Son muchas las ocasiones en las que el sector del motor ha tratado de dar por finiquitada la crisis del diésel. Y otras tantas las que la constante revelación de escándalos relacionados evidencia que la herida sigue supurando casi tres años después del estallido del caso. La detención este lunes del presidente de Audi, Rupert Stadler, ha sido la última prueba de que el dieselgate sigue nublando las perspectivas de toda la industria del motor en Alemania.
La reacción del mercado este mismo lunes es elocuente del descrédito del sector a ojos de los inversores. Las acciones Volkswagen, matriz de Audi, retrocedieron más de un 3%, y Porsche -principal accionista de Volkswagen- sufrió un castigo del 1,7%. Tampoco escaparon al castigo BMW y Daimler, con recortes en el entorno del 1%, que les situaron entre los peores valores del sector a nivel europeo.
Este revés supone, en cualquier caso, una nueva vuelca de tuerca al mal tono de los fabricantes germanos de coches, que se mueven en todos los casos alrededor de sus niveles más bajos del año, prolongando una agonía que les ha llevado ya a perder 55.979 millones de euros de valor bursátil en los últimos tres años.
Lo cierto es que hasta la fecha, el escándalo del diésel tiene en Volkswagen a su protagonista principal. No en vano, fue la compañía que dio origen a la tormenta, al confesar en septiembre de 2015 que había manipulado las emisiones de sus motores diésel en Estados Unidos. El caso ya le ha costado más de 20.000 millones de euros en multas en el gigantes estadounidense y aunque en Europa, hasta la fecha, no ha recibido ningún varapalo judicial, una reciente sanción administrativa por parte de la fiscalía de Braunschweig, por valor de 1.000 millones de euros, ha recordado los riesgos a los que aún se enfrenta el grupo. Además, las investigaciones en torno a Audi abren un nuevo frente de consecuencias difíciles de calcular para el grupo.
El descrédito del diésel obliga al sector a inversiones millonarias en tecnología y pone en juego su posición de liderazgo
Así, no es de extrañar que Volkswagen haya sido el valor más golpeado sobre el parqué desde entonces, con caídas que superan el 25% y se traducen en una pérdida de valor en bolsa superior a los 21.000 millones. Y su principal accionista, Porsche, también ha visto esfumarse casi un 20% de su capitalización.
Pero el impacto del escándalo no ha quedado restringido, ni mucho menos, a la compañía con sede en Wolfsburgo y sus filiales. También BMW y Daimler se han visto salpicadas, en mayor o menor medida, por la sombra de la sospecha. De hecho, el fabricante de Mercedes se ha visto obligada recientemente a llamar a revisión 774.000 vehículos en toda Europa para corregir el funcionamiento de un software que falseaba las emisiones de gases nocivos en sus motores diésel. De este modo, las pérdidas de BMW en los últimos tres años se aproximan al 15%, mientras que las de Daimler rozan el 25%.
Estos sonoros tropiezos sobre el parqué contrastan con la positiva evolución de sus respectivos negocios. Los cuatro gigantes germanos del motor cotizados han aumentado más de un 11% el volumen de vehículos vendidos entre 2014 y 2017 y su facturación conjunta se ha incrementado por encima del 18%, en un entorno de fuerte crecimiento del sector en Estados Unidos, Europa y Asia.
Sin embargo, las inquietudes de los inversores van mucho más allá de la situación actual. Y no tanto por las multas y sanciones que puedan derivarse del dieselgate, sino por las implicaciones que puede tener la crisis del diésel en un momento tan crucial para la industria como el actual. El sector del motor está inmerso en una transición esencial para adaptarse al transporte del futuro, en el que la electrificación y la conducción autónoma se perfilan como básicas. El salto a este nuevo modelo requiere inversiones de calado cuya rentabilidad a corto plazo resulta bastante incierta.
Hasta ahora, los fabricantes alemanes, confiados en su superioridad en la tecnología del diésel han mantenido una apuesta poco decidida por estas nuevas tendencias. Pero la pérdida de pujanza del diésel a raíz de los escándalos recientes y las restricciones a su uso en las grandes ciudades ha supuesto un revés que ha obligado a lanzarse de forma acelerada para tratar de adaptarse al vehículo del futuro, en el que el predominio de los fabricantes alemanes está en juego, ante la irrupción de nuevos operadores, especializados en la tecnología eléctrica.
En medio de esa incertidumbre, la noticia de que Bosch ha desarrollado una innovación que permite rebajar las emisiones de gases nocivos de los motores diésel ha alimentado en las últimas semanas las esperanzas de que esta tecnología aún tenga un papel relevante que jugar en el sector, al menos hasta que se produzca el despegue del vehículo eléctrico. Este escenario sería favorable, a priori, a los intereses de los fabricantes alemanes, que han reclamado una regulación menos estricta para los motores diésel. Sin embargo, el cúmulo de escándalos que sigue rodeando a estos motores dificulta que su aceptación pueda ir en aumento en el corto plazo.
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