Lo difícil para Miguel Blesa, en aquellos momentos de gloria, era no sentirse enormemente poderoso. Sobre todo, cuando se quedaba a solas en su despacho, en la cúpula de una de las dos torres de la Plaza de Castilla. Era un habítaculo inmenso: paredes claras, decoración exquisita y unas pinturas al alcance sólo de presupuestos acaudalados, como el de Caja Madrid. Al estar tan inclinado el rascacielos, cuando uno se asomaba por la pared acristalada, tenía la sensación de flotar en el aire. Allá abajo, clavado en la rotonda, el obelisco de 14 millones de Calatrava que la caja regaló a la ciudad. Y allá arriba, el cielo, que Blesa acariciaba en sentido figurado cada mañana: cuando paseaba con andares de emperador por la planta empapelada de obras de arte, cuando entraba el último a la sala del consejo de administración, presidida por un cuadro de Miró; cuando enfilaba en su BMW blindado Serie 7 la Castellana, el eje del poder político y financiero de la ciudad, con sus ministerios, sus torres y el Santiago Bernabéu, cuyo palco presidencial siempre estaba abierto para gente como él.
Lo difícil para Miguel Blesa, en aquellos momentos de gloria, era no sentirse enormemente poderoso
No estaba mal el presente para un tipo con pasado de funcionario, que había acabado con Madrid a sus pies. Y no sólo porque ocupaba un despacho tan privilegiado. A finales de la década de los 90, la tarjeta que le acreditaba como presidente de Caja Madrid era un salvoconducto casi tan poderoso como la presidencia de la Comunidad. La entidad tenía presupuesto para financiarlo todo: promociones inmobiliarias, viviendas de protección oficial, colegios, hospitales, polideportivos, y proyectos sociales y culturales de toda índole. Caja Madrid también tenía músculo suficiente para mirar cara a cara a los grandes rivales del momento, como el BBV, que tuvo que fusionarse en aquella época con Argentaria para aguantar el pulso; o como el Santander, que hizo lo propio con el Banco Central Hispano.
A finales de la década de los 90, la tarjeta de presidente de Caja Madrid era un salvoconducto casi tan poderoso como la presidencia de la Comunidad
Blesa era uno de los protagonistas del sector financiero en un país boyante. En una España que “iba bien”. Lo decía su amigo José María Aznar. Su amigo de verdad. La amistad con el presidente del Gobierno era estrecha y verdadera. Era de sobra conocido en los mentideros del poder de los años 90. Por eso a Blesa se le respetaba tanto.
Blesa jamás habría ocupado el despacho glamuroso de la Torre Kio si su vida no hubiera transcurrido paralela a la de Aznar. Se conocieron a finales de los 70 en una academia de Madrid, donde preparaban la oposición para inspector de Hacienda. Trabaron amistad de inmediato y el destino les llevó de la mano hasta Logroño. Estudiantes brillantes, obtuvieron dos plazas en la capital riojana y allí se instalaron con sus respectivas familias. Hasta vivían en el mismo bloque, en la Gran Vía de la ciudad.
Blesa jamás habría ocupado el despacho de la Torre Kio, si su vida no hubiera transcurrido paralela a la de Aznar
El primero en abandonar Logroño fue Blesa. En 1979 ganó el ascenso a secretario del Gabinete Técnico del Ministerio de Hacienda, en Madrid. Delante del inspector se extendía una alfombra cómoda para hacer carrera en la Administración. Dos años más tarde fue nombrado jefe del Servicio de Tributos. Blesa iba saltando rápido en el escalafón del funcionariado. Pero la inmensa ambición que impregnaba su ADN le pedía más. Máxime, cuando su amigo Aznar empezó a apuntar buenas maneras en la política.
Blesa vivió de cerca el ascenso fulgurante de su compañero de pupitre. En 1987 ya era presidente de Castilla y León, en 1990 se hizo con el liderazgo del PP y 1996 ganó las elecciones generales. Cuando Aznar se instaló en el Palacio de La Moncloa, Blesa llevaba ya tres años sentado en el consejo de Caja Madrid, adonde había llegado gracias a su envidiable agenda de contactos. La victoria electoral de su amigo íntimo le puso en bandeja el cambio de asiento y en 1996 fue nombrado presidente.
