En el verano de 2012, el entonces ministro de Hacienda Cristóbal Montoro justificó la inminente subida del impuesto que en ese momento tocaba con esta “perla” irrefutable de la lógica tributaria: “Si se pagara el IVA que hay que pagar, no habría que subirlo”. Obviamente, los efectos de la filosofía cartesiana de Montoro pueden extenderse a cualquier otra figura impositiva, como el IRPF o el Impuesto sobre Sociedades. Frases como la citada dejan en ropa interior a los hijos de Perogrullo que las pronuncian. Revelan la facilidad que suelen tener los responsables de las cuentas públicas para escurrir el bulto y rechazar las deficiencias de su gestión. También demuestran su ignorancia supina de lo que la doctrina constitucional entiende por justicia tributaria, a propósito de la buena o mala gestión administrativa de los impuestos (STC 50/1995, fj 6º).
Pero todo ello no impide que la ciudadanía detecte los graves perjuicios ocasionados al interés general que, con esas o parecidas palabras, intentan ocultar los encargados de su administración. Su complacencia o ineptitud para derrotar al fraude son una agresión al principio de equidad ya que la incompetencia de esos políticos la acaban pagando los contribuyentes respetuosos de la legalidad. En nuestro país es una costumbre inveterada que los incrementos de las cargas tributarias vayan dirigidos a los ciudadanos que, de grado o porque no les queda más remedio, obedecen las normas fiscales.
Su complacencia o ineptitud para derrotar al fraude son una agresión al principio de equidad
Aunque de manera implícita –sin la verborrea y la charlatanería habituales de Montoro-, el Gobierno de Pedro Sánchez parece que está dispuesto a imitar sus errores. Poco antes de lograr su investidura, el hoy presidente había manifestado su intención de aumentar, hasta el 52%, el tipo de gravamen máximo del IRPF a las rentas superiores a 150.000 euros anuales, lo que perjudicaría a unos 70.000 contribuyentes. Vaya por delante que, ni en el Palacio de la Moncloa ni en la Carrera de San Jerónimo, se puede determinar con exactitud la escala de gravamen del IRPF. Éste es un tributo compartido a medias entre el Estado central y las Comunidades Autónomas, que tienen competencias plenas sobre “sus” tipos impositivos. Supongo que, con su propuesta, Sánchez deseaba transmitir a la opinión pública su inclinación a subir los puntos porcentuales suficientes del tipo marginal máximo del IRPF estatal, para que, junto con el marginal máximo aprobado por algunas Comunidades, como Cataluña, se aplicara el tipo conjunto del 52% sobre las rentas más altas (las que sobrepasaran la cuantía mencionada de 150.000 euros).
Una vez instalado en el Gobierno, el PSOE abrió conversaciones con Podemos para alcanzar una serie de acuerdos de política fiscal, a incluir en los PGE de 2019. Sánchez quiere presentarlos en el Congreso durante el próximo mes de noviembre y conseguir su aprobación parlamentaria en febrero del próximo año. La formación morada proponía aplicar el citado porcentaje del 52% a las rentas que excedieran la cantidad de 60.000 euros anuales, lo que afectaría a unos 600.000 contribuyentes. El plan de la organización que dirige Pablo Iglesias también incluía un aumento de los tipos aplicables a la base del ahorro (rendimientos del capital mobiliario y ganancias patrimoniales). En su turno de réplica, la Ministra de Hacienda, María Jesús Montero, limitó su contraataque a la posibilidad de incrementar el tipo de gravamen a las rentas de la base general superiores a 120.000 euros anuales. Finalmente, según las noticias relativas al pacto suscrito esta misma mañana por Sánchez e Iglesias, la subida del IRPF afectará a las rentas superiores a 130.000 euros.
Mal asunto. A pesar de que las rentas inferiores a 130.000 euros anuales no resultan afectadas. La recaudación del IRPF la sostienen, desde sus primeros pasos en 1979 y de manera abrumadora, los asalariados de clase media y los directivos –igualmente asalariados- de las mejores empresas. Por la parte de abajo, los individuos con pocos ingresos sufren las cargas sobre el consumo, especialmente el IVA, pero apenas aportan recursos a los tributos personales, como el IRPF. Y, por la parte de arriba, los ricos de verdad son invisibles para la Hacienda Pública porque tienen a su disposición estructuras más o menos complejas que facilitan su elusión fiscal (las denominadas “economías de opción”) o, directamente, porque cortan el nudo gordiano de los impuestos –con la ayuda de países especializados en “offshoring”- y convierten en realidad sus intenciones de ocultación y defraudación fiscal.
Siempre se juntan el hambre y las ganas de comer. A las zancadillas que les ponen a las Administraciones Públicas los “tax haven”, con toda su parafernalia de testaferros y lavanderías de dinero, se une la falta de los medios necesarios para que dichas instituciones puedan investigar, no de forma extensiva como hasta ahora sino en detalle y con mayor profundidad, a los perceptores de rendimientos no sometidos a retención a cuenta por sus pagadores.
