Solo hay una cosa cierta en torno a las pensiones en España: es preciso hacer algo para que el progresivo envejecimiento de la población, sumado a los últimos incrementos en la cuantía de las prestaciones, no haga estallar las costuras del sistema y sitúe al Estado al borde del abismo financiero.
A partir de ahí todo son debates y conjeturas, más o menos fiables. Y una que cada vez cobra más fuerza es la posible intervención de la UE para decir a España basta. Porque si bien el incremento del gasto consignado en el último Plan Presupuestario es cuantificable, las dudas sobre la capacidad de España para generar los ingresos adicionales que lo compensen son muy serias en Bruselas.
Se vislumbra, por tanto, una posible llamada al ajuste de las pensiones. Esto no quiere decir necesariamente que España tendrá que bajarlas en un futuro. Todo apunta más bien a que habría que modular las pensiones de entrada al sistema para que lo que se conoce como tasa de reposición (la proporción del último salario que supone la primera pensión) no sea tan generosa como la actual, que de media supera el 80%. A partir de ahí, podrían aplicarse subidas con el IPC para no perder poder adquisitivo.
Este escenario se contempla incluso en el propio Gobierno e implicaría buscar en los próximos años la forma de hacerlo, sustituyendo lo que hasta ahora era el mecanismo disponible para llevar a cabo dicha modulación: el factor de sostenibilidad.
Este mecanismo automático introducido por la reforma de las pensiones de 2013, y en el que se tenía en cuenta la esperanza de vida de cada momento para determinar la tasa de reposición posible, previsiblemente no acabara de entrar en vigor después de que el pacto en pensiones entre el Gobierno de Mariano Rajoy y el PNV lo retrasara desde 2019 a 2023.
Aquel factor de sostenibilidad estaba llamado a aplicar una primera moderación de las nuevas pensiones del 0,4% ya el primer año. Un ajuste, eso sí, lineal.
Sin embargo, hay un debate de fondo que muy probablemente saldrá de la cueva en próximos años, como ya se ha encargado de hacer tímidamente la OCDE. Es el siguiente: si las rentas altas tienen una mayor esperanza de vida ¿no tendrían que aportar más al sistema? Y este argumento cabe tanto para plantear mayores cotizaciones a las rentas más altas, como para someterlas a un mayor ajuste llegado el caso.
Es cierto que, de alguna manera, esto ya ocurre. De un lado, las rentas más altas soportan las bases máximas de cotización, que se han ido incrementando paulatinamente en los últimos años, sin que en paralelo lo hayan hecho las pensiones máximas, lo que hace que el esfuerzo soportado por los que más tienen esté siendo proporcionalmente superior. Además, en estos casos, en tanto que la pensión máxima está topada, la tasa de reposición no suele llegar al 80% para los más ricos.
Más aún, si el Gobierno acaba acometiendo una subida de las bases máximas de entre el 10% y el 12% en 2019, como planteó a la Autoridad Independiente de Responsabilidad Fiscal (AIReF), este efecto se acentuaría. Porque si lo que se pretende es obtener mayores ingresos adicionales para pagar las pensiones no parece razonable que, en paralelo, subieran las pensiones máximas en igual cuantía.
Sin embargo, el quiz de la cuestión estriba más en la esperanza de vida y su relación con el nivel de renta. A saber: las rentas altas gozan de mejores condiciones de vida y suelen vivir más tiempo, con lo que consumen su pensión durante más años. Esto implica que, para algunos expertos, no tenga sentido aplicar ciertas normas o principios a todos por igual.
Dicho de otro modo, si se quiere que el sistema público de pensiones siga siendo contributivo, que cada uno consuma en función de lo que aporte; y si la perspectiva es de un mayor consumo de pensión, entonces la aportación debe ser superior.
¿Cómo se logra ese equilibrio?
El último en poner este debate sobre la mesa, aunque tímidamente aún, ha sido el jefe de la Unidad de Pensiones de Capitalización de la OCDE, Pablo Antolín, quien en unas jornadas sobre pensiones organizadas por Cinco Días e Ibercaja esta semana, hablaba de futuros ajustes de pensiones, pero de la necesidad de, llegado el caso, contemplar la diversidad de casuísticas que afectan a la esperanza de vida.
Para Antolín, la esperanza de vida de una sociedad es algo "básico" a la hora de diseñar su sistema público de pensiones. De hecho, la OCDE recomienda seguir ligando la edad legal de jubilación a la esperanza de vida, en línea con lo que hizo la reforma de las pensiones de 2011, que la elevó de los 65 a los 67 años.
Sin embargo, Antolín planteaba que "no es lo mismo empezar a trabajar a los 18 años que a los 23 años, ni tener un nivel de renta bajo o alto", porque estos, los que trabajan menos tiempo o tienen mejores condiciones de vida, suelen vivir más años y, por ello, consumir pensiones durante más tiempo.
