En la web oficial de El Corte Inglés ni siquiera aparece su foto. Basta con echar una ojeada a la galería donde la compañía rinde homenaje a sus presidentes para notar la ausencia de César Rodríguez, el empresario que financió a Ramón Areces para comprar la sastrería que serviría de base al futuro imperio.
Es cierto que las imágenes de Rodríguez escasean. Hay algún retrato suelto en internet. También un antiquísimo retrato de familia impreso en las páginas de la Biografía de El Corte Inglés, del periodista Javier Cuartas, el mejor y más completo relato que se ha escrito sobre el gigante de la distribución. Y poco más.
El rostro de César Rodríguez es tan desconocido como su fulgurante trayectoria. Tiene su prólogo en la humilde aldea asturiana (Llantrales) donde nació, en 1896; y el epílogo en los hoteles con más estrellas de Madrid, donde vivió hasta su muerte, con 84 años.
Entremedias vivió primero la vida dura del emigrante sin nada en los bolsillos; y más tarde, la de un acaudalado hombre de negocios, capaz de construir desde la nada un entramado de participaciones empresariales y propiedades inmobiliarias con domicilio en varios países. Entre ellos, España, donde empezó comprando una tienda para dar trabajo a su sobrino Ramón y acabó financiando un monstruo de la distribución de la talla de Macy’s o Harrods.
El Corte Inglés no existiría sin el tremendo olfato de Ramón Areces y el capital de su tío César Rodríguez. Como fue el segundo quien puso el dinero (275.000 pesetas de 1935), en él recayó la presidencia. Sería el primero de los cinco presidentes que han gobernado El Corte Inglés. Mantuvo el cargo hasta el día de su muerte, en 1966. Lo heredaría Areces, quien se mantuvo al frente también hasta su fallecimiento, en 1989. El trono fue a parar de nuevo a manos de un sobrino, Isidoro Álvarez, junto a Areces el gran artífice de la expansión de El Corte Inglés.
En la historia del grupo aún quedaba espacio para una presidencia heredada más. Dimas Gimeno, sobrino de Álvarez, asumió el liderazgo cuando éste dejó el mundo, en 2014. Sería el último presidente de la saga. Este jueves, el consejo de administración le destituyó de forma fulminante y adoptó una decisión histórica para una empresa con tan potente arraigo familiar: nombró, por primera vez, a un presidente de la casa (Jesús Nuño de la Rosa), pero ajeno a la estirpe de los Areces y los Álvarez.
En la web oficial de El Corte Inglés, Dimas Gimeno aparece ya en el panteón de los presidentes, al lado de Areces y Álvarez, junto al hueco en blanco que nunca ocupó César Rodríguez, “una figura capital en la historia de los grandes almacenes en nuestro país, por más que su recuerdo haya quedado prácticamente borrado con posterioridad a su muerte”, recuerda en su libro Javier Cuartas.
Rodríguez emigró a La Habana con sólo 14 años. Salió del puerto de Santander con más miedo que ilusión, rumbo a un destino ignoto. Más que en otro país, el asturiano desembarcó en otro planeta: la Cuba de principios de siglo, recién independizada, adoptada por Estados Unidos, cuyo protectorado prometía riadas de dólares y un estallido de inversiones financiado por empresarios yankis, que se frotaban las manos pensando en las posibilidades del Caribe.
César Rodríguez tiró de espabilo y se ganó su primer sustento a base de propinas como recadero. Por instinto de empresario, o quizá solo de supervivencia, trabó buenas relaciones con muchos tenderos de La Habana. Hasta que uno de los mayores le contrató, en los Almacenes Encanto. Fue su primera nómina seria y la pista de despegue de su carrera imparable hacia la fortuna.
El Corte Inglés no existiría sin el tremendo olfato de Ramón Areces y el capital de su tío César Rodríguez
En los Almacenes Encanto hacía de todo, era versátil. Y por versátil se entendía barrer con la escoba si el jefe lo requería o recorrerse diez veces el Malecón si había paquetes que repartir. Conoció las tripas del negocio de abajo arriba: la importancia del trato al cliente, el arte del regateo con los proveedores, las columnas clave de los libros de contabilidad. Así fue escalando puestos en los almacenes, hasta convertirse en gerente con derecho a pagas ligadas a los beneficios.
