No era posible abstraerse, ni falta que hacía: la realidad se veía con ojos de emperador desde el asiento principal del palco presidencial del Bernabéu. Fernando Martín era consciente de que no se podía llegar mucho más alto en la carrera de empresario. Aunque le costaba contener los sueños de grandeza y aferrar al suelo sus pies de constructor venido a más. Porque en esas fechas –primavera de 2006- y en ese instante de su vida –aún no había cumplido los 60-, ya era millonario. Tenía plaza segura en los reservados más VIP de los restaurantes de moda. Subía a los despachos de los banqueros en el ascensor que sólo usan las grandes personalidades. Y la agenda de su móvil almacenaba los números de los galácticos del Real Madrid, desde Zidane hasta Ronaldo, pasando por Figo y Beckham. Ahí es nada.
En la España de 2006, el presente pintaba bien y el futuro prometía más aún. Los créditos manaban como torrentes de los bancos y, sobre todo, de las cajas de ahorros, dispuestas a satisfacer sin miramientos la insaciable demanda de los constructores. Prestamistas y prestatarios estaban detrás del milagro económico español, del que presumía Aznar, el que llevaba en volandas a Zapatero, el que asombraba al mundo por su PIB imparable. Fernando Martín estaba en el escenario, era uno de los protagonistas. Vallisoletano, licenciado en química, decidió en 1991 probar suerte en el negocio inmobiliario y registró una sociedad encabezada con su apellido. Le fue bien y reinvirtió lo ganado con tino durante la década de los 90: en más ladrillo, dónde si no. En 2002, entró con fuerza en el capital de una de las grandes empresas del momento, Vallehermoso, propiedad entonces del Banco Santander y predestinada a ser absorbida por otra gran constructora: la Sacyr de Luis del Rivero.
Martinsa fue creciendo a un ritmo endiablado. En el punto más álgido del boom, cuando Martín se hizo cargo de la presidencia del Real Madrid tras la dimisión de Florentino Pérez, su empresa era capaz de promover casi 10.000 viviendas al año. Sentado en la atalaya del palco, a mediados de 2006, el empresario rumiaba una decisión que daba vértigo: seguir creciendo de forma orgánica o redoblar la apuesta comprando un rival. Optó por el riesgo impulsado por dos razones: nadie –ni el Gobierno ni los analistas ni los organismos internacionales- pronosticaba nubarrones para la economía en el corto y el medio plazo; y casi todos los dueños del dinero estaban dispuestos a soltar crédito si había ladrillo por medio.
En 28 de septiembre de 2006, su suerte estaba echada. Martinsa anunció una oferta por Fadesa, controlada por el empresario gallego Manuel Jove. Le extendió un cheque de 4.000 millones que le daba acceso directo al club de las mayores inmobilarias de Europa. Había nacido un gigante con los días contados. Fernando Martín tuvo el mal fario de jugárselo todo al ladrillo sólo unos meses antes de que estallara la burbuja inmobiliaria. Jove, sin saberlo entonces, acertó de pleno al anticiparse al naufragio del sector.
En 2007 saltaron las primeras alarmas internacionales con el pinchazo de las hipotecas basura. Y en 2008, la crisis económica embistió con una fuerza inusitada en Occidente. El estallido paralizó la demanda de vivienda y el crédito, y depreció rápidamente el valor de los inmuebles; una combinación letal para quienes habían empeñado su dinero y su futuro en el negocio de las construcción. Como algunas cajas de ahorros. Y como Fernando Martín, atrapado por un presente oscuro y un futuro aterrador con una deuda monumental.
Ese mismo año, Martinsa Fadesa presentó el primer concurso de acreedores de la historia de España, con un pasivo superior a los 7.000 millones de euros. Logró salir adelante tras una dura negociación con los acreedores, que aceptaron fuertes descuentos. La empresa aguantaría a duras penas unos años más. Hasta que la banca decidió cerrarle el grifo para siempre en 2015 y la condenó a la liquidación.
Dos años después, la web del antiguo gigante es un portal sórdido, donde se anuncian las subastas programadas de sus activos. Fernando Martín permanece tan lejos de los focos como otro empresario que decidió adentrarse en el negocio inmobiliario. En 2002, cuando Martinsa ya era grande, Amancio Ortega fundó Pontegadea. El dueño de Inditex decidió empezar a reinvertir en ladrillo los dividendos astronómicos que le generaba Inditex.
Sin embargo, Ortega entró en el sector por otra vía: la compra de edificios y rascacielos emblemáticos. El padre del milagro de Inditex rehuyó de la promoción de viviendas, y se centró en la compra de inmuebles destinados al alquiler para empresas, tanto oficinas como locales comerciales. El empresario de Arteixo y su equipo, encabezado por José Arnau, conocían bien el mercado inmobiliario; no el español, el mundial. Llevaban décadas peinando las grandes ciudades, en busca de las mejores localizaciones para abrir las tiendas de Zara y del resto de enseñas de Inditex.
Pontegadea solo invertía –e invierte- en edificios de nivel, donde está garantizado el alquiler a inquilinos con solvencia. Empezando por sus rivales: en Madrid, Ortega es el casero de Primark en su megatienda la Gran Vía. El otro gran mandamiento autoimpuesto de Pontegadea es la compra a tocateja. Ortega tiene tanta liquidez que no necesita recurrir a la financiación externa para adquirir nuevas propiedades. A medida que crecían los dividendos procedentes de Inditex, la cartera de activos de Pontegadea iba engordando. También los fondos de la Fundación Amancio Ortega, responsable de la reciente donación de 320 millones a hospitales públicos para la lucha contra el cáncer (la mayor inyección realizada por una empresa en este país).
La inmobiliaria de Amancio Ortega comenzó a ampliar sus dominios a la misma velocidad que se expandía Inditex. El gran salto cualitativo lo dio en 2011, cuando adquirió su primer rascacielos: la Torre Picasso, uno de los más conocidos de Madrid.
Luego siguieron otros muchos, dentro y fuera de España. En la actualidad, Pontegadea está presente en nueve países de tres continentes. A parte de España, cuenta con propiedades en Italia, Reino Unido, Francia, Portugal, Estados Unidos, Canadá, México y Corea del Sur.
Algunos de los mejores inmuebles están ocupados por tiendas de Inditex, como el Zara de Nuevos Ministerios en Madrid (el mayor del mundo) o el de la Plaza de Cataluña en Barcelona. En otros pagan el alquiler grandes compañías: Bacardí en Miami, Rio Tinto en Londres, Tiffany en San Francisco o Apple en Barcelona. También hoteles, como el que ocupa el primer edificio que Pontegadea compró en Asia.
La última gran adquisición de la inmobiliaria ha sido la Torre Cepsa, el edificio más alto de la capital de España, con 250 metros y la firma de Norman Foster. Desde su compra en 2016, se alzó como nuevo emblema de una cartera de activos valorada en 6.000 millones, superando a la Torre Picasso y al famoso edificio Haughwout de Nueva York, una pica de Arteixo en el corazón de Broadway.
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