De todas las metas que un ser humano puede marcarse en su vida, Elon Musk eligió la más ampulosa: cambiar el mundo. Se lo decía a quien quería escuchar sus sueños adolescentes de grandeza, a medio camino entre la soberbia y la ingenuidad. Lo increíble es que Musk se creía lo que contaba. Y lo milagroso, que hoy va camino de lograrlo a bordo de un Tesla: el vehículo convertido en enseña de la revolución de los coches eléctricos.
Los silenciosos Tesla rugen ya más que los Hummer. Los primeros simbolizan el futuro tanto como los segundos el pasado. Porque los Tesla abrieron un camino por el que acabará transitando toda la industria del automóvil. Porque su expansión tendrá un tremendo impacto en sectores como el petrolero, que vivió sus años de gloria gracias a la demanda de los coches que consumían mucho, como los Hummer.
Los vehículos eléctricos con más proyección del mundo son hijos del ingenio y la conciencia de Musk. De niño, Elon no quería ser piloto de Fórmula 1, sino inventor. Como Nikola Tesla, el serbio a quien tanto debe la industria eléctrica, cuyo apellido acabarían popularizando unos coches que funcionan sin gasolina. A diferencia de genios del motor como Enzo Ferrari o el español Wifredo Ricard, creadores de Ferrari y de Pegaso, Elon Musk nunca fue un visionario de la automoción. Su virtud, la que lo haría famoso, respetado y millonario, era la capacidad asombrosa para innovar, para caminar siempre un paso por delante de los demás.
El fundador de Tesla tiene más en común con Steve Jobs que con Henry Ford. El genio de California reventó las ventas de Apple creando ordenadores, móviles o tabletas distintos de sus rivales; y las de Pixar reinventando el cine de animación. Musk, sudafricano de nacimiento, inició su carrera empresarial muy lejos de los boxes. Primero, desarrolló una exitosa plataforma informática (Zip2) que daba soporte a medios de comunicación como el New York Times. Luego desafió a gigantes como Visa o American Express creando el sistema de pago Pay Pal, una visionaria plataforma online que facilitaba y abarataba las transferencias. Y más tarde viró hacia lo que realmente le entusiasmaba, el transporte, por tierra y por aire. O mejor dicho, por la estratosfera. Porque Elon Musk no sólo fabrica coches: también, o sobre todo, desarrolla cohetes y naves espaciales. Eso, sin hablar de su nueva aventura empresarial, el Hyperloop: un vehículo capaz de viajar a 1.100 kilómetros por hora. Como un avión, pero a ras del suelo.
El giro hacia los transportes obedece a su convicción –o al menos, eso dice- de que el planeta debe cambiar para subsistir. De ahí su apuesta por los coches que no contaminan. Y si la cosa se va a pique, los humanos deben estar preparados para hacer las maletas y marcharse a otro lugar de la galaxia. De ahí su inmersión en la industria aeroespacial.
De hecho, SpaceX cobró forma antes que Tesla. Con la fortuna acumulada tras la venta de Pay Pal a eBay, por 1.500 millones de dólares, Musk puso los cimientos de su empresa de cohetes. Su ambición era montar transbordadores tecnológicamente avanzados pero con los costes muy ajustados. La excelente combinación calidad/precio despertó el interés de los inversores. Y, por supuesto, de los posibles clientes. Incluida la todopoderosa NASA, que firmó un contrato millonario para que SpaceX pusiera a su disposición sus cohetes Falcon. También su nave de carga Dragon, la primera de capital privado que logró completar con éxito una misión de transporte a la Estación Espacial Internacional.
Entre sueños y proyectos aeroespaciales, Musk sacó tiempo y dinero para poner a rodar los Tesla. A principios de los 2000, los gigantes del motor ya invertían millonadas en investigar nuevos motores. Eran conscientes de que los combustibles derivados del petróleo estaban condenados a retroceder por muchos motivos, desde los riesgos geopolíticos derivados de la dependencia del crudo, a la lucha contra el cambio climático. El problema es que el desarrollo de los motores limpios amenazaba con canibalizar los ingresos que generaban los tradicionales.
