Que Nathan Mayer Rothschild, nacido en 1777, enviaba información financiera con palomas no es una leyenda: está demostrado y documentado. El archivo de la mítica dinastía de banqueros alberga un par de cartas diminutas, de 8 x 5 centímetros, con las marcas de los pliegues efectuados en su día para encajar el documento en el diminuto recipiente que portaba el ave.
Casi dos siglos antes de que echara a rodar internet, Rothschild era el más rápido de los empresarios transmitiendo información. Esa habilidad le hizo rico, a él y a la gran mayoría de sus descendientes. Hoy, 184 años después de su muerte, la saga familiar está dividida en distintas patas, pero todas acaudaladas. Y aunque los Rothschild fueron diversificando sus negocios con el avance del tiempo, se mantuvieron fieles a la práctica que prendió la chispa de la fortuna: el asesoramiento financiero de los más poderosos.
Nathan Mayer Rothschild no es el primer eslabón de la dinastía. Lo fue su abuelo, Amschel Moses Bauer, criado en el barrio judío de Fráncfort, en una familia de orfebres. Creció en la segunda mitad del siglo XVII con poco dinero, pero con una destreza especial para ganar dinero… a base de cambiarlo de manos. Instaló una casa de cambios para comprar y vender monedas, que heredaría uno de sus hijos, Mayer Amschel Rothschild. Fue él quien puso los cimientos de la futura saga, multiplicando por varios ceros la facturación de su padre. ¿El secreto? Su habilidad para el negocio y, sobre todo, para hacer contactos.
Le fue tan bien que acabó asesorando a empresarios y a gobernantes, empezando por el príncipe -y futuro emperador- Guillermo I de Prusia. Sus cinco hijos varones llevaban en los genes el modus operandi. También la misión de agrandar las arcas familiares, explotando lo que tan bien sabían hacer: intercambiar divisas, comprar y vender lingotes y monedas de oro, lograr financiación, aconsejar a quienes tenían mucho dinero y querían mas.
Los descendientes del primer Rothschild empezaron a viajar por la Europa de finales del XVIII y principios del XIX. Uno de ellos, Nathan, se estableció en la boyante Manchester de 1798, impulsada por el dinamismo de las primeras fábricas industriales. Luego dio el salto a Londres, la ciudad europea más próspera del momento. En la capital británica se hizo hueco como intermediario financiero, trabajando para grandes factorías y gobernantes locales.
Desde allí fue perfeccionando la red que canalizaba la información. Para un financiero como Natham Mayer Rothschild era primordial enterarse rápido de lo que se cocía en las ciudades donde se fraguaba el destino de Europa. Estableció una red de postas para que sus mensajeros tuvieran caballos frescos siempre a su servicio. E hizo construir una granja de palomas en Kent. “Este método de comunicación fue una de las herramientas de éxito en la estrategia empresarial de Rothschild durante el período 1820- 1850”, confiesan hoy día los gestores el archivo familiar. “Parte del éxito del sistema de comunicación de Rothschild fue su flexibilidad, haciendo uso de distintos medios de transmisión”. De palomas a caballos, pasando por carruajes y los primeros barcos de vapor.
Fue esa red la que le permitió dar su legendario golpe en la bolsa. Un pelotazo en toda regla. Al inicio de la década de 1810 era uno de los banqueros más prestigiosos de Londres. Enfangado en las guerras napoleónicas, el Gobierno británico confió en Rothschild para garantizar liquidez a las tropas que conducía el Duque de Wellington. El militar -llamado a convertirse en héroe nacional- necesitaba dinero para pagar a los soldados que intentaban frenar la expansión de Napoleón por Europa.
Como intermediario, Rothschild compraba monedas de oro y aseguraba su envío a los puntos donde combatía el ejército británico. El metal era fácilmente intercambiable por divisa nacional, necesaria para el pago de los salarios y el avituallamiento de las tropas.
Entre 1814 y 1815, el banquero vivió de cerca las campañas y contó con información de primera mano, desde el inicio las escaramuzas hasta la histórica batalla que hundiría para siempre a Napoleón y que haría más ricos todavía a los Rothschild: Waterloo.
