El jueves sus vidas se volvieron a cruzar. Sería la última vez. Hacía quince años que habían dejado de hacerlo, que las guerras de la política los había alejado entre sinsabores. Esa mañana todos los focos apuntaban hacia él, como otrora hicieran con su antecesor. Ante el Tribunal Supremo, con semblante serio, minucioso y con templanza, sin perder la compostura ni la educación, fue desgranando cada movimiento, cada llamada, cada paso. A 400 kilómetros de allí, quien hacía tres lustros copaba los micrófonos en Euskadi en un carrusel de frases ingeniosas, exabruptos o lecciones de oratoria, daba su último aliento. Hacía días que su voz se había apagado, que la fortaleza con la que arengaba a los suyos sólo era un recuerdo vivo entre los suyos. Xabier Arzalluz Antia se iba, les dejaba.
Con su adiós, el carismático y polémico dirigente nacionalista daba su último golpe político; miles de artículos recordarían lo que fue, lo que dijo y lo que soñó. Para bien y para mal. En estos días, su modelo de liderazgo, de partido, de gestión política ha vuelto a revivir. Frases, éxitos, fracasos y silencios que marcaron un tiempo y un modo de hacer que poco o nada se asemeja al actual.
Urkullu nunca fue Arzalluz. Tampoco el jesuita metido a político se identificó jamás con el maestro convertido en lehendakari. Sus vidas no se distancian tanto, el modo de vivirlas sí. Ambos lo fueron todo en el PNV, alcanzaron la cúpula de la formación; cinco años uno, 21 el otro. Ocuparon el despacho y timón del partido que aún hoy controla Euskadi. “Fue un gigante”, dijo el hoy presidente del partido, Andoni Ortuzar. Urkullu subió más escalones en el escalafón, llegó a ser lehendakari. Arzalluz nunca necesitó serlo, sabía que mandaba más que todos ellos.
El calendario vital le había guardado la mañana de protagonismo del 28 de febrero a Urkullu y la tarde a Arzalluz. Los obituarios, algunos escritos de antemano, volvieron a desempolvar una época y un modo de entender la patria, la política y España.
Los 'Jobubis'
Cuando Arzalluz decidió afiliarse al partido Urkullu aún llevaba pantalones cortos. ETA acababa de asesinar al comisario de policía Melitón Manzanas y para Arzalluz fue el momento para dar un paso adelante. En aquel 1968 el hoy lehendakari tenía siete años y toda una carrera política por hacer. 29 años les separaban. El tiempo en el que crecieron les marcó y les diferenció. Uno guipuzcoano y otro vizcaíno, ambos religiosos y amantes de su patria, cada uno a su manera. El viejo nacionalismo postfranquista llegado desde la clandestinidad frente al abertzalismo moderno, cansado de viejas recetas y disputas del siglo XX y necesitado de nuevas fórmulas para sobrevivir en el nuevo siglo.
El joven Urkullu conocía bien al viejo Arzalluz, al líder al que todos idolatraban en Sabin Etxea y aplaudían a rabiar en mítines y ‘Alderdi Egunas’ (Día del Partido). Arzalluz nunca se fijó especialmente en él, demasiado moderado, demasiado discreto. Pero Urkullu y él coincidieron cuatro años, desde 2000 a 2004, en el organigrama de dirección del partido, uno como presidente del Bizkaia Buru Batzar -Ejecutiva vizcaína- y el otro como presidente del partido. Aquella generación joven que empezaba a pedir su espacio y dejar de estar a la sombra de un líder de 71 años no tardaron en imponerse y precipitar su salida.
El primer órdago que se osó plantear a Arzalluz se lanzó en Vizcaya, en el feudo fuerte, menos soberanista y más potente del PNV. Los conocidos como ‘Jobubis’ (Jóvenes burukides -dirigentes- vizcaínos) entre los que figuraban Urkullu y Ortuzar empujaban y forzaban un cambio de ciclo, de época en el caso de Arzalluz. El propio presidente Arzalluz reconocería años después que para 2004 él se sentía cansado para librar más batallas, que se sentía como “una fruta madura a punto de caer”.
