“Terra valdrá en tres años tanto como todo el grupo Telefónica”. Cuando lo dijo, Juan Villalonga probablemente se lo creía. Lo afirmó en público, con rotundidad, en una conferencia a la que había sido invitado en calidad de presidente de Telefónica. Corrían los primeros meses del año 2000. El mundo estrenaba siglo, el despegue de internet abría una nueva era y Villalonga vivía los cambios desde el epicentro. O más bien desde lo más alto. Y no sólo porque viajara en avión privado. Lideraba la primera empresa del Ibex, cuya filial Terra se había colocado entre las mayores cotizadas de España el mismo día de su debut en Bolsa. Para colmo era amigo íntimo del presidente del Gobierno, José María Aznar.
Terra se estrenó en el parqué el día 17 de noviembre de 1999, a un precio de 11,8 euros. Cuando sonó la campanada final, sus acciones se pagaban a 37, un 184% más. Pocos meses después, cuando Villalonga sacaba pecho en los road shows, Terra seguía trepando por el Ibex, hasta rebasar a gigantes como Repsol, propietaria de campos petrolíferos en medio planeta; o a BBVA, con sus valiosos tentáculos en Latinoamérica y su cartera de participaciones industriales. Las empresas tradicionales buscaban el favor de los inversores con activos así, tangibles, líquidos y localizables. La generación de Terra ni los tenía ni los necesitaba. Su estratosférica valoración, y la de muchos rivales, respondía exclusivamente a las expectativas futuras de beneficio.
Villalonga aterrizó en Telefónica en 1996 con el empujón de Aznar, convencido de que los incipientes negocios de internet generarían dinero en cantidades industriales. Las empresas de telecomunicaciones, con su fuerte componente tecnológico, estaban en una posición privilegiada para aprovechar el despegue. Villalonga encargó la misión a un directivo con experiencia probada, Juan Perea. Trabajaron con un mantra: quien golpeara primero, tendría más posibilidades de noquear al contrario. Por eso desdeñaron el crecimiento orgánico y optaron por la expansión rápida, a través de alianzas y adquisiciones. Así fueron llegando los acuerdos con distintos portales en Latinoamérica. O la absorción en 1999 de Olé, uno de los primeros y más exitosos buscadores españoles.
Cuando Terra saltó al parqué, ya lucía tamaño… y deuda. Y eso que quedaba por llegar la gran operación. En febrero de 2000, apenas un trimestre después del debut, tocó un máximo de 157 euros. Dos meses después, Villalonga anunció la compra de Lycos por 12.500 millones de dólares. Era una apuesta agresiva incluso para los tiempos de la fiebre de internet, donde era costumbre abonar millonadas. Terra se compraba, nada menos, que uno de los mayores portales de Estados Unidos, para crear un gigante con presencia mundial, sólo superado en tamaño por American Online (AOL) y Yahoo.
Terra se convirtió en la ventana por la que millones de personas podían asomarse al fascinante mundo de internet. En el portal cabía todo, desde el buscador hasta el servicio de correo electrónico, pasando por las noticias y los servicios financieros. Terra era tan grande como su deuda, que debía amortizarse en los años venideros con el esperado torrente de ingresos. Pero el dinero nunca llegó. Entre otras cosas, porque la compra de Lycos se materializó cuando la burbuja tecnológica forjada en los últimos años estaba a punto de reventar. Se habían pagado en todo el mundo cantidades desorbitadas por empresas que no lo valían. Fondos de capital riesgo, grandes empresas (como la propia Telefónica) y millones de pequeños accionistas habían acudido al calor de la revalorización, inflando los valores hasta volúmenes insostenibles.
El Nasdaq, que había superado en marzo la cota histórica de los 5.000 puntos, empezó a desmoronarse. En dos años se evaporaron cinco billones de dólares. La hecatombe se tradujo en el cierre de multitud de empresas, desde start up a grupos bien consolidados. Y en la pérdida de los ahorros de las familias que se aventuraron a invertir en renta variable.
El pinchazo fue igual de grave en la orilla europea del Atlántico. Con los inversores huyendo y sin rastro alguno de los ingresos previstos, Terra fue asfixiándose con su propia deuda. La sangría era imparable, imposible de detener por Telefónica, que acabó tomando la decisión más drástica: absorber la filial y sacarla de la Bolsa. En junio de 2005, la compañía, que había prescindido de Villalonga al principio del desastre, ofreció a los accionistas un canje de 3,5 euros. Quien compró en máximos, había perdido 153 euros por acción.