Esta certeza amarga ralentizaba la apuesta de la industria por los motores eléctricos. Sin embargo, Tesla era una empresa totalmente nativa, que pivotaba sobre los negocios del transporte, la tecnología y la electricidad. La primera acción del equipo de Musk fue llamar la atención del mercado. En vez de crear un utilitario más, se estrenó en 2008 con un deportivo, el Roaster. Tesla quería demostrar que un coche eléctrico podía combinar diseño y velocidad, a un precio alto pero no desorbitado.
Fue una jugada avispada de marketing. El Roadster le dio visibilidad y buenas críticas. Puso a Tesla en órbita, muy distinta a los cohetes de SpaceX, pero suficiente para demostrar que el fabricante iba muy en serio y tenía mucho que decir. El Roadster era viable y Musk constituía en sí mismo una garantía para los inversores, que empezaron a arremolinarse en torno a Tesla. En 2010, la empresa salió a Bolsa; y ese mismo año, el Departamento de Energía estadounidense le concedió casi 500 millones en ayudas.
Había dinero para seguir adelante. La compañía le dio relevo al Roadster con el Tesla S, un sedán elegante, veloz, con altas prestaciones y elevada autonomía. El nuevo modelo entronizó aún más a la firma en el reino de los coches eléctricos y reforzó los paralelismos con Apple. Tesla apenas necesita invertir publicidad, su oferta es casi imbatible en prestaciones y diseño y además controla buena parte de la cadena del negocio, desde el diseño de las baterías hasta las gasolineras. O mejor dicho, las estaciones de carga, cada vez más extendidas por los mercados donde Tesla tiene presencia.
Pese a su juventud, la empresa de Musk se permite mirar cara a cara a gigantes del motor como General Motors, cuyo valor en Bolsa ha llegado a superar en Wall Street. La escalada ha alentado la teoría de que Tesla puede ser otra burbuja más. Para Musk, sin embargo, el éxito en bolsa certifica que el futuro está en su apuesta, no en la de las empresas que no han sabido adaptarse y están sufriendo, o directamente se han quedado por el camino. Hay ejemplos de lo uno y de lo otro.
Al igual que Lehman Brothers, General Motors (GM) demostró al mundo que hasta los más grandes podían sucumbir. En 2009, el mayor fabricante de coches del mundo se declaró en quiebra, incapaz de afrontar su descomunal deuda. La bancarrota, la mayor de la historia industrial de Estados Unidos, obligó al Departamento del Tesoro a colarse en el accionariado. Sometida a un cruento proceso de reestructuración, General Motors metió la tijera a los costes, fortaleció filiales rentables como Chevrolet, potenció las marcas premium (Cadillac o Buick) y clausuró las enseñas que no tenían recorrido. Este era el caso de los Hummer, nacidos como versión civil –o engendro, según se mire- de un vehículo militar, el Humvee.
El fabricante, que hizo negocio vendiéndolo en la Guerra de Irak, lo puso en las carreteras de EEUU en 1992, tras un cambio de look. Se llamaban Hummer y eran un monumento al exceso en todos los sentidos. Por su altura, por su peso, por su diseño y, sobre todo, por la cantidad de combustible que tragaban. Un Hummer podía engullir 18 litros de gasolina en 100 kilómetros, el triple que la mayoría de los turismos y mucho más que cualquier todoterreno.
General Motors compró la marca en 1996 pensando que sería una buena idea de negocio. El tiempo le quitaría la razón una década después. Cuando la crisis embistió a General Motors, las ventas de Hummer caían en picado. La línea de todoterrenos quedó fuera del rescate del Gobierno y, tras un intento infructuoso de venta a un grupo chino, echó el cierre en 2010.
Los Hummer volverán a la vida próximamente, más militares y más excesivos que nunca, gracias al impulso de un antiguo ingeniero de General Motors. Pero la producción estará acotada a un centenar de unidades al año, destinada sobre todo al mercado chino. Se llamarán Humvee C-Series (la marca Hummer sigue siendo propiedad de GM). Y harán las delicias de los nostálgicos que puedan pagar 150.000 dólares para escuchar los rugidos de unos vehículos condenados a la extinción, rebasados por una tropa de coches silenciosos.
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