Los ricos de verdad son invisibles para Hacienda, porque tienen a su disposición estructuras que facilitan su elusión fiscal
Los dos problemas son los cabos opuestos de una relación causa-efecto. La masa incalculable de la economía sumergida en España es responsable, en no pequeña medida, del déficit de recursos humanos y materiales necesarios para hacer realidad la antigua mentira piadosa, ustedes la recordarán: “Hacienda somos todos”. El Tesoro Público no da más de sí porque está encerrado en un círculo vicioso. Sólo podremos hablar de un sistema tributario justo cuando la mayoría de los delincuentes fiscales lean a los místicos del Siglo de Oro en una celda con rejas de hierro. Y cuando a los miles de abogados, médicos y fontaneros, por no mencionar a los dueños de clubes de alterne, afiliados a la Economía B al fin se les caiga la cara de vergüenza por permitir que el sostenimiento de las escuelas y hospitales públicos dependa, casi en exclusiva, de los trabajadores identificados en una nómina o adscritos a una plantilla privada o a un organismo público.
La anemia del erario español no estriba en la mayor o menor elevación de los tipos de gravamen (que a menudo son sólo entes nominales, y siempre y necesariamente un factor de segundo orden), sino en la estrechez de las bases tributarias (que delimitan el terreno donde se juega la victoria o la derrota el principio de efectividad fiscal). Aquí el término efectividad coincide con el valor de la justicia tributaria que exige el artículo 31 de la Constitución. Se trata, no de un ideal evangélico, sino de un mandato jurídico-político del más alto nivel que, aún olvidándonos de una inexistente perfección aritmética, obliga a todos los ciudadanos y, muy especialmente, a las Administraciones Públicas concernidas.
Una condición imprescindible para lograr la justicia tributaria es el vigor, en la gestión de los impuestos, del principio de generalidad
Sin embargo, parece que a la Agencia Tributaria le cuesta más de lo que ingresa obtener una copia de la pócima de Panoramix. Sus propias estadísticas prueban el atentado al derecho a la justicia tributaria que se produciría si el Gobierno consiguiera aumentar los tipos marginales máximos del IRPF. Por ejemplo, en la información publicada por la Agencia Tributaria sobre la liquidación del IRPF del período 2014, se constata que, mientras el rendimiento neto medio correspondiente al trabajo personal importó la cantidad de 18.873 euros anuales, el rendimiento neto medio devengado por el ejercicio de actividades económicas (empresarios o profesionales) se quedó en la ridícula cifra de 9.591 euros al año.
Las cifras anteriores no se compadecen siquiera con la lógica más infantil: nadie con ánimo de lucro y con la asunción de un riesgo patrimonial se conformaría con la obtención de una renta neta inferior en un 50% a la que cobra un trabajador dependiente, asalariado y que no arriesga sus bienes en caso de que la empresa (privada) que le paga el sueldo cometa locuras o si los jefes de la empresa (pública) son adictos a esa droga que es la desviación de poder. 2014 no fue un año aislado. En todas las estadísticas tributarias oficiales, año tras año, los empleados ganan el doble que los empresarios que los contratan. Esa singularidad tan exótica se debe sin ninguna duda a la existencia de dos factores: la falta del suficiente control administrativo sobre los empresarios y profesionales de nuestro país, y la aplicación legal, a numerosas actividades empresariales, de métodos de cálculo del rendimiento neto ajenos a la verdad. Para llegar a la verdad se necesita el método de estimación directa. En cambio, para contar mentirijillas fiscales basta la utilización de determinados signos, índices o módulos (estimación objetiva).
Una condición imprescindible para lograr la justicia tributaria es el vigor, en la gestión de los impuestos, del principio de generalidad. Según dicho principio, el Estado debe disponer de la potestad real de someter a “una” modalidad determinada de imposición a todos los contribuyentes que reúnan las mismas o similares circunstancias. El principio de generalidad es ajeno a cualquier automatismo y no obliga a los ciudadanos a vestir el mismo uniforme fiscal.
La otra pata de la justicia tributaria es la progresividad. Además, por razones convincentes de política fiscal, el legislador puede (y a menudo debe) introducir en la regulación de un tributo algunas discriminaciones, ya sea en el campo de las exenciones, de los tipos de gravamen o de las deducciones de la cuota. Por ejemplo, con el objetivo de disuadir conductas nocivas para el interés general y sin una finalidad recaudatoria directa, el Estado debe gravar la emisión de sustancias que contaminan el medio ambiente o el consumo individual de productos tóxicos que incrementan los costes del sistema público de salud. Asimismo, el legislador puede reducir los tipos de gravamen de algunas rentas, en función de la mayor elasticidad de los factores económicos beneficiados, como el capital financiero en un mercado global, o simplemente por razones de interés general. Es el caso de los estímulos a las inversiones exteriores, como la suscripción por no residentes de títulos de la Deuda Pública española, con exoneración de los rendimientos que produzcan. Pero, con independencia de que el Estado establezca o no excepciones a la regla general, lo importante es que lo haga por su real majestad. Las excepciones involuntarias acreditan la debilidad del poder público.
Francis Fukuyama (La construcción del Estado, 2004) distingue los conceptos de “alcance” y “fuerza”. Por “alcance”, según Fukuyama, debe entenderse la serie de objetivos y funciones que asumen los gobiernos. Estaríamos aquí en el mundo de las ideas políticas, lo que permite hablar de gobiernos liberales o socialdemócratas, por ejemplo. Por el contrario, el carácter de la “fuerza” es eminentemente material. Dicho concepto alude al poder y la capacidad de los Estados para elaborar programas políticos y aplicar las leyes con rigor y transparencia. Pedro Sánchez es un hombre de una imaginación política exuberante, quizás el rey español de los “alcances”. Pero es también un político muy débil –sin “fuerza”- para ejecutar sus propuestas, para traducir sus palabras en hechos reales apoderados por la fuerza de la convicción ideológica.
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