Y en ese sentido, si el problema del sistema de pensiones es que lo que se aporta durante la carrera laboral cada vez es más insuficiente para cubrir unas pensiones que se cobran durante más tiempo, ¿no deberían soportar un mayor ajuste las rentas más altas?
Esto, llevado al terreno español, significa que la tasa de reposición --el porcentaje del último salario que cubre la primera pensión-- podría ser mayor para las rentas más bajas, o dicho de otro modo, podría ser inferior para las más altas.
Sobre el efecto que habría tenido el factor de sostenibilidad con su actual formulación, Antolín se explicaba: "Los mecanismos automáticos funcionan, pero las rentas bajas no tienen que ajustar igual que las medias o las altas".
El debate silencioso en España
A nivel nacional hay quien ya la ha planteado esta cuestión, aunque partiendo, no de posibles ajustes, sino del necesario refuerzo de la contributividad del sistema. De entre ellos, uno de los más insistentes es el responsable de Protección Social de CCOO, Carlos Bravo, uno de los expertos más respetados en el seno del Pacto de Toledo.
Bravo ha planteado en más de una ocasión que está bien ahondar en el criterio de contributividad, pero introduciendo lo que llama "solidaridad interpersonal”.
Esto implica, no solo que el que más tiene debe aportar más tocando las bases máximas de cotización. Además, asegura que informes nacionales e internacionales muestran que mayores niveles de estudios están vinculados a mejores rentas y éstas, a su vez, a mayor esperanza de vida para los pensionistas.
Para apuntalar este argumento, Bravo ha recurrido en más de una ocasión a informes que datan de 2015 en el que se muestra que la diferencia entre nacer en un barrio u otro de Madrid puede suponer una diferencia de esperanza de vida de hasta 7 años.
Asimismo, el departamento de Salud del Gobierno Vasco realizó un trabajo sobre titulado Desigualdades sociales en la esperanza de vida en Euskadi. Magnitud y cambio 1996-2006, que tenía como referencia los niveles de estudios a los 30 años. Pues bien, a los 65 años, la brecha en la esperanza de vida alcanzaba los 2,1 años para las mujeres y de 2,3 años para los hombres, en ambos casos a favor de los más instruidos.
La experiencia de CCOO
El sindicato CCOO también realizó su propia estimación a partir de la Muestra Continua de Vidas Laborales del INE, tomando como referencia las prestaciones de jubilación y viudedad cobradas en 2015.
La conclusión fue que quienes perciben la pensión máxima (y por tanto tuvieron mejores rentas) tienen una esperanza de vida de unos 3,7 años más, en el caso de los hombres, y de 0,4, en el de las mujeres, que quienes acceden a la pensión mínima.
La pregunta entonces es cómo manejar esta información. El sindicato mandó hace un año y medio una propuesta al Pacto de Toledo que solo ahora parece tener eco en el Gobierno del PSOE. Y tenía que ver, con la subida de las bases máximas de cotización.
En su documento, planteaba que un destope total, aunque progresivo en cinco años, de las bases máximas de cotización, podría aportar 8.626 millones de euros adicionales a las arcas de la Seguridad Social –algo menos de la mitad del déficit actual del sistema–. Junto a un compendio de medidas, algunas de ellas ya adoptadas, la cifra de corrección podría ascender a 72.000 millones –el 6,3% del PIB–.
Además, el sindicato señalaba que, desde el año 2004, las sucesivas subidas del salario mínimo interprofesional (SMI), al que se vincula la evolución de las bases mínimas de cotización, habían hecho que éstas crecieran a un ritmo mayor que la progresión de las bases máximas. Éstas últimas solo subieron un 5% en 2013 y 2014 y un 3% en 2017, sin incremento en paralelo de las pensiones máximas. No obstante, el repunte en 2018 fue del 4% y se prepara una nueva subida en 2019 que alcanzará la friolera del 22%.
En cambio, las revisiones de las bases máximas habían aportado, por ejemplo, 700 millones de euros adicionales a la Seguridad Social en 2013, 1.524 millones en 2014, 1.540 millones en 2015.
En resumen, la diferente evolución de las bases ha hecho que los hogares más pobres consuman un 14,2% de su renta disponible en cotizaciones, frente al 6,5% de los más ricos, según dicho informe de CCOO.
No es de extrañar, por tanto, que el PSOE --la actual ministra de Trabajo, Magdalena Valerio, llegó al Gobierno con las cuentas de un posible destope de bases hechas-- haya planteado una subida de bases máximas de hasta dos dígitos en un año en el que las mínimas subirán más de un 22%.
Sin embargo, si estas medidas no son suficientes y es preciso hacer ajustes en las cuantías, es muy posible que el debate sobre quién aporta qué en función de su particular esperanza de vida vuelva a estar sobre la mesa.
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