Su padre no quería que se dedicara a la agricultura y acabó produciendo el mejor vino del mundo. Era el sino de Carlos Moro, el padre de Matarromera, un vallisoletano que vivió varias vidas hasta encontrar la de bodeguero. Fue esta última la que le hizo realmente feliz. Y la que le llevó al éxito: en 1995, la primera añada de Matarromera, cosechada un año antes, se llevó la Gran Medalla de Oro en la International Wine Competition.
Nueve años más tarde, el mismo caldo acabaría llenando las copas de los 1.200 invitados a la boda de Felipe de Borbón y Letizia Ortiz. Reyes, príncipes, jefes de Estado y un sinfín de personalidades con sangre roja y azul degustaron el vino que soñó un día Carlos Moro, cuando ni siquiera era bodeguero.
“Provengo de una saga de agricultores que han cultivado viñas y bodegas durante siglos en la provincia de Valladolid. Alguien podría decir que, dados estos precedentes, estaba predestinado a convertirme yo mismo en viticultor, pero lo cierto es que durante una parte de mi vida la cosa no estuvo tan clara”, confiesa Moro en su autobiografía Pasión por la tierra, pasión por la empresa, recién publicada por Deusto.
Moro nació en Valladolid en 1953. Mamó desde pequeño el amor por el terruño, transmitido de generación en generación por una familia con larga tradición bodeguera. Las tierras de los Moro estaban en el entorno de Valbuena de Duero, llamado a convertirse en epicentro de la futura Milla de Oro del vino español.
Las instalaciones de Matarromera comparten hoy comarca con bodegas ilustres como Vega Sicilia, Dominio de Pingus, Protos o Pesquera. Nada que ver con la fotografía que presentaba la circunscripción cuando el padre de Moro intentaba alejar a su hijo de la ardua vida agrícola.
"Recuerdo cómo vendía el vino mi familia cuando yo era pequeño, a granel, a distintos mayoristas. No había cualificación, ni botellas ni marcas", rememora Moro. Narra sus recuerdos en el hall de un hotel céntrico de Madrid, a 200 kilómetros de su despacho en las instalaciones de Emina, otra de sus enseñas en Ribera del Duero. Lo primero que allí ve cada mañana es el río Duero, a su paso por el Monasterio de Santa María de Valbuena. "No es una vista casual, yo mismo diseñé este edificio para que, además de ser funcional, estuviera plenamente integrado en la tierra que lo acoge y que es su razón de ser", cuenta en el arranque de su libro.
"Mi familia estaba entre los mayores viticultores de la zona y éramos socios de Protos, que entonces era una cooperativa de Ribera del Duero. Pero eran instalaciones pequeñas. Éramos como tantos otros viticultores de toda la vida, vendíamos mucho pero sin marca", recuerda Moro durante su charla con El Independiente.
Mucha cantidad y poca calidad. Mucho esfuerzo y poco beneficio. Su padre manejaba estas y otras muchas razones de peso cuando invitaba a su hijo a buscar un destino alejado de las parras. “No quería que me dedicase a la agricultura, le parecía una vida demasiado dura y arriesgada”, cuenta el dueño de Matarromera.
Durante décadas le hizo caso, una decisión que le permitió vivir otras vidas, en un recorrido circular que le llevaría finalmente a trabajar entre tinajas. Estudió para ingeniero y opositó para el Cuerpo Superior de Administradores Civiles del Estado. Pasó por varios destinos en la administración: la Delegación del Gobierno en Orense, el antiguo Inem en Madrid, la Junta de Castilla La Mancha en los tiempos de José Bono y el Ministerio de Industria, donde logró un puesto con alta responsabilidad y buena remuneración. Moro, predestinado a triunfar con el elixir de la uva tinta, llegó a trabajar hasta para Airbus.
Pero la llamada del terruño se mantuvo siempre latente. A finales de los 80, con la Denominación de Origen Ribera del Duero todavía en pañales (nació en 1982), se embarcó en su primera bodega. Y en su nueva vida. "El otro extremo de lo que se hacía tradicionalmente en nuestra comarca lo representaban los chãteaux franceses. Yo los había visto en distintos viajes y eso es lo que me propuse, buscar la excelencia", explica Carlos Moro.