Terra desapareció del mercado y casi de la estructura mastodóntica de Telefónica. Hasta el punto de que hoy es complicado hallar información en la web oficial del grupo. La filial que, según Villalonga, llegaría a valer más que la matriz, es descrita hoy someramente, como una firma que “ofrece contenidos y servicios de internet en mercados de habla hispana y portuguesa”.
Como Terra, otros rivales se quedaron por el camino. Como GeoCities, por la que Yahoo pagó 3.500 millones en 1999 para cerrarla unos años más tarde. La propia Yahoo -todo un referente cuando la burbuja vivía su esplendor- merodeó el cierre y acabó engullida por Verizon. Hubo un competidor, sin embargo, que esquivó en silencio el pinchazo. Y a base de decisiones inteligentes llegó a convertirse en una de las empresas más grandes del mundo. Larry Page y Sergey Brin la registraron en 1997 y la llamaron Google, usando una variación del término matemático googol (que significa 10 elevado a 100). Se habían conocido en la Universidad de Stanford. Page tenía 24 años y Brin, 23. Compartían pasión por la informática y no tardaron en llevarla a la práctica. Diseñaron un proyecto para digitalizar el archivo de la biblioteca universitaria. Para ello, crearon un algoritmo que se convertiría en el embrión del futuro imperio Google.
En 1997, cuando Telefónica estaba inmersa en la creación de Terra a golpe de chequera, Page y Brin instalaron sus equipos tecnológicos en sus respectivas habitaciones de la universidad. El algoritmo había saltado las murallas de la biblioteca. Olía a negocio en un momento en que el dinero fluía hacia las start up. De ahí que los dos informáticos empezaran a usarlo para indexar páginas de internet a velocidad de vértigo. En 1998, varios compradores llamaron a su puerta interesándose por su tecnología. Pero los dos fundadores mantuvieron la calma. La espera mereció la pena: en 1998, Sun Microsystems les inyectó 100.000 dólares. El empujón financiero pronto tendría un efecto multiplicador. Los dos socios se trasladaron a un garaje -como no- de Menlo Park, para seguir engordando el algoritmo.
Los resultados fueron inmediatos. En 2000, el buscador ya superaba en tráfico a Alta Vista. Eran los años del boom, pero Page y Brin aguantaron con los pies pegados en el suelo. Su decisión estratégica, la que les salvó la vida y les convirtió en multimillonarios, fue seguir un camino distinto al resto. Compañías como Yahoo y MSN en Estados Unidos, o Terra en Europa y Latinoamérica, optaron por convertirse en enormes portales de contenidos y servicios. Por el contrario, Google centró todos sus esfuerzos en potenciar el buscador. Porque el objetivo de Page y Brin era convertirse en un escaparate gigantesco de anuncios, el mayor del mundo.
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Esa era, y es, su gran fuente de ingresos. Cuanto mejor funcionara el buscador, más tráfico pasaría por su web. Y para ellos, tráfico era sinónimo de potenciales anunciantes. La compañía californiana no buscaba lo que siempre han perseguido muchos medios de comunicación: que unas pocas grandes empresas paguen mucho por anunciarse. Lo que consiguieron es que muchísimas empresas -grandes y, sobre todo, pequeñas- se anunciasen, aunque pagaran poco. Para ello, desarrollaron una plataforma que facilitaba la tarea a los interesados y permitía analizar fácilmente los resultados de la inversión.
Google ya tenía su propia fórmula, como Coca-Cola. Sólo cuando su éxito estuvo comprobado, la compañía empezó a expandir sus tentáculos. Así fue como saltó a otros negocios, mediante adquisiciones o desarrollos propios. Como los vídeos (YouTube), los navegadores (Chrome) o la telefonía (Android). La suma de todos los servicios llevó a Google a superar incluso a Apple en Bolsa. Pero para Brin y Page siempre fueron apéndices del negocio principal, el buscador, que mantuvo intacta su apariencia y su identidad; donde el más potente de los algoritmos permite documentarse, en milésimas de segundo, sobre la burbuja que Google supo esquivar y que se llevó por delante a Terra.
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