Allí, a 20 kilómetros escasos de Bruselas, confluyeron los ejércitos de Wellington y de Napoleón el 18 de junio de 1815. El emperador francés se jugaba su segunda oportunidad para conquistar Europa, tras su exilio forzado en la isla de Elba. Y el estratega británico, el pase para brillar con luz propia en los libros de historia.
El final es de sobra conocido. Un error en la planificación dejó vendido a Napoleón. Las tropas de refuerzo comandadas por Emmanuel de Grouchy no llegaron a tiempo de socorrer a los hombres del emperador, arrasados por el implacable Wellington.
Cuando el desenlace estaba claro, un testigo presencial -su identidad no está documentada- emprendió el camino hacia Inglaterra a la velocidad del rayo. Era uno de los hombres a sueldo de la familia Rothschild y portaba la noticia de la década. Más aún, una de las grandes exclusivas del siglo: la humillación definitiva de Napoleón en el campo de batalla.
No se sabe cuántos jinetes participaron en la hazaña por tierra y mar. El misterioso mensajero partió de Waterloo. De ahí había que llegar a la costa, cruzar el mar y llegar a Londres.
En el Archivo de los Rothschild de Londres no hay ningún documento que narre cómo llegó la noticia a New Court, el barrio donde la familia tenía sus cuarteles generales. Esta vez no hubo palomas: la enormidad de lo ocurrido requería el mejor de los despliegues. "Es probable que una serie de mensajeros a caballo trajeran la noticia a New Court", aseguran en una nota los gestores del archivo.
La gesta la imagina y la novela, de pasada, el escritor austriaco Stefan Zweig, en su libro Momentos estelares de la humanidad. "Apenas el ataque de los ingleses ha aplastado a Napoleón cuando un hombre, entonces prácticamente desconocido, corre en una calesa por la carretera hacia Bruselas y desde allí hacia el mar, donde le espera un barco. Navega hacia Londres, para llegar allí antes que los correos del gobierno. Y, gracias a que aún no se conoce la noticia, consigue hacer saltar la bolsa por los aires".
Nathan Mayer Rothschild logró enterarse del resultado del histórico combate mucho antes que el propio gobierno británico. Entre uno y dos días, según las distintas interpretaciones. Con aquella bomba informativa en las manos y tal capital en su cuenta corriente, sólo se necesitaba tocar las teclas adecuadas para lograr el pelotazo.
Rothschild lo hizo con maestría, ejecutando algo parecido a lo que hoy día se denomina operación a corto. Un día antes de que los jinetes enviados por Wellington llegaran con la noticia a Londres, el banquero comenzó a desprenderse de grandes paquetes de acciones. El magnate desató el pánico entre las grandes fortunas, que interpretaron el movimiento como una retirada. Si Rothschild soltaba lastre, sólo había una explicación posible: el empresario conocía -o al menos tenía argumentos sólidos para sospechar- que Wellington había caído ante Napoleón.
Cientos de inversores imitaron al alemán y se deshicieron de sus títulos, contribuyendo a hundir más aún el mercado londinense. Sólo entonces, cuando la Bolsa estaba por los suelos, Rothschild dio el siguiente paso: recomprar títulos a precio de ganga.
Una jornada después, las buenas noticias de Waterloo llegaron a Londres. La victoria de Wellington desató el júbilo y disparó la bolsa. Rothschild sólo tuvo que recoger los frutos.
Ese día, al meterse en la cama, era un poco más rico. Hay mucha literatura al respecto pero no está documentado cuánto se embolsó el banquero con la caída de Napoleón. Hay quien habla de millones de libras. En la familia hablan de menos de un millón. "En ausencia de registros contemporáneos en New Court, es imposible estimar el tamaño de su ganancia", explica una de las notas recogidas en el archivo familiar.
Sobre aquella proeza se escribieron cientos de páginas en la época. Pero lo cierto es que aquel golpe sólo sirvió para dar otro empujón a la expansión del negocio familiar. Todos los hermanos fueron implantando en otras ciudades de Europa un modelo semejante al que tan buenos resultados cosechaba en Londres.
Natham Mayer Rothschild siguió trabajando para el Estado. Entre 1818 y 1835 lanzó 26 grandes emisiones de deuda para financiar al gobierno británico y a los de otros países. Cuando murió, en 1836, Napoleón llevaba 15 años enterrado en la remota Isla de Santa Elena y él era uno de los hombres más ricos y exitosos de toda Europa.
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