Jugar a hacerse rico. La idea brotó en la cabeza de Charles Darrow como una visión. Regentaba un triste negocio de electrodomésticos en la triste Pennsylvania de los no menos tristes años 30. Estados Unidos caminaba aún entre los cascotes de una economía devastada por el crack de 1929. Había reventado Wall Street, llevándose por delante las ínfulas de una nación que se veía todopoderosa. Seis años después, el país seguía dando tumbos, con legiones de parados y desencantados. Pero también con tipos audaces como Darrow, con el ánimo suficiente para rebuscar algo de oro entre los escombros.
Harto de malvivir vendiendo calefactores, se topó con un proyecto que podía dar juego. Nunca mejor dicho. Porque el negocio que pasó por delante de sus ojos tenía que ver con un tablero, unos dados y unas fichas. Era un juego de mesa casi artesanal que rodaba por algunas ciudades desde principios de siglo. Se llamaba de The Landor’s Game y consistía en una suerte de carrera por atesorar posesiones. Labrarse una fortuna a costa de arruinar al resto de rivales. Charles Darrow vio dinero de verdad tras los billetes de pega. Porque el juego tenía tirón… y no estaba registrado. Él fue el primero en patentarlo. Anotó en el registro como Monopoly la versión que se desarrollaba en Atlantic City, sin imaginar que un siglo más tarde se habrían vendido 275 millones de copias.
Sumergirse en una partida de Monopoly en los años de la Gran Depresión tenía su punto de evasión. Soñar con ser rico era gratis y estaba al alcance de cualquiera, sobre todo de los pobres. Monopoly enganchaba y el olor del dinero –del verdadero- pronto atrajo a una juguetera, Parker Brothers, que se hizo con la licencia de fabricación. Uno de los puntos fuertes del juego era el amplio abanico de edad al que iba dirigido. Pero Parker Brothers sabía que saldrían imitadores. Por esta razón pronto comenzó a comercializar versiones del original, con distintas ciudades y temáticas.
La competencia le llegó desde todos los puntos cardinales. En numerosos países nacieron variaciones del auténtico Monopoly. Entre ellos, España, donde el negocio de los juegos de mesa era cosa de pocos rivales. En cabeza estaban empresas como Geyper o Cefa, responsables de algunos de los juegos más exitosos en los años de la Transición.
Cefa era zaragozana. Había nacido como fábrica de plásticos en los años 40. A sus dueños les fue bien produciendo un componente para los tapones de botellas y pronto diversificaron hacia otros canales de negocio. Como la automoción, los electrodomésticos y los juguetes. La división más colorida de Cefa se hizo un hueco con versiones del Monopoly que marcarían una época. Como la variante castiza de El Palé o la aventurera de La ruta del Tesoro, convertidas en recuerdos imborrables para algunas generaciones de españoles. Todas tenían en común el anhelo de acumular montañas de billetes, mientras el contrario se quedaba sin blanca.
Con Cefa competía directamente Geyper, una empresa con idéntica veteranía. Echó a andar en 1945 en Valencia, gracias al empuje de Antonio Pérez Sánchez. Un artículo innovador, el walkie talkie para niños, le sirvió de combustible para arrancar. Pero la firma valenciana se diferenció de su contrincante aragonés con dos juguetes estrella. Geyper prefirió no competir en la liga de Monopoly y centró sus esfuerzos en una apuesta diferenciada: los Juegos Reunidos. La idea era novedosa para muchas familias de los 70, más de baraja y mesa camilla, que de juegos con fichas y tablero.
En la caja de Geyper cabía casi todo: desde el ajedrez a la ruleta, pasando por el parchís, la oca o las tres en raya. Era una versión primitiva y material de las futuras consolas. No había que pulsar el On, sino abrir la tapa. A partir de ahí, se podía elegir entre los 10 juegos de las cajas más pequeñas o los 55 que contenían las más grandes, destinadas a jugadores insaciables o bolsillos más holgados.
La otra enseña de Geyper llevaba su nombre y empezó a comercializarse en la misma época. El empresario valenciano lo bautizó como Geyperman. Era un muñeco articulado, destinado a hacerse hueco en un segmento que generaría muchas pesetas en los años 80. Un ejército de buzos, soldados y vaqueros Geyperman empezó a invadir estanterías de las jugueterías. Allí se batió el cobre con los dos grandes rivales de la época: los Playmobil alemanes y los Airgamboys, fabricados en Hospitalet de Llobregat.
La batalla la ganó el contricante extranjero. Los hermanos Magriá no supieron plantarle cara a los Playmobil. Tampoco al inicio de la era de los videojuegos, con empresas como Nintendo, Atari o Spectrum adentrándose en el negocio como nuevos competidores. Su empresa, Airgram, echó el cierre en 1986, asfixiada por las deudas.
Idéntica mala suerte corrió Geyper. Los Geyperman no pudieron con los Playmobil, ni los Juegos Reunidos con Monopoly. La empresa valenciana feneció a finales de los 80. Dos décadas después, los dos juguetes más famosos de Geyper vivirían un fugaz revival cuando Bizak adquirió la licencia y los devolvió a las tiendas. Pero ya eran carne de nostálgicos y coleccionistas.
Cuando los Geyperman y los Juegos Reunidos regresaron, la factoría Playmobil inundaba millones de hogares de todo el mundo con sus figuras de 7,5 centímetros. En muchos de ellos ya estaba el Monopoly, con su tablero de 40 casillas y su tapa mítica, que mostraba –y muestra- una caricatura inspirada en un no menos mítico banquero de inversión: J.P. Morgan. Monopoly sí resistió el embiste de la tecnología en el negocio juguetero. Y lo hizo en parte gracias al músculo que le aportó su nuevo dueño. En 1991, la empresa distribuidora acabó absorbida por el gigante Hasbro.
A bordo de la multinacional, Monopoly lanzó una versión en videojuego. La multinacional también desarrolló en cuanto pudo una aplicación para móvil. E invirtió en acciones llamativas de marketing, como organizar campeonatos mundiales de Monopoly. Todo con tal de generar montañas ingentes de dinero, pero de verdad.
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