En la teoría económica, el mercado laboral premia la experiencia. Los años de conocimiento acumulado deberían ser considerados como un activo valioso que garanticen la estabilidad y la eficiencia. Sin embargo, la realidad dista de este planteamiento teórico. Para miles de trabajadores mayores de 50 años (conocidos como sénior en el argot laboral) encontrar empleo se vuelve una quimera, una carrera de obstáculos en la que la edad actúa como una barrera invisible pero implacable. Lejos de ser un problema menor, el paro entre los sénior se ha convertido en una de las grandes grietas del sistema laboral. Una brecha cuya falta de solución implica no solo una contradicción de la teoría económica injusta, sino también un coste creciente del gasto público.
De los 2.593.449 desempleados registrados, desglosado por grupos de edad: los menores de 25 años representan el 7,5% de los parados, los que comprenden entre 25 a 44 años representan el 35,1% y los sénior ocupan el 57,4%, según los últimos datos publicados por el SEPE. Estos datos reflejan tanto el elevado peso de los sénior en el desempleo como sus mayores dificultades para reinsertarse en el mercado laboral. Esta preocupación fue señalada por el secretario de Estado de Trabajo, Joaquín Pérez Rey el lunes pasado, ya que el país no puede permitirse que casi la mitad del paro registrado esté compuesto por este colectivo, con más de un millón de personas en situación de desempleo.
Este grupo se enfrenta a serios problemas de reinserción laboral, desde los prejuicios en la contratación hasta la necesidad de actualizar unas competencias digitales que cada día avanzan a mayor velocidad. Para combatir esta realidad, se han implementado campañas de sensibilización y educación que informen a empresarios y empleadores sobre los beneficios de una fuerza laboral diversa en términos de edad o se han introducido nuevos subsidios especiales para este tipo de población especialmente vulnerable, como el subsidio para mayores de 52 años que pueden solicitar si han agotado la prestación contributiva del paro.
Sin embargo, según señala Ana Belén Gracia Andía, docente de Economía Aplicada por la Universidad de Zaragoza “Si nos fijamos en la serie histórica, existe una parte del paro de este segmento de la población que es estructural. Tratar de reducir el desempleo de este tipo de paro es mucho más complicado”. De hecho, según señala Gracia, medidas relacionadas con aumentos de las prestaciones por desempleo (políticas pasivas) retrasan la búsqueda de empleo e incentivan el paro de larga duración (población que lleva un año buscando trabajo y no lo ha encontrado). A su juicio, una mejora del mercado laboral para reducir la persistencia de este paro estructural sería aumentar el gasto sobre el PIB en las políticas activas, que cataloga de “insuficientes”, en detrimento de las políticas pasivas. Las políticas activas son medidas institucionales destinadas a asesorar y formar al parado, facilitando el ajuste de cualificaciones entre la oferta y la demanda del mercado laboral.
Según apunta Gracia: “El paro tiene costes económicos y sociales”. En este sentido, 1.808.297 desocupadas son beneficiarios de prestaciones por desempleo. Si se distribuye por grupos de edad, los sénior concentran el 50,8% de las prestaciones. Estos datos se traducen en un aumento del gasto público concentrados en una parte de la población que al contar con más experiencia, su prestación es mayor. Así se explica que, al comparar enero de 2025 con enero de 2024, pese a que el número de beneficiarios se ha reducido un 5,9%; el gasto total en prestaciones ha aumentado (+6,5%). Así mismo ha ocurrido con la prestación media por beneficiario, que ha pasado de ser de 1.105 euros en enero de 2024 a 1.253,4 en el mismo mes de 2025, suponiendo un incremento interanual del 13,4%.
Si la tendencia no cambia, el desempleo de los sénior no solo será una carga económica, sino un síntoma del fracaso de un modelo laboral que no sabe aprovechar el conocimiento acumulado. Como resultado, solo en enero de 2025 el gasto en prestaciones por desempleo aumentó un 6,5%, lo que lo sitúa en los 2.215 millones de euros. Una tendencia al alza, muy costosa e ineficiente, por lo que si queremos frenarla es el momento de aplicar políticas activas, fomentar la contratación y revalorizar el papel de la experiencia.
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