Era día de pruebas, tocaba ir a la playa de Laga. Los morteros estaban cargados en el Land Rover a la espera del convoy policial que llegaría en breve para acompañarle, como hacía siempre. Dos unidades de la Guardia Civil, una procedente del cuartel de Lekeitio y otra del de Ondarroa. La empresa ‘Esperanza y Cía’, ubicada en la localidad vizcaína de Markina, conocía bien la rutina que requería probar sus productos, lo hacía dos veces por semana. Los terroristas, también. Llevaban meses siguiéndoles, vigilándoles. Habían planificado todo para cometer el atentado el 24 de enero, pero esa mañana no se probó ningún mortero.
Esperaron. Una semana después, el 1 de febrero de 1980, el protocolo volvió a ponerse en marcha camino del arenal, del campo de pruebas. Nunca llegarían. A la misma hora que ultimaban los detalles, que los agentes escoltaban el convoy, nueve miembros de ETA se escondían entre árboles y arbustos en un punto de la ruta, el kilómetro 53 de la BI-V-1249 a su paso por Ispaster. Ocultos entre matorrales, protegidos con chalecos antibala, pertrechados con granadas, metralletas y fusiles de asalto se disponían a perpetrar uno de los atentados más sanguinarios de la historia de la banda.
Cuando pasó el convoy de tres Land Rover -uno de la empresa con dos guardas jurados y dos de la Guardia Civil que abrían y cerraban la marcha, con tres agentes cada uno-, los etarras comenzaron a disparar. Lo hicieron a discreción. En el lugar se recogieron un centenar de proyectiles. Los seis agentes de la Guardia Civil -Alfredo Díez, José Gómez, Antonio Marín, José Martínez, Victorino Villamor y José Gómez Trillo- murieron. Pese a que la carnicería infernal había dejado sus cuerpos destrozados, los etarras les remataron de un tiro en la cabeza. Dos miembros del comando, Gregorio Olabarria y Javier Gorrotxategi, también fallecieron en la refriega. Horas después los agentes fueron despedidos casi en la clandestinidad en un funeral en el cuartel de La Salve, en Bilbao. Los etarras, en actos multitudinarios y en medio de una jornada de huelga por su muerte.
Apenas había comenzado 1980, el año en el que el horror se hizo cotidiano. Al final de aquellos doce meses la violencia terrorista de distinto signo había dejado un rastro de dolor difícil de asimilar: 132 asesinados, 395 acciones terroristas, 20 secuestros, detenciones masivas, torturas, desestabilización institucional y un encogimiento generalizado de corazones. La sociedad vasca se adentraba de lleno en un túnel oscuro del que no saldría hasta cuatro décadas más tarde.
Una democracia "en el abismo"
ETA, las ‘tres ETAs’ -la rama ‘Político Militar’, la ‘militar’ y los ‘Comandos Autónomos Anticapitalistas’-, fue la que entonces concentró la mayor parte del horror. No fueron los únicos. En 1980 la organización terrorista estuvo detrás de 95 asesinatos, pero también grupos terroristas afines a la ultraderecha los provocaron, 28 asesinatos, y vinculados a la ultraizquierda, 6.
Asegura la escritora Luisa Etxenike que la Euskadi de aquel año fue víctima de “demasiada realidad”. En 1980 había un asesinato cada menos de tres días. Era una sociedad aún “poco entrenada en el ejercicio y exigencia democrática”, recuerda Etxenike. Poco antes se había estrenado la que sería una senda histórica de “pasividades, indiferencias, silencios y miradas desviadas”. Cita a Marco Antonio en el ‘Julio César’ de Shakespeare cuando adivinaba que “la costumbre del horror sofocará toda piedad”. En la Euskadi de 1980 aquella negra rutina de muerte terminaría por “¿sofocar, anestesiar, nuestra empatía, nuestro deber de solidaridad, nuestra conciencia social?”, se pregunta la escritora vasca
Lo hace en el prólogo de ‘1980, el terrorismo contra la Transición’ (Ediciones Tecnos), un detallado trabajo de investigación coordinado por el historiador Gaizka Fernández Soldevilla y la doctora en Comunicación, María Jiménez. En el se analiza el impacto de la violencia en la sociedad vasca y española y su incidencia en la Transición. Con la aportación de 16 historiadores, periodistas, profesores universitarios y profesionales de distintos ámbitos, la obra promovida por el Centro Memorial de Víctimas del Terrorismo permite repasar el que fue el año más difícil de la historia reciente de nuestro país.
Fernández Soldevilla concluye que el elevado número de atentados terroristas cometidos y las circunstancias sociales, económicas y políticas en las que se encontraba el país hicieron que 1980 fuera “el año en el que la democracia se asomó al abismo”. La intensa actividad terrorista, concentrada en gran medida en las distintas ramas de ETA se completó con la protagonizada por grupos armados de extrema izquierda (GRAPO, FRAVA) y extrema derecha (BVE, AAA, GAL), e incluso por atentados perpetrados por organizaciones extranjeras. “Compartían métodos, extremismo doctrinal y un rechazo frontal a la Transición”, asegura. Una oposición motivada por causas bien distintas que iban desde quienes ansiaban la independencia hasta los que añoraban los tiempos de la dictadura.