La victoria electoral de su amigo íntimo le puso en bandeja la presidencia de Caja Madrid
A Blesa le tocó gestionar una caja enorme -la segunda mayor de España tras La Caixa- en una época de abundancia, A finales de los 90 y principios de los 2000, se fraguó el milagro económico español, impulsado por el sector inmobiliario y financiado por los bancos y –sobre todo- las cajas de ahorros. El crédito emanaba con alegría hacia los promotores y regresaba en forma de dividendos a las arcas de las entidades. Caja Madrid tenía dinero más que de sobra para pagarle el mejor coche blindado a su presidente. También para entregar a consejeros y directivos unas tarjetas de crédito de color negro, cuyos gastos no había que justificar y cuyo rastro contable quedaba oculto hasta a los ojos de las auditoras.
Blesa se convirtió en una suerte de virrey en la capital y dio rienda suelta a sus caprichos más caros a golpe de tarjeta black: cacerías en África, vinos prohibitivos, trajes caros, restaurantes con estrellas y vacaciones en yate. Le encantaba fotografiarse: con una pieza de caza acribillada con un rifle en la sabana; en la cubierta de una embarcación de lujo, con trasiego a bordo de Cohibas y y Dom Pérignon.
Blesa se convirtió en una suerte de virrey en la capital y dio rienda suelta a sus caprichos más caros a golpe de 'tarjeta black'
Paralelamente, Blesa firmaba cheques de Caja Madrid de forma frenética para financiar proyectos empresariales, algunos con sentido, pero otros muchos demasiado arriesgados, como Martinsa, que se convirtió en la mayor inmobiliaria de Europa tras comprar Fadesa y acabó protagonizando el mayor concurso de acreedores de la historia de España. Otras inversiones eran directamente descabelladas. Como la compra de un banco en Florida (City National Bank), un intento de poner una pica al otro lado del mundo: la materialización de un sueño de grandeza que acarrearía un agujero multimillonario para la entidad y que cercenó lo poco que quedaba del espíritu fundacional de la caja de ahorros, cuya razón de ser era la obra social.
Blesa también se convirtió en el banquero de cabecera de Gerardo Díaz Ferrán, empresario de éxito entonces con su imperio turístico Marsans y que llegaría a ocupar la presidencia de la CEOE. Caja Madrid financiaría muchas de las aventuras empresariales de Díaz Ferrán y su socio, Gonzalo Pascual.
El tiempo no tardó en demostrar que la gestión de Miguel Blesa fue una locura. Apenas hubo control de riesgos en la financiación de los proyectos inmobiliarios. Tampoco en la concesión de hipotecas. Las grietas de Caja Madrid, sus cimientos de barro, empezaron a aflorar cuando la crisis se abalanzó sobre la economía española, a partir de 2008.
Con una situación financiera de infarto, sin el apoyo ya del Gobierno (Aznar fue derrotado por Zapatero en 2004), Blesa intentó huir hacia delante inflando –literalmente- los beneficios de la entidad, a costa de no aplicar el tremendo saneamiento que el balance pedía a gritos.
El tiempo no tardó en demostrar que la gestión de Miguel Blesa fue una locura, apenas hubo control de riesgos
Era una cesión que alguien tan ambicioso como Blesa no estaba dispuesto a admitir aunque su decisión fuera irresponsable, hasta el punto de poner en peligro el futuro de la caja. Blesa aguantó el tipo un par de años. Una guerra política en la cúpula de Caja Madrid, con el pulso entre Esperanza Aguirre y Alberto Ruiz Gallardón de trasfondo, se llevó por delante su cargo. En 2010 fue sustituido por Rodrigo Rato.
El ex vicepresidente económico se encontró con una entidad hecha añicos. Y Rato intentó salvarla aplicando la misma receta de Blesa: la huida hacia delante. La fusionó con Bancaja y un grupo de entidades pequeñas, algunas débiles y otras totalmente tóxicas. Aquel engendro financiero, bautizado como Bankia, salió a Bolsa en 2011 ocultando a los inversores su verdadera salud. Una bomba de relojería que acabó explotando en 2012, cuando el Estado la intervino y destituyó a Rato.
Para entonces, Blesa ya era un apestado en la capital. Él era directamente responsable del fiasco de Caja Madrid, el que condenó, en gran medida, a Bankia a la intervención del Estado y, poco después, al rescate europeo del sistema financiero español. Una decisión que exigía enormes contrapartidas al Gobierno de Rajoy en forma de ajustes, cuyos paganos fueron –y aún son- los ciudadanos españoles.
Blesa vivió sus últimos años acosado por la Justicia, atosigado por sus abogados, encadenando declaraciones por sus numerosos frentes judiciales abiertos: desde las tarjetas black al pago de sobresueldos en la caja. El mismo banquero que un día tuvo Madrid en sus pies ni siquiera podía pisar ya el suelo de la capital, para no escuchar los insultos de los viandantes ni sentir miradas despiadadas en el cogote.
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