Todos sabemos que hay abogados y economistas malísimos que deben reparar los perjuicios causados a sus clientes. Pero no faltan los que rizan el rizo y complican innecesariamente las cosas. Según la Audiencia Provincial de Zaragoza, el riesgo que corren los profesionales de la asesoría fiscal no difiere mucho del que soportan los samuráis japoneses, aunque el de los primeros sea involuntario.
Los guerreros españoles de las batallas tributarias y contables pueden ser forzados a hacerse el haraquiri si sus amos –los señores que han contratado sus servicios- sufren la más ligera molestia en caso de que los inspectores de Hacienda fisguen entre sus papeles. Para evitar el trance de la daga recorriendo su abdomen, el asesor debe ser una geisha que se dedique en cuerpo y alma y garantice a su señor la certeza de una despreocupación absoluta. Así lo establece una sentencia dictada por el tribunal cesaraugustano el 21 de abril de 2017, sobre los parámetros que rigen la responsabilidad civil del asesor tributario.
Todos sabemos que hay abogados y economistas malísimos que deben reparar los perjuicios causados a sus clientes
El núcleo de la doctrina de la Audiencia cristaliza en el deber de dicho experto de cumplir “no sólo las obligaciones propias de su actividad profesional de asesoramiento fiscal y confección de las declaraciones [en este caso del IRPF], sino, además, la obligación de todo profesional de prever y evitar cualquier daño que pueda sufrir el cliente”. Obsérvese el potencial expansivo del referido núcleo doctrinal y comprobaremos sin dificultad la transfiguración funcional del experto de marras, que de asesor fiscal pasa a prestar el servicio no remunerado de ángel de la guarda de su cliente.
Los hechos concretos y su marco conceptual
La Audiencia de Zaragoza ha condenado al asesor fiscal y contable de un empresario a indemnizarle por los daños y perjuicios que le ha causado su negligencia profesional (que no se describe en la resolución judicial). Específicamente, el asesor, que percibía por sus servicios una iguala mensual, debe pagar a su cliente la cuantía de la sanción impuesta por la Inspección de Hacienda (aunque tampoco refiere la sentencia la infracción cometida).
Sea como sea, lo importante para un observador neutral es la lógica jurídica que fundamenta la condena, es decir, las obligaciones que, en general, comporta el ejercicio de la profesión de asesor tributario. Es justamente aquí donde un contable con gafas, chaleco y corbata puede mutar, en contra de sus deseos más íntimos, en un samurái de la Era Asuka.
Para empezar, el asesor debe comprobar que los datos y documentos que le ha suministrado su cliente son o no fidedignos. Esto es, el asesor no tiene más remedio que desconfiar de quien le paga y desplegar una labor adicional, la de un hipotético auditor de cuentas designado por el ángel de la guarda de la persona que ha arrendado sus servicios. En otro caso, la confianza mutua entre el cliente y su asesor puede llevar a este último a la ruina en un mundo –el de los negocios de hoy en día- depravado y cruel.
El asesor no tiene más remedio que desconfiar de quien le paga y desplegar una labor adicional, la de un hipotético auditor de cuentas
El asesor es un esclavo de su cliente, el emperador del Japón: su función, es lo que nos dice la Audiencia Provincial, “…comporta que el cliente puede despreocuparse de sus obligaciones en esta materia, en la confianza de que el profesional prestará sus servicios con la diligencia debida”.
Algún listillo objetará que, antes de presentar la declaración, el cliente debe examinar su contenido y, llegado el caso, consultar sus dudas al profesional que la confeccionó. Puede de esta forma incluso verificar de paso la exactitud de los datos facilitados al asesor. Si no actúa de esta forma y la declaración es incorrecta, el juez puede estimar, en buena teoría, una concurrencia de culpas y repartir las responsabilidades pecuniarias entre ambas partes. Pero no.
A la Audiencia de Zaragoza no le gustan los listillos y, en aras de la consabida despreocupación y el festivo desentendimiento de sus obligaciones fiscales que merece el cliente, declara la responsabilidad exclusiva del profesional sobre la totalidad de los daños y perjuicios. Yo compartiría sin ninguna duda dicha interpretación si el cliente fuera un simple particular. Pero, hombre, tratándose de un empresario familiarizado con la documentación de su negocio y legalmente obligado a llevar contabilidad mercantil, ese derecho omnímodo a la siesta y a la despreocupación no casa bien con los gajes de su oficio.
Moraleja para los expertos contables y tributarios: la madurez y la confianza que otorga el tiempo les pueden situar contra el paredón
Para terminar, la guinda del pastel. Según la Audiencia, el “derecho a la despreocupación del cliente” aumenta, de forma paralela al deber de diligencia del profesional, con el transcurso del tiempo y al compás de la duración de la relación contractual (en el caso de autos el asesor y su cliente llevaban unidos veinte años). Moraleja para los expertos contables y tributarios: si los vinos ganan con los años, a ustedes la madurez y la confianza que otorga el tiempo les pueden situar contra el paredón.
La Historia ha refutado mil veces al abogado norteamericano George Graham Vest. El mejor amigo del hombre no es el perro, es el chivo expiatorio.
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