Arzalluz nunca se fijó especialmente en él. Demasiado moderado. Los 'jóvenes' del PNV terminaron por desplazar al viejo presidente"
Y cayó. Desde entonces el olvido le fue sepultando en Sabin Etxea. Arzalluz ‘el grande’ –en palabras de Ortuzar estos días- nunca volvió a ser consultado, según él mismo reconoció, “no me llaman, pero no tienen por qué hacerlo, yo tampoco lo hacía”, aseguró hace cinco años. Sus apariciones en público también desaparecieron y sólo en ocasiones puntuales volvió a subir a una tribuna del PNV de los ‘Jobubis’.
El desgaste del ‘Plan Ibarretxe, y las pugnas internas en el partido lo habían fracturado hasta hacer renacer los ecos de la escisión vivida en 1986. En 2004 finalizó la era Arzallus. Su apuesta por mantener un PNV más soberanista tras su marcha y dejarlo en manos de Joseba Egibar falló. El moderado Josu Jon Imaz venció por un voto y ocupó la presidencia del PNV. Fue algo temporal. La guerra entre soberanistas y pragmáticos aún mantendría las brasas vivas durante mucho tiempo. Cuatro años después Imaz anunció desengañado que lo dejaba, que se iba a la empresa privada –hoy es consejero delegado de Repsol-. Se marchó sin el perdón de Arzalluz.
Dos líderes para dos crisis
Fue entonces cuando el discreto Urkullu surgió como la alternativa de consenso llamado a coser el partido, a unir las dos almas nacionalistas. También a él le tocó recomponer los fragmentos rotos que dejó Ibarretxe y su plan y sobre todo, el varapalo de perder el Gobierno y ser desplazado a la hasta entonces desconocida oposición en Euskadi de la mano de la alianza entre Patxi López (PSE) y Antonio Basagoiti (PP).
Dos décadas antes, Arzallus vivió una crisis aún más profunda. A mediados de los años 80 el adversario doméstico era el lehendakari Carlos Garikoetxea y la pugna, la primacía del partido frente a la del Gobierno vasco, de los territorios históricos frente al conjunto de Euskadi. El pulso de gallos que libraron acabó hiriendo el partido, separando familias y provocando la escisión más fuerte en la historia de la centenaria formación. Aquella crisis no terminó bien. Arzallus vio cómo la formación que había logrado recomponer, renovar y fortalecer tras décadas de clandestinidad se hacía añicos. Jamás se lo perdonó a Garaikoetxea. El ex lehendakari es aún hoy un nombre negro, casi desaparecido en el libro de historia del partido.
Arzalluz no logró impedir la ruptura y escisión del PNV en 1986. Urkullu cosió el partido hasta erradicar los 'versos sueltos'"
Urkullu no es de golpes en la mesa, de sentencias o amenazas, lo suyo es más el trabajo discreto, constante. Quienes trabajan con él lo definen como una hormiga que todo lo recuerda, todo lo apunta, que gusta más la empatía que el encontronazo. Por ahora, la labor le ha dado resultados. En el PNV de los ‘Jobubi’, de los ‘jovenes’ que desplazaron a Arzalluz, las voces críticas han desaparecido, se han domesticado las tradicionales corrientes o almas y el partido se ha unido en torno a una sola voz, a una bicefalia que actúa al unísono: la del presidente del EBB y la del lehendakari. Se acabaron los versos sueltos.
Frialdad y calor ante ETA
Es evidente que las formas tampoco nunca les igualaron. Las tres carreras y los cinco idiomas que hablaba el catedrático de Derecho Constitucional Arzalluz le brindaban una riqueza cultural y de oratoria utilizada con sutileza en ocasiones, con socarronería otras y con brusquedad en las más recordadas. Su vehemencia y su tono habitualmente severo con los medios de comunicación dibujaron en él un perfil duro, distante. En Urkullu no hay nada de eso. El maestro que un día llegó a lehendakari transmite templanza, tono siempre moderado y verbo en ocasiones confuso. Al contrario que a Arzalluz, a Urkullu se le ve incómodo arengando a las masas, lo suyo es el trato cercano. Tampoco hay golpes en la mesa.
