Hubo un tiempo, no tan lejano, en el que la minería generaba tanto empleo en España como Inditex. Al arrancar la década de los 90, el sector daba trabajo a más de 44.000 personas. Lo que significa que había casi tantas familias viviendo de la extracción de minerales como ocupados tiene en nómina hoy Amancio Ortega en nuestro país.
Corrían mejores fechas para el carbón, un gran regalo de Reyes para los miles de hogares que vivían de él. Había permitido sobrevivir a otros muchos durante dos siglos, desde los orígenes penosos en Asturias a la larga agonía final, de la que aún quedan por escribir las últimas páginas.
La extracción de antracita, hulla y lignito apenas emplea hoy directamente a menos de 3.000 personas. Según el último balance del Ministerio para la Transición Ecológica, en España hay 2.087 explotaciones mineras en producción, que dan trabajo a 29.250 personas. Pero sólo 2.687 empleos corresponden a la extracción de minerales energéticos. La gran mayoría (22.395) extrae minerales industriales, ornamentales o productos de cantera. El resto (4.439) trabaja con minerales metálicos.
El declive ofrece otras cifras. Un estudio reciente del Instituto Internacional de Derecho y Medio Ambiente recuerda que la industria carbonífera en España ha pasado de extraer más de 30 millones de toneladas en 1993 a menos de tres millones el año pasado. El valor de la producción asciende hoy a 83 millones de euros, que representan un 2,9% de la facturación de todo el sector minero y un 0,007% del PIB nacional.
Las nóminas de los pocos mineros supervivientes tienen los días contados. Sus puestos están condenados a la extinción en 2020, cuando entrarán en vigor las nuevas exigencias medio ambientales de la UE.
Con el cierre la última mina de carbón español –tan contaminante como ruinoso-, concluirá un capítulo importante de la industria en España. Merecido, puesto que el mineral hoy denostado fue durante décadas la principal fuente energética del país.
La industria tuvo su apogeo en dos fases distintas, ambas en el siglo XX. Aunque la aventura de buscar el mineral negro bajo la tierra arrancó mucho antes. La publicación especializada Minas de Asturias recuerda que la primera licencia de excavación la otorgó Felipe II. Quedó constancia por escrito del beneficiario, la fecha y el lugar: el 11 de septiembre de 1593, el fraile Agustín Montero obtuvo permiso para sacar carbón en el subsuelo de Arnao, en el concejo asturiano de Castrillón.
El hito es meramente simbólico, porque las minas no empezaron a explotarse comercialmente hasta el siglo XIX. Hasta entonces, el poco carbón que se extraía se utilizaba como fuente de calor en las casas y, como mucho, en las herrerías.
Las primeras cuencas mineras brotaron a partir de 1770 en los valles asturianos del Nalón y del Caudal. El carbón estaba llamado a convertirse en el combustible de la Revolución Industrial. Pronto quedó demostrado en países como Reino Unido y Alemania, que lideraron un proceso histórico con profundas consecuencias económicas, sociales y demográficas. El carbón alimentó las fábricas siderúrgicas y metalúrgicas, y los motores de los primeros trenes de vapor.
La Revolución Industrial llegó a España con décadas de retraso. Sirva de ejemplo un hito: la primera línea de tren no se inauguró hasta 1848, entre Barcelona y Mataró. Otros países habían hecho los deberes mucho antes. Por ejemplo, las muy industrializadas Liverpool y Manchester llevaban casi dos décadas conectadas por una línea ferroviaria.
Al calor de las perspectivas de negocio de la siderurgia y el transporte ferroviario, decenas de emprendedores se lanzaron en España a la aventura de buscar carbón. Sobre todo en Asturias, pero también en otras comarcas premiadas con el mineral, como León, Palencia o Ciudad Real.
El sector ya tenía una normativa oficial, la Ley General de Minas (fechada en 1825, durante el reinado de Fernando VII). Diez años más tarde se inauguró la primera Escuela de Ingenieros de Minas en Madrid.
El negocio avanzaba a buen ritmo, pero su facturación y sus beneficios estaban a años luz de la competencia extranjera, sobre todo la inglesa. Y es que el carbón español tenía tres puntos débiles que los rivales no tardaron en detectar. Uno: el mineral ofrecía peor calidad. Dos: era mucho más difícil y costoso de extraer, en comparación con explotaciones como la británicas a cielo abierto. Y tres: la industria en los países competidores estaba mucho más avanzada en términos técnicos y organizativos.
El sector en España estaba muy atomizado y con poca capacidad para invertir en maquinaria. Por eso, el desembarco del carbón inglés en las fábricas siderúrgicas dejó tiritando la industria minera nacional. Y puso en pie de guerra a los mineros, acostumbrados desde siempre a sueldos raquíticos e indescriptibles condiciones de trabajo. De hecho, si el carbón asturiano o el leonés tenía alguna ventaja competitiva eran sus mínimos costes laborales.