Los ahorros y el capital atesorado tras la colecta entre familia y amigos permitió abrir las puertas de Matarromera. "Pese a mis raíces familiares, no cabe duda de que era un outsider. Lo hicimos todo de manera discreta, yo era el ingeniero agrónomo y el que respondía sobre la contabilidad. De repente, aquello explotó y acabó ganando el premio al mejor vino del mundo. A alguna gente le sorprendió bastante", recuerda el empresario.
El premio fue un espaldarazo para el proyecto, que siguió creciendo hasta lo que es hoy: un emporio compuesto por bodegas en seis denominaciones de origen: Ribera del Duero, Rioja, Rueda, Toro, Cigales y Ribeiro. Y con ramificaciones hacia otras actividades como la producción de aceites y cosméticos, la biotecnología y -como no- el enoturismo.
El empresario vallesoletano asegura que el Grupo Matarromera no creció sólo para ser grande. "En España hay 4.500 bodegas activas, la diseminación es extraordinaria. Todo el mundo tiene su hueco, pero hace falta masa crítica para exportar, para invertir en I+D", explica.
Además, al contrario de lo que muchos creyeron en la época del boom, cuando el dinero sobraba -cantantes, futbolistas y famosos montaron sus propias bodegas-, el negocio del vino exige capacidad de resistencia. "La búsqueda de calidad requiere tiempo y buena materia prima, contar con los mejores viñedos y con los mejores cuidados. Hacen falta años para que algunos empiecen a dar resultados", señala el empresario. "Evidentemente se necesita financiación, pero el vino no es un producto industrial, sino natural, que procede de la tierra. Es un negocio muy sensible a cada uno de los procesos. No basta sólo con la inversión ni con contratar a un gran enólogo. Hay que estar allí, todo el día, en la bodega".
En las suyas pasa la mitad del año Carlos Moro. Los otros seis meses transcurren viajando, dentro y fuera de España. Lo que ve dentro de nuestras fronteras le anima a seguir remando por el sector vitícola. "Hay gente joven muy bien preparada que está haciendo vinos estupendos, y usando bien el marketing. El hecho de ser más o menos joven no es una cualificación en sí misma. Pero no cabe duda de que la gente joven es la que debe meterse, empujar y salir al exterior, y cualificar los vinos de España, darles el valor que tienen".
Y eso es, exactamente, lo que hace el padre de Matarromera cuando cruza la frontera. "¿Tenemos calidad y condiciones para competir fuera? Todas las del mundo. Por eso toca salir y convencer a los consumidores del mundo, defender lo nuestro para que lo compren los demás", asegura el empresario. "Estoy tan orgulloso de mi país que allá donde voy, a sitios exóticos y lejanos, hablo de España".
"Tenemos que estar orgullosos de este país", insiste Carlos Moro. "Tiene cosas que no encuentras en muchos otros: la idiosincrasia, la calidad de sus productos, la gastronomía, la diversidad".
El empresario habla con sinceridad. También con el mismo entusiasmo con el que visitó Burdeos por primera vez, en un viaje casi iniciático. "Con 16 años, logré que mis padres me dejasen pasar un verano en Bilbao con un padrino mío. Desde allí decidí cruzar a Francia. En aquellos años, a finales de los 60, irse lejos era ir a Francia. Me fui con cuatro pesetas; a San Sebastían primero, desde allí a San Juan de Luz y luego en tren a Burdeos", rememora el bodeguero.
"En Burdeos dormí en una pensión y el dinero que me quedaba lo gasté en una botella. De vuelta hice noche en un banco frente a la playa de Biarritz, entre otras cosas, porque me había gastado parte del dinero en el vino", añade con sorna Carlos Moro, antes de desvelar que el final de aquella historia no está escrito. "Reservé la botella para una ocasión especial y nunca llegué a beberla. Y ahora no sé dónde está".
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