El aterrizaje de Emilio Saracho en el Banco Popular fue, como poco, accidentado. El consejo del Banco Popular aprobó por unanimidad su nombramiento como presidente, en sustitución de Ángel Ron, el 21 de diciembre de 2016.
Formalmente, el cargo no lo ejercería hasta dos meses más tarde, una vez que la junta extraordinaria del banco en la que se aprobarían las cuentas de 2016, presentadas por última vez por Ron, acordara su incorporación al consejo. El Popular arrojó unas pérdidas de 3.485 millones, tras destinar a provisiones 5.700 millones.
Saracho (Madrid, 1955) era vicepresidente de JP Morgan, primer banco del mundo por capitalización. Tenía prestigio como banquero de inversión en los círculos financieros. Exceptuando una etapa en la que trabajó para Santander Investment, a mediados de los años 90, a las órdenes de Ana Patricia Botín, hizo toda su carrera en el banco norteamericano.
El madrileño abandonó JP Morgan embolsándose 90 millones de dólares en concepto de pensión e indemnización diferida. JP Morgan entendió que el Popular no era un banco que pudiera considerar competidor, algo, cuando menos, discutible. Así que JP Morgan aceptó las rumbosas condiciones de su jubilación. Quizás esa decisión no tuviera nada que ver con el hecho de que Saracho, ya siendo presidente del Popular, encargó JP Morgan la venta de la entidad. Pero suena a conflicto de intereses.
Durante dos meses, Ron y Saracho convivieron en el cuartel general de la entidad. El uno, cerrando las cuentas de 2016 y tratando de hacer un ordenado traspaso de poderes; el otro, conociendo el banco por dentro y poniendo en marcha su propio plan, alternativo al que el consejo había aprobado bajo la presidencia de Ron.
Pronto se evidenció que se trataba de estilos distintos y que Saracho no había llegado al Popular con la idea de reinventarse como banquero tradicional.
Lo primero que le sorprendió al presidente saliente era la insistencia de su sucesor en que el Popular estaba "demasiado caro" en bolsa, lo que avalaba la hipótesis de que su objetivo no era mejorar la gestión y los márgenes, sino encontrar un comprador al que colocarle la entidad a buen precio.
Expresiones como "voy a estrellar el banco", o "voy a montar una tómbola" en boca de Saracho no ayudaban a que el equipo gestor confiara en que su nuevo jefe fuera a mantenerse durante años al frente de una entidad que vivía fundamentalmente de atraer depósitos y dar créditos.
Una semana antes de la junta del 10 de abril de 2017, ya con Saracho ejerciendo como presidente con plenos poderes, el Popular comunicó a la CNMV dos "hechos relevantes": por un lado, unos ajustes propuestos por el departamento de auditoría interna del banco, relativos a correcciones en provisiones, garantías y dudas respecto a créditos concedidos para compras de acciones en la ampliación de 2016, pero que, en todo caso, según explica la nota remitida a la CNMV no tenían "un impacto significativo en las cuentas de 2016"; por otro, la dimisión del consejero delegado, Pedro Larena.
El impacto, en efecto, era mínimo en las cuentas, pero fue enorme en el mercado. La coincidencia de las dos noticias hizo que las acciones del Popular se desplomaron un 12%.
En ese escenario, la junta del 10 de abril levantó gran expectación. Era la ocasión para conocer de primera mano los planes de Saracho para el banco cuyo timón ya manejaba con plena autonomía. Tras afirmar con impostada seguridad: "Merece la pena luchar por el Popular", echó un jarro de agua fría a los atónitos accionistas: "En las condiciones actuales podríamos pedir capital o participar en una fusión. Cualquier opción es mejor que acabar como un banco que ni se liquida ni se capitaliza". Es decir, que les estaba dando dos opciones: o ponéis más dinero o hay que vender el banco. Esa misma mañana los títulos del Popular cayeron un 8,5%.
Saracho pensaba que el miedo del gobierno a una nueva crisis bancaria era su mejor baza. Estaba seguro de que, al final, conseguiría ayudas públicas, que le servirían para facilitar la venta de la entidad. Sólo así se explica su temerario comportamiento.
