Por las repisas de los Blockbuster pasearon en 1997 la carátula pomposa de Titanic, la canalla de Full Monty o la ochentera de Donnie Brasco, cuyo metraje incluía un cameo sorprendente de la botella de Anís del Mono. Reed Hastings, un emprendedor digital de poca monta, pasó una tarde por el local de la cadena y escogió un hit de 1995, Apolo 13. La funda, con el logotipo reluciente del videoclub y su cinta de VHS encajada dentro, viajó al domicilio de Hastings. Y allí se hospedó durante días, sepultada en el olvido, con el temible contador del alquiler en marcha, aquel que medía el castigo que merecían, según Blockbuster, los clientes que no devolvían las películas a tiempo. El lapsus le costó a Hastings 40 dólares de multa, más una indigestión de rabia contenida, de la que acabó brotando una idea de negocio: un videoclub on line, sin sanciones ni trabas, fácil de usar. Lo llamó Netflix.
Reed Hasting se sintió agredido como cliente. Más tarde, cuando el destino le aupó en los rankings de empresarios de éxito, comprendió que las multas eran vitales para la caja de Blockbuster, porque le endosaban millones de dólares al año. Pero también, o sobre todo, para su modelo de negocio. Porque la cadena de videoclubs vivía de los grandes éxitos cinematográficos, de los pelotazos del celuloide. Las sanciones a los usuarios olvidadizos potenciaban la rotación de los nuevos lanzamientos, de las pelis oscarizadas, de las comedias románticas con estrellas en los créditos. Las que todo el mundo quería… y las que más costaba adquirir a las productoras.
Quien pisaba un Blockbuster buscaba, casi siempre, alquilar un estreno. Hasta el punto de que los éxitos recién horneados podían representar más del 70% de los ingresos de algunos videoclubs de la cadena. Conseguirlos generaba satisfacción al cliente; y quedarse sin él, una pequeña decepción contra la que la empresa debía luchar a diario.
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En la era dorada del formato VHS, Blockbuster arrasó en Estados Unidos con miles de espacios –propios o franquiciados-, ubicados generalmente en zonas comerciales y transitadas. Luego desembarcó en algunos países europeos, como España, donde el negocio de los videoclubs estaba muy atomizado.
Blockbuster aplastó a pequeños rivales con sus zancadas de gigante. Sin embargo, la expansión empezó a agrandar la brecha del gasto en su cuenta de resultados. La factura que pasaban las distribuidoras era un lastre (algunas tiendas ofrecían más de 2.000 referencias); el recibo del alquiler de los locales, una losa; y a la suma había que añadir las nóminas de un ejército de empleados.
Reed Hasting y su socio Marc Randolph hallaron con Netflix una vía rápida de entrada al negocio con bajos costes. La sociedad nació como un videoclub adaptado a los nuevos tiempos que prometía internet. El usuario estadounidense podía reservar una película desde su PC y esperar hasta que el Servicio Postal se la entregara en un sobre rojo.
Netflix podía haber sido un experimento pasajero más de la época de no ser por su primera decisión estratégica. En 1999, sorprendió al veterano sector con una tarifa plana. Un precio fijo que permitía alquilar un número ilimitado de DVD (los VHS estaban en proceso de extinción) a un precio más que razonable, con periodos amplios de devolución y –por supuesto- sin multas. Hasting y Randolph habían puesto la primera piedra del edificio, pero seguían contaminados por el virus que tanto daño hacía a Blockbuster: la sed del cliente por los estrenos.
Sólo tardaron un año en hallar una solución para maximizar las rotación de sus stocks. Casi mágica, a juzgar por el tamaño que acabó alcanzando Netflix: hoy vale 53.000 millones en Bolsa, ingresa 8.000 millones anuales y tiene 89 millones de suscriptores de pago en todo el mundo.
A Hasting y Randolph se les ocurrió mandar un cuestionario a los usuarios para conocer sus gustos cinéfilos. A partir de las respuestas, comenzaron a enviarles recomendaciones personalizadas, tan fiables que los clientes empezaron a demandar películas fuera del catálogo de novedades. El stock empezó a circular con fluidez, lo que se tradujo inmediatamente en un aumento del flujo de ingresos.
El sistema de recomendaciones -parecido al que hoy usan Spotify con sus discos o Amazon con los libros- se fue perfeccionando tanto que Netflix ganó prestigio entre las huestes cinéfilas. Y no sólo a nivel de usuarios. Productoras y distribuidoras de cine independiente vieron en la web un vehículo atractivo para mover sus películas. Y llamaron a las puertas del cuartel general de Netflix, en Los Gatos (California).
La compañía acompasó su apuesta estratégica con una elevada inversión en I+D. El objetivo primordial era no perder el tren vertiginoso del desarrollo tecnológico. La recompensa llegó en 2007, cuando logró lanzar su servicio en streaming, anticipándose a una nueva manera de ver la televisión. Netflix buscó alianzas con los fabricantes de los soportes que le servían de escaparate: fabricantes de PC, consolas, descodificadores, tablets, smartphones y smart TV. Todos ellos fueron abriéndole progresivamente ventanas... mientras Blockbuster iba cerrando locales.
Su propio peso de gigante le impidió reaccionar con celeridad al desafío tecnológico y a la cintura flexible de rivales como Netflix. Hasta 2004 no lanzó su servicio de alquiler on line. Blockbuster llegó a rechazar un acuerdo de colaboración que le planteó Hastings. La alianza les habría permitido crecer de la mano, pero el gigante prefirió combatir a la empresa californiana en su propio terreno. Eso sí, manteniendo intacta su presencia en el viejo canal, el de las tiendas físicas.
Cuando le echó el pulso a Netflix, contaba con más de 9.000 videoclubs y cerca de 60.000 empleados. Una rémora pesada que fue privándole de oxígeno financiero, hasta morir asfixiada por las deudas. Echó el candado a sus últimos locales en 2013, el mismo año en que Netflix reventó las pantallas con el estreno de su primera producción propia, House of Cards. Un hit que visionaron en streaming muchos de los cinéfilos que antaño rebuscaban DVDs en las estanterías del Blockbuster.
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