Un hórreo en el corazón de La Mancha, con vistas a los viñedos de cencibel, al criadero de cerdos y a la mirada desconcertada de quienes cruzaban por delante cada mañana. Así era Eduardo Barreiros: un tipo acostumbrado a lograr lo que se proponía, desde lo grandioso a lo más nimio. Cuando mandó construir la cabaña gallega en la finca de Puerto Vallehermoso, ya era un empresario de éxito, de los pocos que habían salido millonarios del túnel de la posguerra, la autarquía y el intervencionismo. Todo un mérito para alguien que no tenía alcurnia en el DNI ni un pasado terrateniente: las dos llaves que, combinadas o por separado, abrían tantas puertas para hacer negocios en las instituciones opacas del franquismo.
La finca agropecuaria Puerto Vallehermoso, cerca de La Solana (Ciudad Real), era una prolongación del imperio industrial que Barreiros había levantado en dos décadas, a base de olfato empresarial y visión de ingeniero. No tenía título, pero sí unas manos capaces de hacer magia con los rudos motores de la época. Esa fue la clave de su éxito. Nació en un pueblo de Ourense en 1919 y se crió entre motores. Su padre tenía una pequeña línea de autobuses, que le sirvió de banco de pruebas para experimentar con bielas, cajas de cambio y tubos de escape. Tras la Guerra Civil, Barreiros montó un pequeño taller, un apéndice de la empresa familiar.
Allí empezó a fabricar y vender gasógenos, un artilugio que extraía de la madera o el carbón gas combustible. Se acoplaba a tractores, autobuses o maquinaria agrícola, y los ponía en movimiento sin necesidad de repostar gasolina, inalcanzable entonces por su precio para muchos. Barreiros pronto se desligó del negocio familiar y puso en marcha una empresa de construcción. Se lanzó a la caza de contratas de obra pública y acabó levantando diques, caminos y carreteras en Galicia. También reinventaba la maquinaria para ahorrar costes. Tantos experimentos dieron a luz a una técnica para transformar motores de gasolina en diésel.
El logro permitió a Barreiros dar un salto cualitativo. Ya podía armar sus propios motores para mover sus máquinas. No tardó en comenzar a fabricarlos para terceros. Tenía técnica y dinero para reinvertir, sólo necesitaba espacio. Por eso dio el gran paso de instalarse en Madrid. Sus terrenos al sur de la capital fueron testigos del nacimiento y la expansión del imperio. De la factoría de Villaverde salieron motores para turismos, taxis, grupos electrógenos y todo tipo de maquinaria. La misma cadena de montaje alumbró, a mediados de los 50, el primer camión marca Barreiros. Con él ganaron un concurso para dotar de 300 unidades al ejército portugués. El empresario gallego tuvo que cruzar la frontera porque en España tenía las puertas cerradas. Necesitaba una licencia para comercializar camiones y el Gobierno franquista se resistía a otorgársela.
El negocio de los vehículos pesados estaba en manos públicas. Los camiones y autobuses made in Spain los fabricaba entonces la Empresa Nacional de Autocamiones (Enasa), con la marca Pegaso. También había una rama pública de turismos, la Sociedad Española de Automóviles de Turismo (Seat), madre, entre otros, el exitoso 600. A Barreiros le costó años y disgustos lograr el sí de Franco. Cuando la década de los 50 agonizaba, le llegó el día. Y el empresario gallego pudo concentrarse en su misión de llenar las carreteras de vehículos con su nombre.
La licencia le sirvió para hacerse más rico. A mediados de los 60, con la economía española en proceso de despegue, Barrerios llegó a contar con una cuota de mercado superior al 50% en la venta de vehículos pesados. Pero el éxito también le llevó a endeudarse sin miramientos, con el fin de expandir, aún más, sus tentáculos. Demasiado, a juzgar por lo que sucedería pocos años después.
La compañía había ganado tamaño suficiente para medirse en España con gigantes de talla europea, como Mercedes-Benz. Entre ambas había grandes diferencias (la alemana era más antigua y mucho más grande tras la fusión entre Daimler y Benz-AG). Pero también guardaban paralelismos. Por ejemplo, comercializaban tres gamas idénticas de productos: turismos, camiones y turismos.
Barreiros comenzó a exportar, a vender a crédito y a diversificar hacia otros negocios. La ambición le pasó factura. Con una deuda trepando hasta la línea de flotación, Barreiros tuvo que abrir el capital a un competidor. Chrysler entró en el grupo en 1965, dio aire a las finanzas y potenció la fabricación de todo un best-sellers de la época, el Simca 1.000. La compañía alcanzó los 25.000 empleados, con el gigante americano cada vez más integrado y el fundador gallego en proceso de retirada. Fueron los últimos años dorados, en los que el fundador pudo sentirse tan poderoso como el dueño de Mercedes-Benz. Hasta el rey Faisal de Arabia Saudí le pidió audiencia para visitar la fábrica de Madrid. Y el príncipe Juan Carlos, futuro rey de España, se dio una vuelta por la factoría de copiloto, porque el volante lo llevaba el empresario.
Eduardo Barreiros acabó vendiendo la empresa a Chrysler para centrarse en los negocios agrícola y ganadero. Y lo hizo a lo grande, comprando 5.000 hectáreas de terreno en La Mancha. Allí roturó la tierra para hacerla cultivable, invirtió millonadas en maquinaria y compró sementales con premios y medallas, para criar miles de cabezas de ganado vacuno. El gallego probaría suerte por otras vías, como la minería o el sector inmobiliario. Pero el dinero ya no llovía con la misma intensidad, porque España estaba en los 70 estaba cambiando: había más dinero, más iniciativa privada y, por lo tanto, más competencia. Se acercaba el fin del franquismo y de una época.
Cuando el imperio quedó reducido a un recuerdo, Barreiros hizo las maletas y siguió los pasos que muchos gallegos como él habían dado años antes, pero sin caudales. Se marchó a Cuba para empezar de nuevo. Le quedaban por delante unos pocos años de gloria local, fabricando motores como hacía en Villaverde, pero junto al Caribe y bajo la sombra de la dictatura de Fidel Castro. Toda una paradoja para un emprendedor que se hizo rico en la España de Franco.
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