“La presión de los mineros asturianos, argumentando que la causa de la falta de competitividad del carbón pasaba principalmente por el atraso de las infraestructuras -especialmente en lo relativo al transporte y la ineficiente gestión por parte del Estado de las extracciones de carbón- terminó por cuajar en una importante protección arancelaria al carbón”, explica un detallado estudio publicado por la Universidad Pontificia de Comillas en 2015 y titulado El sector de la minería en España. “Esta medida se prolongaría durante casi 50 años, desde 1877 hasta 1925 y produjo un encarecimiento de entre el 10% y el 20% del carbón británico”, añade el informe, elaborado por Ignacio Fernández Mateo.
Los aranceles y, sobre todo, el devenir histórico dieron un balón de oxígeno a las minas. La industria nacional vivió sus primeros años dorados durante la Primera Guerra Mundial. El carbón español ocupó parte del inmenso hueco que dejaron en el mercado Inglaterra y Alemania, fuera de juego por la contienda. El descenso de la oferta estiró los precios, lo que elevó el beneficio de la mayoría de las explotaciones y convirtió en rentables yacimientos que eran ruinosos.
La buena racha fue una suerte de espejismo. Tras el parón de la guerra, el carbón inglés regresó al mercado europeo, presionando de nuevo a la baja los precios. Al sector le quedaba por delante otra temporada de vacas flacas que concluiría tras la Guerra Civil española.
Aislada del resto del continente –condenado a la Segunda Guerra Mundial- y asolada tras el conflicto fratricida, España se sumergió en una forzosa autarquía. El carbón era la única fuente energética autóctona. Por eso Franco la convirtió en fuerza motriz de toda la industria.
“Los sucesivos gobiernos franquistas trataron de estimular la producción mediante la concesión de toda clase de ventajas a las empresas mineras. Se militarizó el personal de las minas, se amplió la jornada laboral y se establecieron dos o tres horas sin paga para ayudar a la recuperación de la posguerra”, relata Minas de Asturias en un amplio artículo sobre la industria en la región.
El nuevo boom estaba sustentado artificialmente por el dinero público. Y, por tanto, condenado al pinchazo cuando el Estado cerrara el grifo. Durante casi dos décadas, la dictadura franquista mantuvo con ayudas al sector, que llegó a emplear a 50.000 personas. Hasta que el régimen autárquico se tornó insoportable. Franco no tuvo más remedio que ceder el paso a economistas como Juan Sardá y Enrique Fuentes Quintana, aperturistas y decididos a adoptar soluciones de corte liberal.
Ambos lideraron el Plan de Estabilización de 1959, que puso patas arriba –para bien- la economía nacional. España se abrió al mundo en muchos sentidos. Entró el capital extranjero, regresó el carbón foráneo y, sobre todo, comenzó a fluir con fuerza el petróleo.
El crudo no tardaría en alzarse como el principal recurso energético de la segunda mitad del siglo XX. El impacto en el sector minero fue tremendo. Con muchas explotaciones quebradas -o a punto de hacerlo-, y temeroso de un gran estallido social en las comarcas más dependientes, el Gobierno franquista acabó nacionalizando las minas.
El rescate lo llevó a cabo el Instituto Nacional de Industria, un mastodóntico conglomerado del que pendían todas las empresas públicas. El INI, precursor de la actual Sepi, absorbió directamente las acciones en poder de ocho mayores compañías extractoras: Duro Felguera; Hullera Española, Fábrica de Mieres; Carbones Asturianos; Industrial Asturiana Santa Bárbara; Compañía de Carbones, Industria y Navegación; Compañía Industrial Minero Astur y Nueva Montaña Quijano.
La operación dio lugar a Hunosa (Hulleras del Norte S.A.). El plan de salvamento se extendería hasta 1970, con la absorción de otras ocho empresas más: Hulleras de Veguín y Olloniego, Hulleras del Turón, Carbones La Nueva, Nespral, Tres Amigos, Minera de Langreo y Siero, Carbones de Langreo, Coto del Musel y Minas de Riosa.
Hunosa había nacido con el aciago sino de ofrecer pérdidas de por vida. También con la misión de encauzar el cierre ordenado de las explotaciones. Y fue haciéndolo a medida que avanzaban los años y las exigencias comunitarias y medio ambientales. La entrada de España en la Comunidad Económica Europea en 1985 activó la cuenta atrás definitiva del cierre. Integrarse en aquel ente -precursor de la actual UE- implicaba renunciar poco a poco a las ayudas nacionales y respetar las decisiones comunitarias en materia de energía y medio ambiente. La última que impactaba de lleno al sector minero fue aprobada en 2010 y fijaba 2018 como fecha límite para clausurar las minas no competitivas.
El desmantelamiento se aceleró. Al concluir 2017, sólo quedaban abiertas 12 explotaciones de carbón: ocho en Asturias, dos en Castilla y León, y otras dos en Aragón. A mediados de los 90, operaban 146 yacimientos; los mismos que daban tanto trabajo como Inditex, y que hoy forman parte inerte del paisaje y de la historia.
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