Dos meses después de consumada la fuga del penal de Valdemoro por parte de los hermanos Moñiz, especialistas en butrones y alunizajes, las incógnitas y las sombras siguen planeando sobre este suceso. Plantear una fuga de estas características en un guion cinematográfico sería muy arriesgado de cara a la credibilidad de un espectador objetivo. Pero como se dice vulgarmente: la realidad supera a la ficción. Y en este caso, realidad y ficción se diluyen en una frontera nebulosa, hecha de la misma niebla en la que se perdieron el día 5 de diciembre del año pasado los dos conocidos aluniceros, Jonathan Moñiz, El Piojo, y Miguel Ángel, El Negro, tras saltar los muros de la prisión.
El informe realizado por Instituciones Penitenciarias y por la propia Guardia civil sobre las causas de la fuga, adelantado la semana pasada por el diario El País, ya está en poder del juzgado de Valdemoro que se ha hecho cargo de la investigación. Según esta información, dos agentes de la guardia civil que se encontraban de servicio ese día, y un funcionario de prisiones están bajo la lupa de los investigadores. Uno de los guardias civiles no hizo caso a los continuos saltos de la alarma que se produjeron desde las 19:03 hasta las 19:19. El otro agente era el responsable de seguridad de la vigilancia exterior. Respecto al funcionario de prisiones se investiga su relación con los hermanos Moñiz.
El Independiente ha podido recabar información inédita de muchos de los pormenores de esta fuga, que trae de cabeza a las fuerzas se seguridad. Empecemos por situarnos en noviembre de 2018, cuando agentes de la guardia civil de Toledo detienen a los dos hermanos tras asaltar a dos representantes de joyería. En ese momento, y con varias causas pendientes, los hermanos Moñiz entran en la prisión de Valdemoro. Y aquí surge la primera cuestión un tanto inquietante. Son presos preventivos, es decir, todavía no han sido juzgados. No es ni mucho menos frecuente que un preso preventivo adquiera un cargo de confianza dentro de la prisión como el que adquirieron los dos hermanos Moñiz.
Se les nombró ordenanzas, cabos, en el argot penitenciario. Eran los responsables del office, de dar de comer a los presos de su módulo y para ello contaban con una amplia libertad de movimientos. Son cargos remunerados, unos cien euros al mes. Pero lo fundamental es que te permiten una amplia posibilidad de movimientos sin despertar sospechas del funcionario de turno. Esos cargos no los designan los funcionarios. Es la Junta de tratamiento,- compuesta por educadores, trabajadores sociales, psicólogos, director del centro y subdirector de seguridad, entre otros- quien los autoriza.
El primer fallo de seguridad, según fuentes penitenciarias consultadas, puede surgir ahí. No es lógico que se deje deambular libremente por los pasillos de la cárcel a dos expertos en realizar butrones, agujeros en las paredes, maestros en desactivar alarmas y en estudiar concienzudamente el lugar de sus atracos. El tiempo en la cárcel es muy largo y la imaginación se activa una y otra vez.
Además, sobre ellos recaía la posibilidad de una condena larga de prisión, un acicate más para huir, teniendo como tienen, según expertos policiales, una buena fortuna amasada en el exterior, fruto de sus numerosos atracos a concesionarios de coches, joyerías o tiendas de moda, con alunizajes, que consisten en estrellar vehículos contra los escaparates, para después salir huyendo a toda pastilla con la mercancía robada. Una fortuna no cuantificada, pero que esconden en una amplia red de testaferros.
El cuarto de las maletas
Los hermanos Moñiz tuvieron suerte. Fueron nombrados ordenanzas. Y no tardaron en descubrir que aquel cuarto al final del módulo, el llamado "cuarto de maletas" era una zona opaca de seguridad. No había cámaras. Y aquí entra de nuevo una especie de azar y precariedad a jugar a su favor. Porque ese módulo está vigilado sólo por un funcionario, a veces, dos, que tiene que controlar a unos cien presos. Está saturado de trabajo. Tiene que abrir las celdas, llevar al médico a los presos, a las visitas de los abogados, familiares, etc... al margen de realizar también una inmensa gestión burocrática. Así que tiene que confiar en sus ordenanzas, en sus presos de confianza. Y ahí los hermanos Moñiz volvieron a ver una nueva oportunidad de éxito.
