Más de un directivo de Nintendo debió mirar a Shigeru Miyamoto con cara de asombro. En la era dorada de los recreativos, a principios de los 80, el diseñador proponía crear un videojuego donde un señor con bigote, peto y gorra brincaba entre plataformas. La idea parecía tan alucinógena como las setas asesinas que se cruzaban en el camino del anti héroe, de nombre Mario. Pero el proyecto recibió la bendición del consejo de administración de la compañía. Al tipo animado del mostacho se le dio un apellido y un prefijo. Y así es como echó andar -perdón, a saltar- Super Mario Bros, el Mickey Mouse de las consolas; la figura imaginaria que dio a Nintendo el empujón decisivo para contener a rivales veteranos como Sega. O aplastar a los novatos que se aventuraron a meter las narices en el negocio, como Spectrum.
La clave del despegue de Nintendo obedece al cruce astral de dos factores: la creación de un personaje con gancho y, sobre todo, el diseño de una plataforma tecnológica avanzada, la Nintendo Entertainment System (NES). No fue la primera consola, pero atesoraba competencias que la diferenciaban: era rápida, portátil, con buena resolución, fácil de conectar y permitía cambiar con facilidad de cartucho. Los nostálgicos de aquella época recordarán cómo eran los videojuegos: Pac Man, Breakout, Space Invaders… Poco más que unos puntos de color que revoloteaban en la pantalla de una enorme máquina de Arcade.
La empresa sacó a la venta la NES en Japón en 1983. Dos años más tarde, hizo coincidir el lanzamiento en Europa con el estreno de Super Mario Bros. El futuro daría la razón a Miyamoto. Y a los muchos directivos que, durante la larga vida de Nintendo, remaron en la misma dirección. La empresa japonesa nunca se desvió de lo que sabía hacer realmente bien: inventar juegos. Cuando nació, en 1889, fabricaba naipes. Al flaquear el filón de las barajas, viró el rumbo y se lanzó a diseñar juguetes. La firma creció a paso lento, focalizada en el mercado nipón. Sólo cuando las primeras máquinas empezaron a dejarse ver en salones de billar y futbolín, se decidió a dar el salto al mundo tecnológico.
A finales de los 70 quien marcaba el ritmo era Sega, pero pronto apareció un advenedizo. Se llamaba Sinclair, como su dueño, un tipo que se consideraba más inventor que empresario. El mismo año (1981) en que IBM lanzaba su famoso PC -sofisticado, caro, para iniciados-, Sinclair desarrolló un ordenador más familiar que personal. Servía, sobre todo, para jugar; pero con él uno podía hacer sus primeros pinitos en informática. Le llamó Spectrum y lo sacó a la venta en 1982. Tenía el teclado de goma y una pletina para cargar los juegos, que usaban cintas de casete como soporte.
El Spectrum reventó el mercado. A caballo entre el ordenador personal y la consola, se coló en millones de hogares. Y allí seguiría en versiones renovadas, si la empresa hubiera centrado el tiro. Delante de Clive Sinclair se extendía lo que los expertos en estrategia denominan "océano azul". La empresa que halla un nicho virgen de negocio tiene vía libre para expandirse -y enriquecerse- rápido. Pero la teoría avisa de que otros rivales acabarán apareciendo en escena para disputar la presa (los clientes). Y el océano acabará volviéndose rojo, como el mar tras una pelea de escualos. El primero tiene ventaja sobre los demás, porque puede ir un paso por delante, mejorando el producto inicial o desarrollando nuevos. Sinclair no la aprovechó y acabó muriendo por un mal común entre muchos triunfadores: de éxito.
En lugar de centrarse en su mina de oro particular, la compañía derivó esfuerzos, y mucho dinero, hacia otras aventuras. Sólo fabricó un ordenador más, el Sinclair QL, que pasó sin pena ni gloria. Porque el inventor había volcado su ingenio en desarrollar un vehículo eléctrico, el C5. Clives Sinclair volvía a adelantarse a los tiempos, pero demasiado esta vez.
Híbrido entre moto y coche, el C5 parecía diseñado por Doc, el inventor de Regreso al futuro. Sólo llegó a rodar en pruebas. En 1985 estaba listo para zigzagear por las calles entre el Peugeot 205, el Ford Escort o el Renault 5, los más vendidos de la época. Sin embargo, no obtuvo los permisos necesarios para circular. El vehículo se llevó por delante a la empresa, Y al Spectrum, que sería descatalogado sólo diez años después de su lanzamiento.
Cuando el ordenador de Sinclair desapareció de los escaparates, los resultados de Nintendo avanzaban más rápido que Super Mario Bros. La multinacional siguió compitiendo en un "océano rojo", pero concentrándose en lo suyo. Desarrolló mejores consolas y nuevos personajes. Así llegarían la Game Boy, la Wii o la Nintendo DS. En los juegos siguió la misma senda, impulsó series exitosas como Pokemon, cuya última revisión -una aplicación de realidad virtual llamada Pokemon Go- disparó las acciones del grupo en Bolsa.
Nintendo vale hoy 30.000 millones y es un gigante de referencia en el sector tecnológico; mientras que Sinclair es una empresa residual, sin apenas actividad, dedicada a hacer lo que a su fundador le molaba: crear inventos.
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