En 1920 ya había dejado muy atrás la identidad de emigrante sin enseres. Ya era Don Cesáreo, un hombre de negocios respetado, que viajaba a menudo a Estados Unidos a negociar mercancía, que invertía en bolsa y que acumulaba en el banco depósitos suficientes para ayudar a la familia que malvivía en España. Por eso se trajo a su primo Pepín Fernández y a su sobrino Ramón Areces. Años más tarde, el primero montaría Galerías Preciados y el segundo El Corte Inglés. Por las arterias de los dos establecimientos, ubicados a escasos metros en el corazón de Madrid, fluía el capital del patriarca.
César Rodríguez financió primero a Fernández, que había regresado antes a España. Más tarde, extendió otro cheque para dar un empujón a Areces. Según cuenta Javier Cuartas en la biografía, fue el propio Pepín, mayor y con más experiencia, quien tramitó en 1935 el traspaso de la Sastrería El Corte Inglés, un local vetusto con raigambre junto a la Puerta del Sol de Madrid.
Cinco años más tarde, Areces inscribió el negocio en el registro como sociedad limitada, con su tío como presidente por ser accionista mayoritario. Los cimientos del milagro empresarial ya estaban clavados. Ramón Areces se encargó de aplicar a El Corte Inglés las recetas que tan bien funcionaban en El Encanto. La estrategia surtió efecto en el Madrid aterido de la Posguerra, en una ciudad donde la iniciativa privada aún vivía aterrada, en un país donde los inversores habían huido y no tenían prisa por regresar.
Con la financiación rebosante del presidente, Areces puso en marcha en 1949 Induyco, la sociedad encargada de aprovisionar de mercancía a un negocio condenado a crecer. En poco más de una década, El Corte Inglés había generado réditos y expectativas suficientes para iniciar la expansión. Rodríguez -que seguía instalado en La Habana- aportó más capital y Areces añadió un edificio aledaño a la vieja sastrería. Más tarde sumó otro. Y luego uno más, nutriendo una cartera de inmuebles llamada a convertirse en el futuro en la mayor de toda España.
Cuando la revolución estalló en Cuba, en 1959, César Rodríguez ya era muy rico y viejo. Tantos años de forcejeos en el mundo de los negocios le habían afilado el olfato lo suficiente como para detectar con antelación que el país caribeño estaba predestinado a la convulsión. Por eso había puesto su fortuna a buen recaudo, en depósitos de bancos con sede en la Vieja Europa, en acciones de multinacionales que ofrecían liquidez como General Motors. Las propiedades inmobiliarias de La Habana, en riesgo de ser confiscadas si Fidel Castro tomaba algún día la capital, eran un activo más, que convivía en un balance abultado, tan grande como la herencia que no tardaría en dejar.
César Rodríguez, que nunca tuvo descendencia, se instaló solo en Madrid en 1960. Vivió de cerca el salto de El Corte Inglés a Barcelona -el primero de los muchos que le quedaba por dar- y gastó sus últimos años en disfrutar de una capital que había despertado del letargo y se abría paso con ansias de progreso. Cuenta Javier Cuartas en su libro que el empresario seguía pasando cada mañana por los grandes almacenes, a veces de incógnito, para ver la desenvoltura de los empleados y en el bullicio de la clientela en los días de descuentos. Como en los días lejanos de La Habana, donde empezó a armar un patrimonio predestinado a acabar en manos del sobrino con quien compartió andanzas en Cuba.
Rodríguez murió en 1966. Dejó una fortuna inmensa, encabezada por la participación de control en El Corte Inglés y aderezada con acciones en otras empresas y propiedades inmobiliarias. La herencia recayó en su familia, principalmente en Areces, el encargado de seguir engordando El Corte Inglés, el conglomerado empresarial que esta semana ha nombrado a su quinto presidente. El primero sigue sin merecer un hueco en las fotos.
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