Transición "idealizada y demonizada"
A esa actividad criminal se sumó un cúmulo de elementos que hicieron no sólo más difícil sofocarla sino que pusieron en peligro la consolidación de la recién recuperada democracia. La España de los 80 aún contaba con Cuerpos y Fuerzas de Seguridad del Estado poco cualificadas e ineficaces en la lucha antiterrorista. En muchos casos, recuerda Fernández de Soldevilla, con un pasado que aún afloraba con comportamientos “faltos de cultura democrática”. A ello se sumaba la presión que la intensidad de los atentados generaba en los agentes que debían vivir bajo el temor a sufrir un atentado y en un clima social de rechazo cada vez más asfixiante.
Los datos no dejan lugar a dudas de la tensión en la que transcurrió aquel terrible año bisiesto. “Esta realidad pone en entredicho la imagen de Transición pacífica demasiado presente en la vida pública”, asegura. Considera que ese mito en torno a la Transición compite con otro que desde el sector más complaciente con la violencia se ha intentado construir: "Este periodo abarca la idealización pero también la demonización. Está el mito de la Transición sangrienta que hace un relato minimizado de la acción de ETA y la extrema izquierda y pone el acento en la violencia de la extrema derecha y en la represión policial”. Lo que ‘1980, el terrorismo contra la Transición’ documenta concluye que la violencia “no fue el resultado de la Transición sino de quienes quisieron hacerla descarrilar”, asegura.
El año más sangriento de la historia reciente, -sólo superado por 2004, cuando los atentados del 11-M provocaron más muertos, 194- llegó cuando la estructura democrática aún estaba apuntalada con andamios. En España se habían celebrado ya las primeras elecciones generales, se había aprobado una Constitución y Euskadi gozaba del Estatuto de Gernika aprobado en 1979. Pero todo seguía apenas hilvanado, como se vería un año más tarde con el intento de Golpe de Estado del 23-F de 1981.
La profunda crisis económica, la fractura política y el apoyo social creciente que tenían las acciones de ETA fueron el caldo de cultivo para alimentar un clima de violencia que perduraría durante demasiados años. 1980 fue el más violento, pero no fue el primero. Los llamados ‘años de plomo’ conformaron un periodo negro en la vida del País Vasco. El periodista Florencio Domínguez, uno de los participantes en el libro, asegura que en el tiempo que va entre 1977 y 1984 se produjeron 50 asesinatos y 225 atentados de media cada año. Es en esos ochos años cuando se concentra casi la mitad de los asesinatos que cometería ETA a lo largo de su historia.
En 1980 ETA militar, ETA-pm y los Comandos Autónomos entraron en una suerte de espiral por competir en intensidad. Para entonces la organización terrorista había logrado robustecer su estructura. “En 1977 alcanzó un gran nivel de reclutamiento. Llegó a rechazar voluntarios, estaba sobrada de militantes. Tanto, que llegó a poner como requisito haber hecho el servicio militar”, segura Domínguez.
Un comando cada once días
A ello sumaba el adiestramiento de algunos de sus miembros a cargo de ejércitos como los de Argelia, la disposición de muchos recursos económicos fruto de su extorsión y un respaldo social en claro aumento: “En 1978 ETA creaba un comando legal cada 11 días”, señala el director del Centro Memorial de Víctimas. Esta actividad intensa contó con el beneficio del ‘santuario’ francés, donde sus militantes se refugiaban sin miedo a ser detenidos ni entregados. Todo ello con un Estado español desbordado, políticamente aún débil, y unos cuerpos policiales mal formados, poco equipados y bajo gran presión social.
En las elecciones generales de 1979 Herri Batasuna, afín a ETA militar, logró el apoyo de 172.000 vascos y navarros. Euskadiko Ezkerra, el brazo político de ETA pm, 87.722. Los primeros continuarían aún casi cuatro décadas ejerciendo la violencia terrorista, los segundos terminarían por disolver la banda a mediados de los 80 para centrarse únicamente en la acción política.
A lo largo de las más de 500 paginas de '1980' se repasa no sólo la actividad terrorista sino otros aspectos como las tensiones militares, la acción criminal de grupos parapoliciales, los llamamientos al intervencionismo militar o el tratamiento que de todo ello hizo la prensa del momento. También se analiza cuál fue la respuesta social que se dio, se incluyen testimonios en primera personas de algunas de las víctimas que padecieron la violencia en aquellos años y se estudia la actuación política y policial.
Durante la presentación de ‘1980, el terrorismo contra la transición’, el delegado del Gobierno en Euskadi, Denis Itxaso, agradeció a los autores la aportación documental que supone la obra. Subrayó el valor que tendrá para dejar por escrito a futuras generaciones lo que sucedió. Un País Vasco “en el que había un espejo en que nunca hemos querido mirarnos”: “Hoy las víctimas son el testigo incómodo que nos genera mala conciencia, pero es necesario construir convivencia y hacerlo sobre la verdad”.
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