La llamada intempestiva de Moncloa en domingo sonó a mal presagio para Pedro Solbes. Al descolgar, el vicepresidente económico comprobó que lo era. Había llegado el momento, eludido durante días, de intervenir Caja Castilla-La Mancha (CCM). El día deparaba dos pasos amargos que dar. Primero, el Banco de España tomaría el control de la entidad, destituyendo a la cúpula directiva encabezada por un socialista, Juan Pedro Hernández Moltó. Luego le tocaría el turno al Consejo de Ministros, que debía reunirse de forma insólita una tarde de domingo, 29 de marzo de 2009, para aprobar una impopular inyección de dinero público. El gabinete presidido por José Luis Rodríguez Zapatero tenía que aprobar el amargo real decreto que inauguraría la era de los rescates bancarios en España. La que se llevó por delante un buen pedazo del sistema financiero. La que obligó al Ejecutivo a pedir ayuda al Eurogrupo, a cambio de severos ajustes que aún paga la ciudadanía.
Otros países habían probado ya el sabor amargo de los pinchazos bancarios. Empezando por Estados Unidos, que vivió atónito, medio año antes, el derrumbe de Lehman Brothers; todo un símbolo del capitalismo más puro (o salvaje, según quien lo mire). Aunque Washington había tenido que salvar a dos firmas hipotecarias en julio (Freddie Mac y Fannie Mae), fue la quiebra de Lehman Brothers, el 15 de septiembre de 2008, la que marcó el arranque de una nueva depresión en la primera potencia mundial. Otras economías occidentales irían tomando el desagradable relevo. Pero España aguantó. Y su presidente negó una y otra vez que la crisis fuera a golpear con la misma virulencia al sistema financiero nacional. Zapatero aseguraba que estaba protegido por un colchón de provisiones anticíclicas, alimentado durante años por las entidades, para amortiguar posibles caídas. El problema es que nadie, ni el más avezado economista del Banco de España, pensó que el batacazo sería de tal calibre. O mejor dicho, los batacazos, porque el de CCM sólo fue un aperitivo.
Pocas semanas antes de la intervención, había circulado un bulo en Castilla-La Mancha. Apuntaba a supuestos problemas de solvencia en la entidad. Y en algún pueblo llegó a causar un susto serio, como en Los Yébenes (Toledo), cuya sucursal se topó un día con una cola de clientes pidiendo la retirada de sus ahorros. CCM era el producto de la fusión de tres cajas provinciales (Ciudad Real, Albacete y Toledo). Cruzó la década de los 90 con buen paso, sin hacer mucho ruido, pero con niveles de solvencia aceptables y una amplia base de clientes, concentrada en la comunidad autónoma.
Era una más entre las muchas decenas de cajas de ahorros que convivían en España. Un modelo exitoso y centenario nacido en el siglo XIX como evolución de los montes de piedad, para apoyar la economía de menores núcleos de población. Estaban más pegadas al terreno que los bancos, su crédito era más accesible y sus beneficios se revertían en sus zonas de influencia a través de la obra social.
El modelo aguantó durante años casi todo… salvo a una España que iba demasiado bien. El boom económico de los primeros 2000, cimentado en el sector inmobiliario, alentó la ambición de las cajas. Por delante de sus responsables pasaban tremendas oportunidades de inversión. CCM comenzó a financiar grandes operaciones, alejadas de su ADN. La cúpula de la caja, liderada en lo institucional por Moltó y por Ildefonso Ortega en lo ejecutivo, tomó la decisión de montar una corporación industrial. La misma CCM que financiaba a miles de viticultores o a los supervivientes de la industria de la confección en La Mancha, comenzó a imitar a gigantes como La Caixa, dueña de la más envidiable cartera de participaciones. La caja manchega aprobó créditos de alto riesgo a promotores inmobiliarios de la zona, como Domingo Díaz de Mera o Ignacio Barco, que levantaron bodegas de diseño como Pago del Vicario y elevaron al Club Balonmano Ciudad Real a la élite del deporte europeo.