Los buenos resultados del primer trimestre de 2017 y la noticia de que Andrónico Luksic, propietario del Banco de Chile, había invertido 100 millones en la compra de acciones a principios del mes de mayo actuaron como un revulsivo para la cotización. Los títulos del Popular repuntaron un 30% en apenas tres semanas.
Pero esa recuperación fue tan sólo un espejismo. La bomba que de manera definitiva hundió al Popular llegó en forma de exclusiva. El 11 de mayo El Confidencial publicó en su portada: "Saracho encarga la venta urgente del Popular a JP Morgan y Lazard por riesgo de quiebra". El diario informaba de que el presidente del Popular había pedido el 5 de mayo a los presidentes de los grandes bancos españoles (Ana Botín -Santander-; Francisco González -BBVA-; Isidro Fainé y Jordi Gual -Caixabank-; José Ignacio Goirigolzarri -Bankia-, y Josep Oliu -Sabadell) ayuda para colocar la entidad en el plazo de un mes.
La respuesta del mercado fue inmediata. Ese mismo día los títulos cayeron un 6%. El Banco de España exigió una rectificación, al igual que la CNMV. Finalmente, el Popular desmintió la noticia, afirmando que el banco era solvente y que sus recursos propios superaban el listón exigido por las autoridades.
Sin embargo, el desmentido no paró el golpe. A partir del 11 de mayo las acciones ya no dejaron de caer y la retirada de fondos del banco se precipitó.
Claramente la situación se le había ido de las manos a Saracho. Ron sostiene que fue el propio presidente de la entidad el que dio la noticia a El Confidencial. De todas formas, lo que dio credibilidad a la información era su coherencia con lo anunciado por el presidente del banco en la junta de accionistas del 10 de abril.
En esa situación, los grandes bancos no tenían más que esperar, porque Saracho parecía incapaz de evitar el colapso. Los esfuerzos del gobierno también fueron en vano. Nadie quería poner dinero porque pensaban que el banco caería como una fruta madura.
Hasta Antonio del Valle -avalista principal de Saracho- puso el grito en el cielo porque veía esfumarse su inversión sin haber podido llevar a cabo su plan. El mexicano había insistido a primeros de 2017 en la operación de fusión con el Sabadell, ya sin el escollo que representaba la presencia de Ron. A mediados de enero se presentó en el Banco de España y planteó esa operación en una reunión con el gobernador y el subgobernador. Ni Linde ni Restoy lo veían como una solución. Le dijeron que fusionar dos bancos de un tamaño parecido no era una buena idea, que lo mejor sería la absorción por uno de los grandes, preferiblemente el Santander.
Luis Valls creó un gran banco, pero también supo dejar a buen recaudo el patrimonio ligado al Opus. La Sociedad General Fiduciaria salvó 500 millones
Del Valle se dio cuenta demasiado tarde de que Saracho no era un pelele a sus órdenes y que tenía ideas propias, aunque claramente equivocadas, para resolver la situación del Popular.
Los últimos días de mayo y la primera semana de junio fueron terribles para Saracho, que mantuvo varias conversaciones subidas de tono con el ministro de Economía al que exigió ayuda para salvar al banco. En una entrevista difundida en la intranet del banco el 10 de junio de 2017, Saracho reconoció: "Hemos fracasado... ha sido una experiencia única, pero que no repetiría nunca. Ninguna persona lo puede aguantar de forma indefinida".
La caída del Popular significó el punto final de un proyecto de éxito. El Popular era un banco admirado, que durante cinco años consecutivos fue considerado como el más rentable del mundo, según la prestigiosa agencia Fitch IBCA.
El Popular estaba considerado como el banco del Opus Dei, porque el hombre que lo moldeó y convirtió en uno de los siete grandes de España, Luis Valls Taberner (1926-2006) era destacado miembro de la obra.
Valls presidió el Popular desde 1972 hasta 2004. Vivió, por tanto, en primera fila los tiempos de la Transición y de las grandes fusiones bancarias, de las que salvó al banco por los pelos.
