernamentales, empujada por Pérez y Tariki.
El 14 de septiembre de 1960 cobró forma definitiva en Bagdad. Bastaron seis días de deliberaciones, que culminaron con el discurso triunfalista de Pérez Alfonso: “Hemos fundado un club muy exclusivo, entre nosotros controlamos el 90% de las exportaciones de crudo y ahora estamos unidos”.
Había nacido oficialmente la OPEP. La componían Arabia Saudí, Venezuela, Irán, Irak y Kuwait. Cinco productores hermanados con el objetivo de mandar sobre un tesoro que poseían pero no controlaban. Juntas sumaban la mayoría de las reservas de crudo del mundo. En cambio, quienes se encargaban de extraerlo y comercializarlo eran unas pocas compañías occidentales, aunadas desde hacía décadas en un cartel oficioso, sin nombre ni siglas.
La industria petrolera echó a andar en 1859. Un tipo rudo, apellidado Drake y apodado coronel, logró extraer del subsuelo aquel líquido negruzco y viscoso. El hito marcó el inicio de una nueva era para la industria. Estados Unidos se situó a la vanguardia del negocio, gracias al ímpetu de un empresario puritano y brutalmente ambicioso, John D. Rockefeller. Suya era la Standard Oil Corporation, nacida para hacer historia como ejemplo futuro de monopolio. Rockfeller hizo grande su empresa a golpe de absorciones y codazos, de decisiones inteligentes y de trampas. A finales del siglo XIX controlaba casi el 90% de las transacciones petroleras en Norteamérica. El Gobierno federal le puso freno en 1911, rompiendo el monopolio con un histórico decreto ley que desmembraba Standard Oil en 33 sociedades.
Para entonces, Rockefeller ya era multimillonario y había marcado el camino a la industria petrolera: había que ser grandes, tener poder de negociación para tratar con los dueños de la materia prima. Con la Standard Oil como referencia, otros hombres de negocios se aplicaron a la tarea de crear gigantes en Europa. Tras la Primera Guerra Mundial ya había dos: Royal Dutch Shell y Anglo Iranian (embrión de la futura BP). En 1928, las dos compañías se reunieron con Standard Oil California (una de las 33 hijas del imperio de Rockefeller) para repartirse el mundo. Tal cual. Las tres compañías sellaron acuerdos de no agresión. El planeta era muy grande y había mucho suelo que perforar.
Las naciones tenían las reservas, y ellas la tecnología y el músculo financiero para sacarlo de la tierra. Suyas eran las palas y las cuerdas necesarias para excavar y extraer el tesoro. Por eso estaban en condiciones de imponer sus criterios. Las grandes petroleras occidentales generalizaron el uso de contratos extremadamente beneficiosos: a cambio de una regalía por la explotación de los pozos y de un impuesto sobre los beneficios obtenidos, podían utilizar el crudo obtenido a su antojo.
Durante décadas, los países petroleros permanecieron aletargados por una cómoda posición. Obtenían millones de dólares cada año sin mover un dedo. El problema era que su pasividad les impedía ganar mucho más. El ánimo de los gobernantes se fue amargando a medida que las compañías reventaban sus cuentas de resultados. Y sobre todo, cuando atisbaron que los Gobiernos de los países consumidores también estaban haciendo negocio a su costa. El crudo abundaba y era barato: constituía una base perfecta para aplicarle holgados impuestos. Al inicio de la segunda mitad del siglo XX, siete compañías controlaban prácticamente toda la producción mundial. Al todopoderoso buque donde viajaban Shell, BP y Standard Oil se habían subido Gulf, Exxon, Texaco y Mobil. Los beneficios que obtenían sacando y vendiendo petróleo eran directamente proporcionales a los ingresos fiscales de sus respectivos países.
La ira de los magnates petroleros no cobró forma hasta que Tariki y Pérez Alfonso se cruzaron en su camino y alumbraron la OPEP. El cartel avanzó con paso lento al principio. Era complicado hacer remar al unísono a gobiernos con intereses tan dispares como el de Venezuela o el de Kuwait. Además, en seis años se habían incorporado tres nuevos socios: Catar, Indonesia, Libia y Emiratos Árabes Unidos. Hacía falta una espoleta que aparcara las diferencias.
La señal se materializó sin esperarlo el 5 de junio de 1967, con el ataque sorpresa de la aviación israelí. La guerra relámpago irritó a la comunidad árabe y les llevó a cerrar filas. Un año más tarde, la indignación larvada se materializó en una reunión en Caracas. Redactaron una resolución a favor de elevar los precios del barril y –lo más importante- de controlar más su propia producción. Los gobiernos petroleros se aplicaron a la dura tarea de renegociar los contratos. Con poco éxito de inicio, a juzgar por la estadística oficial de la OPEP: en 1970, los países productores sólo controlaban directamente la comercialización del 2% del crudo que emanaba de sus pozos.
Sin embargo, el cártel había dado un importante salto cualitativo desde el encuentro de Caracas. Sus miembros habían tomado conciencia del enorme poder que tenían entre manos. Pudieron demostrarlo con contundencia sólo tres años más tarde. El detonante fue idéntico al de la Guerra de los Seis Días: un nuevo conflicto árabe israelí, si bien esta vez fue la parte musulmana la que lanzó la primera piedra. El 6 de octubre de 1973, coincidiendo con la festividad judía del Yom Kippur, el ejército egipcio lanzó una ofensiva contra las bases de Israel en el Canal de Suez. La respuesta israelita llegó con fuerza. Sólo entonces la OPEP decidió estrenar sus armas, decretando diez días después un insólito embargo.
El cártel aprobó un recorte inicial del 5% de su oferta, que se mantendría hasta que Israel no abandonara los territorios ocupados. Pocos días más tarde, Arabia Saudí fue más allá y dobló el porcentaje. Los países petroleros, ahora sí, fueron apretando uno a uno el grifo de sus pozos. Algunos llegaron a restringir hasta un 25% su oferta en las semanas posteriores. El cártel logró el efecto perseguido: disparar por las nubes el precio del barril. El poder de la OPEP radicaba en su inmensa capacidad para moldear los precios. Ellos controlaban gran parte de la oferta y la demanda era demasiado inelástica. El mundo no podía dejar de funcionar con petróleo por mucho que subieran los precios. Era una cuestión de lógica económica, casi una regla matemática.
El cártel la aplicó con crudeza, manteniendo el embargo hasta marzo de 1974. El estrangulamiento de la oferta provocó una crisis energética mundial de alcance mundial. Claro que la escalada del barril se disparó la inflación y con ésta los costes de producción. Y así fue como la crisis energética devino en un batacazo económico en toda regla.
La OPEP había enseñado los dientes, ya no había vuelta atrás. Con Occidente acobardado, los productores fueron haciéndose con el control de sus respectivas industrias petroleras. Unos quedándose a la fuerza con el 51% de cada proyecto, dejando el 49% restante a las multinacionales. Otros, nacionalizando directamente todo el sector.
La batida tuvo un resultado enorme en tiempo récord. En 1980, el 80% de la propiedad del flujo petrolero ya estaba en manos de los países dueños de las reservas. La absorción de activos dio a luz, además, a gigantes nacionales como Saudi Aramco (nacionalizada ese mismo año), con tamaño suficiente aguantar el pulso a las petroleras europeas y estadounidenses. Y a los gobiernos occidentales, que no captaron el lado oscuro de la OPEP al mirarla siempre por encima del hombro.
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