A uno le tocó hacer política en los años más duros de la violencia en Euskadi, al otro, gestionar la paz y la convivencia. Arzalluz siempre mantuvo un discurso ambiguo frente a ETA. Compaginó periodos en los que reivindicó su final y años en los que guardó una clara equidistancia. En su haber figuran acuerdos como el Pacto de Ajuria Enea (1988) para acabar con ETA o el acuerdo de Lizarra (1998) suscrito con la propia banda. La frase del “árbol” agitado por ETA y las “nueces” que otros debían recoger le persiguió de por vida. Sus reproches a la policía, el ministerio del Interior o la lucha antiterrorista fueron numerosas.
La distancia con las víctimas y ambigüedad ante ETA marcó a Arzalluz. Urkullu llegó a pedir perdón, 'debimos reaccionar antes'"
También su frialdad y distancia hacia las víctimas, en los peores años de ETA, fue una actitud repetida a lo largo de su vida política. Llegó a afirmar que quienes no pudieran vivir con la violencia se tomaran “un válium”. Él mismo dijo ser consciente de que pasaría a la historia “como un malvado” y así es recordado en muchos lugares de la sociedad española. La mano dura a España la empleó siempre, la mano de seda hacia ETA y su entorno, en muchas ocasiones.
Urkullu estuvo al frente del PNV los años finales de la banda. Como lehendakari, gestiona el tiempo post ETA. Ha sido el primer mandatario del PNV en “pedir perdón” a las víctimas, “debimos reaccionar antes”, dijo. Lo hizo ante ellas el 5 de junio de 2015, cuando hizo autocrítica y reconoció que la división política aún hoy desdibujaba la “solidaridad con las víctimas y el rechazo a la violencia” algo que sucede “de manera injusta e inaceptable”. A ello Urkullu suma una exigencia reiterada, y hasta ahora sin respuesta, a la izquierda abertzale para que reconozca que “matar estuvo mal”.
Dos modos de amar la patria
Los dos amaban su patria, su “nación”. Ambos supieron labrar complicidades a izquierda a derecha, entenderse con González y Aznar, con Rajoy y Sánchez “por el bien de Euskadi”. Pero a largo plazo la senda que dibujaban era dispar, de ‘soberanismo de confrontación’ en un caso, de ‘soberanismo amable’ en otro. El clima casi “bélico” que frente a España gustaba dibujar a Arzalluz y que llegó a describir a Mayor Oreja como el “ministro de la guerra de Aznar”, nunca asomó en el discurso de Urkullu. El fallecido presidente histórico del PNV evolucionó a lo largo de su vida política desde el posibilismo a las tesis de la unilateralidad más propias de la izquierda abertzale que de su viejo partido. En los últimos tiempos se le vio más cerca del independentismo de Otegi que del “nuevo estatus” de Urkullu. El propio secretario general de Sortu no dudó el jueves en referirse a Arzalluz como “uno de los nuestros”.
Arzalluz siempre admiró la valentía de la vía unilateral catalana. Urkullu aboga por un acuerdo "legal y pactado" hacia la soberanía"
Cuesta imaginar que tal afirmación la lanzara Otegi para referirse al hoy lehendakari. La relación entre el PNV de Urkullu y Ortuzar con la izquierda abertzale está lejos de esa complicidad. Las unilaterales, la falta de compromiso y de disposición a facilitar acuerdos y la resistencia a condenar su pasado de apoyo a ETA ha abierto un abismo entre los líderes jeltzales de este siglo y Otegi y los suyos.
Tampoco la senda hacia la independencia que ambos dibujaban era la misma. Arzalluz afirmó que el camino emprendido por Puigdemont y el soberanismo catalán era digno de admiración. Un ejemplo y un respaldo que Urkullu nunca ha concedido. Su defensa de un acuerdo “legal y pactado” y siempre dentro de la legalidad se ha convertido en su mantra. Urkullu no quiere pulsos sino acuerdos.
Son dos versiones, dos presidencias de dos PNVs. Liderazgos que estos días han vuelto a verse en el espejo. Un reencuentro póstumo y que el partido, por ahora, no quiere extender más de lo necesario. El adiós a Arzalluz ha estado acompañado de palabras de agradecimiento y reconocimiento, y de declaraciones oficiales de quienes hoy lideran el partido. También ha habido gestos; bandera a media asta en la sede y libro de condolencias en la sede, pero poco más. Nada de actos con la militancia que tan bién manejó, movilizó y arengó el patrón de patrones del nacionalismo vasco.
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