Su obsesión siempre fue la de mantener la independencia y, para evitar operaciones hostiles, configuró un consejo que le apoyaba sin reservas y que hacía piña con la llamada Sindicatura, un grupo compuesto por unas 2.000 familias que, cuando se produjo la resolución, controlaba el 10% del banco y en el que se encuadraban algunos nombres ilustres como Miguel Solis (dueño del Banco de Andalucía) y marido de Carmen Tello (ahora casada con Curro Romero); la familia Molins (propietarios de Cementos Molins); la familia Gancedo (Tapicerías Gancedo); la familia Luengo, los López Rodó, los Mora Figueroa, etc.
Entre esas 2.000 familias, de las que una docena tenía la mayoría de las acciones, había miembros del Opus, como los Solis, Montuenga, Molins, el propio Luis Valls, etc. El representante de la Sindicatura en el consejo, José Mateu, era numerario del Opus, y el que fue durante años consejero delegado del Popular, Rafael Termes, también era miembro de la obra.
En la época dorada del Popular (hace 20 años) la Sindicatura llegó a tener el 15% del capital del banco.
A pesar de esa imagen y de los líos con Ruiz Mateos, la gestión del banco era muy profesional y Valls estaba considerado como uno de los mejores financieros de España en las décadas de los 80 y 90 del siglo pasado. Centró su negocio en las pymes y no asumió riesgos innecesarios, manteniendo unos costes que estaban por debajo de la media del sector.
La financiación de actividades del Opus no se hacía directamente a través del banco, sino a través de la Sociedad General Fiduciaria, una especie de holding que estaba controlado por la Fundación para Atenciones Sociales, cuyos patronos sí eran miembros de la obra.
La Sociedad General Fiduciaria tenía un 2% del Popular y Valls llegó a controlar directa e indirectamente otro 2%. Asímismo, la Sociedad era dueña del Banco de Depósitos y del Edificio Beatriz, situado en el centro de Madrid, sede del Popular y otros activos, como los terrenos donde se sitúa el Vall d'Ebron. En total, su patrimonio podría superar los 500 millones de euros.
En 2003, el Banco de España le pidió a Valls que rompiera los lazos entre la Sociedad General Fiduciaria y el Popular, cosa que éste encargo al entonces director general Ángel Ron.
Valls había construido ese refugio paralelo para evitar que cualquier eventualidad pudiera dejar desamparada a la Fundación, que era como el Santo Grial del Opus en el banco.
Lo hizo con sabiduría, ya que, cuando el banco cayó, la Sociedad General Fiduciaria salvó todos sus activos. El Opus no se vio afectado por la debacle.
El debate sobre la caída del Popular está abierto. Hay multitud de demandas de los afectados. Más de 300.000 accionistas perdieron toda su inversión, entre ellos, algunos apellidos ilustres como Koplowitz, Del Pino, etc.
Si, como mantiene el Banco de España y las autoridades comunitarias, entre ellas el BCE, el Popular era solvente, no se explica cómo pudo venirse abajo por una salida masiva de depósitos.
¿Cómo es posible que con una arquitectura tan sofisticada como la que se creó tras la crisis bancaria (el MUS, la JUR, etc.) no se haya previsto la provisión de liquidez en situaciones de emergencia para evitar situaciones como las del Popular?
¿Cómo es posible que la CNMV no sea capaz de detectar quién hay detrás de las posiciones cortas que pueden llevarse por delante a una empresa por razones puramente especulativas? Si los malos son capaces de actuar sin miedo a ser detectados, ¿de qué sirven los reguladores?
Por último, si como afirma el alto funcionario al que mencioné al principio de esta serie, hubo informaciones falsas, filtradas con intención de dañar al banco, ¿cómo no se asumieron responsabilidades por ello? El activo más importante de un banco, pero también el más delicado, es la confianza de inversores y ahorradores. Lo que parece evidente es que entre los meses de abril y junio de 2017 la confianza en el Popular se esfumó.
Las acciones legales en marcha tal vez tarden años en determinar las responsabilidades civiles o incluso penales de los implicados en el hundimiento del Banco Popular.
Mientras tanto, lo que nos queda es la certeza de que esa caída pudo haberse evitado incluso sin comprometer un solo euro de dinero público.
El aterrizaje de Emilio Saracho en el Banco Popular fue, como poco, accidentado. El consejo del Banco Popular aprobó por unanimidad su nombramiento como presidente, en sustitución de Ángel Ron, el 21 de diciembre de 2016.
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