Antes que la quema de coches de Cabify por parte de los taxistas en Sevilla, el pasado mes de abril, fue la destrucción de los telares mecánicos de la fábrica propiedad de la familia Bonaplata, conocida como El Vapor, en la Barcelona de 1835.
Entre un acontecimiento y otro hay alrededor de 200 años de diferencia, pero la misma motivación: el miedo a que una nueva competencia, nacida al calor de un salto tecnológico, reduzca el empleo y los salarios. Solo el tiempo dirá quien gana el pulso esta vez.
"Ese miedo es muy antiguo", señala el catedrático de Historia del Pensamiento Económico Carlos Rodríguez Braun, quien confirma que, al menos en los últimos siglos, se ha asociado habitualmente a la tecnología.
En España hay claros ejemplos de ello. Sin embargo, los trabajadores españoles no son pioneros en tomar la iniciativa contra los cambios en los modos de producción derivados de revoluciones tecnológicas.
Para ello habría que rebuscar, en todo caso, en la Inglaterra de finales del siglo XVIII y principios del XIX, cuando se desarrolló el movimiento Ludita como contraposición a la revolución industrial.
Los Luditas
Su nombre deriva de Ned Ludd, un joven aprendiz de tejedor en el Leicester de 1779, que supuestamente rompió telares mecánicos y que fue elevado al status de símbolo. Originalmente integrado por artesanos, los Luditas se rebelaron de forma organizada contra las máquinas que fueron entrando en sus talleres para hacer su trabajo con mucha más eficiencia hasta convertirlas en fábricas.
Lo cierto es que, aunque con algo menos rapidez de lo que cabría pensar en nuestros días, ese movimiento Ludita anidó también en España, como en otros países, a medida que fue creciendo la industrialización, y se convirtió en el germen del sindicalismo actual.
Relata el historiador y escritor Manuel Cerdà (El ludisme, Debats 1985) que hubo abundantes atentados y amenazas de destruir la maquinaria a principios del siglo XIX en Segovia, Ávila y Guadalajara, así como en Galicia, donde la siderurgia de Sargadelos fue incendiada en 1789.
Sin embargo, los libros de historia relatan con algo más de profusión los acontecimientos acaecido en el Alcoy, en el País Valenciano de 1821. Más de 1.000 hombres se dieron cita en la ciudad, destruyeron 17 máquinas para preservar su trabajo y sus salarios, y trataron de forzar al desmantelamiento del resto. Un total de 79 personas acabaron encarceladas. Sin embargo, nuevos rebrotes ludistas se sucedieron en años siguientes.
Quememos El Vapor
No fue hasta 1835 cuando otro gran acontecimiento tuvo lugar en la Barcelona industrial. Ya desde 1824 se sucedieron ataques similares en la región, pero la inversión industrial no cesó en los años siguientes. Explica Cerdà que en 1834 se introdujo, por fin, el primer telar mecánico en la fábrica Bonaplata, Vilaregut, Rull y Cía. Era la primera fábrica en usar una máquina de vapor, la gran revolución tecnológica de su tiempo.
La plantilla de la fábrica de los Bonaplata, conocida como El Vapor, no era nada desdeñable. Entre 600 y 700 empleados, que fueron reduciéndose desde entonces, también, según el autor, por una sobreexplotación de la mano de obra y el efecto pernicioso sobre la economía del estallido en aquel momento de la primera Guerra Carlista.
Ya en 1835 la fábrica fue destruida. "El 5 de agosto una multitud heterogénea la incendió a pesar de la resistencia que encontraron por parte de un grupo de obreros, dirigidos por el hijo de Bonaplata, que disparó contra ella", concreta el historiador. El resultado de esta revuelta fueron cuatro trabajadores fusilados al día siguiente y muchos otros condenados a largas penas de prisión.
Las puertas y el campo
Las actuaciones en contra de la maquinaria tampoco cesaron ahí, como tampoco el avance de la industrialización, hasta mediados del siglo XIX. Aún no hoy parecen seguir vigentes. No obstante, al menos en el caso de El Vapor, la revuelta llevó a los propietarios de otra fábricas a optar por no instalar nueva maquinaria.
Con todo, las autoridades defendieron el derecho de los propietarios a instalar la tecnología que consideraran apropiada. Y es en ese punto en el que Rodríguez Braun cuestiona si es posible poner puertas al campo. En su opinión, "la clave no está en el conflicto, sino en si el poder político avala o no lo ya establecido". En una traslación a los tiempos actuales, el economista da por hecho que, por ejemplo, el taxi seguirá pugnando contra las plataformas, pero ve con expectación qué partido tomarán los poderes públicos.
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