Pero los dos proyectos que se llevaron por delante a CCM tenían mucha más envergadura, a juzgar por su tamaño y, sobre todo, por su factura. El primero fue el Aeropuerto de Ciudad Real y el segundo un mega complejo de ocio denominado El Reino de Don Quijote, donde cabían desde casinos con el look de Las Vegas hasta atracciones a lo Eurodisney. Quienes gobernaban CCM no tuvieron sueños de grandeza sino delirios. Como los del personaje de Cervantes, pero de verdad. La caja se estrelló contra la realidad cuando la burbuja inmobiliaria reventó. El complejo de Don Quijote no llegó a levantarse. Pero sí el aeródromo de Ciudad Real, que nació con la ambición de convertirse en un apéndice de Barajas y murió de inanición por la falta de clientes. Cuando cerró sus puertas, sólo los rodamundos recorrían –literalmente- sus pistas. Costó 1.000 millones y se liquidó por 56.
Tan disparatadas operaciones elevaron la morosidad de CCM hasta límites insostenibles. Antes de tomar el control el Banco de España, rondaba el 25%. En los momentos de la agonía, Moltó buscó una fusión a la desesperada. Negoció con Unicaja e Ibercaja, pero ninguna quiso hacerse cargo de una sociedad tan moribunda. Sólo Cajastur aceptó, aunque sólo después de la intervención y tras una inyección de dinero público: 1.300 millones en capital y 2.500 en avales y garantías. CCM acabaría integrada en Liberbank; y Moltó juzgado y condenado por la Audiencia Nacional a dos años de cárcel por falsear las cuentas.
Tras la entidad manchega fueron cayendo otras cajas de ahorros que habían cometido el mismo pecado. Primero CajaSur. Luego CAM y CaixaCatalunya. Y para terminar, Bankia, el conglomerado de entidades liderado por Caja Madrid y Bancaja, cuyo fiasco obligó al Gobierno del PP a solicitar el auxilio europeo.
La debacle dejó cifras desoladoras: 60.000 millones de dinero público evaporados con los rescates y 43 cajas de ahorros desaparecidas –por absorción o fusión- de las 45 que había al inicio de la crisis. Sólo quedaron dos supervivientes: la valenciana Caixa Ontinyent y la mallorquina Caixa Pollença. Las dos son ejemplos de éxito, carne de estudio para las escuelas de negocios, cuyos casos podrían impartirse en una asignatura de finanzas, pero también de ética empresarial.
Sobre Caixa Ontinyent, la mayor de las dos, ya se ha publicado algún libro y alguna tesis. La entidad obró el milagro de abrirse paso en la región más devastada por la fiebre del ladrillo. Sólo hay que repasar la hemeroteca: tres de las entidades quebradas –Bancaja, CAM y Banco de Valencia- convivían en la Comunidad Valenciana. La fórmula de Caixa Ontinyent consistió en algo tan fácil, y a la vez tan inmensamente complicado, como rechazar las múltiples tentaciones de negocio que pasaron por delante en los años de boom. El consejo de la entidad también estaba habitado por políticos. Pero los consejeros tuvieron la templanza necesaria para hacer suya la cautela del cuerpo ejecutivo, que optó por la prudencia inversora en una región que crecía a golpe de pelotazo.
El mensaje que emanaba desde la cúpula caló en los empleados de base. Y nadie asumió riesgos. Al contrario, la plantilla remó en una única dirección, asumiendo a rajatabla la misión auto impuesta desde hacía décadas: "la captación de fondos reembolsables y la prestación de servicios bancarios y de inversión para clientes minoristas y pymes, con especial énfasis en aquellas actividades que fomenten el desarrollo económico y social en el ámbito de actuación". Nada más, pero tampoco nada menos.
Con la coraza puesta, la entidad, ubicada en un pueblo de 35.000 habitantes, se mantuvo fiel al espíritu que impregnaba las primeras cajas de ahorros. Siguió engrasando, en la medida de sus posibilidades, el tejido empresarial de la zona; y cuidando las nóminas de viudas y jubilados. Operaciones con mucho menos glamour que un aeropuerto o un casino, pero armas infalibles de resistencia.
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