Se hicieron con la llave del cuarto de maletas, un cuarto que sirve para que los internos depositen su ropa o sus pertenencias, que no pueden tener en la celda. Expertos butroneros, se sospecha que una vez que se hicieron con la llave del mentado cuarto, hicieron un dibujo, luego un molde y luego con cualquier material una copia de la llave que les funcionó.
Como Valdemoro es una prisión antigua, el cuarto de maletas les debió de sorprender por las escasas medidas de seguridad con las que contaba. Una ventana, con unos barrotes obsoletos y fácilmente erosionables. Necesitaban una sierra y parece que la encontraron en los talleres del propio centro penitenciario. No fue difícil sacarla, pues el arco detector de metales del taller parece que no funcionaba todos los días, según algunas fuentes penitenciarias. Y aquella ventana del cuarto de maletas, daba acceso a un tejadillo y ese tejadillo daba acceso a un muro que saltándolo, te situaba prácticamente en el muro perimetral exterior de la cárcel. Un muro de 7 metros y medio coronado con unas concertinas. ¿Cómo salvar ese último obstáculo? Los hermanos Moñiz tenían soluciones para todo.
El cielo abierto
La fuga fue planificada concienzudamente. La labor de serrar los barrotes de la ventana del cuarto de maletas tuvo que durar meses. El Piojo y su hermano sumaron a la aventura a otro recluso, un tal Adrián Muñoz Rodríguez. Se sospecha que este fue el que más serró pues los hermanos se dedicaban a vigilar el pasillo para que no hubiera moros en la costa. Algunas fuentes señalan que el fichaje de este recluso no fue más que parte de la estrategia para la fuga, es decir, que fue utilizado por los Moñiz como parte de su plan, como ahora veremos.
El caso es que, según la investigación policial, El Piojo ya había alertado a alguno de sus familiares de que las navidades las pasaría fuera del penal. Y el 5 de diciembre de 2020 fue la fecha señalada y escogida por los hermanos para llevar adelante su estudiado plan de fuga.
Era un día de viento, lluvioso, desapacible. Minutos antes de la siete de la tarde -una hora bien planificada, ya era de noche y el centro registra mucho movimiento de reclusos para las cenas o los gimnasios- los hermanos Moñiz y Adrián Muñoz abrieron el cuarto de maletas, atrancaron la puerta, quitaron la cinta aislante que disimulaba que los barrotes habían sido amputados, y saltaron al tejadillo, apenas a un metro de distancia. Luego los tres hombres caminaron hasta dar con un muro que saltaron, de pocos metros, y que les situó prácticamente en el perímetro exterior de la prisión. Ahí empezaron a saltar las alarmas. Pero el guardia civil de vigilancia consideró, como ya había pasado en otras ocasiones, que podía deberse a las andanzas de un gato, al baile improvisado de una bolsa de plástico o a los zarpazos iracundos del viento.
De cualquiera manera, seis veces seguidas son muchas veces para no prestar más atención, dicen fuentes penitenciarias. Las cámaras que captan esa parte perimetral son obsoletas, en blanco y negro, no tienen zoom y no enfocan nítidamente. Eso también jugó a favor de los hermanos Moñiz. Malas cámaras y, de momento, una excesiva rutina a la hora de interpretar las señales acústicas de las alarmas. Pero quizás la parte más rocambolesca de toda esta historia viene ahora.
Metros y metros de sábanas
Los hermanos Moñiz iban pertrechados de dos mochilas. Ya en el pie del muro de siete metros que tenían que escalar para acceder a la calle, y mientras sonaban intermitentes las alarmas, lanzaron una mochila hacia arriba, hasta que consiguieron acoplarla a la concertina. De la mochila colgaba una suerte de soga, hecha a base de sábanas, y por esa soga escalaron hasta la parte superior.
En el momento de iniciar la subida, uno de los hermanos sacó un móvil, prohibido a los reclusos, y realizó una llamada al exterior. Los inhibidores de señal tampoco funcionaron. Mientras los dos hermanos trepaban camino de la libertad, Adrián se desesperaba porque su forma física no alcanzaba para realizar la proeza de los Moñiz. Y en ese momento fue por fin detectado por un funcionario de la torre de vigilancia exterior quien dio aviso a la guardia civil, aunque otras versiones afirman que la guardia civil ya lo había advertido.
Mientras, fuera, en el exterior, los dos hermanos fueron recogidos, según ha podido saber El Independiente, por dos coches que se aproximaron al perímetro exterior de la prisión, para emprender la huida hacia algún lugar desconocido. Las fuerzas de seguridad aún tardaron algunos minutos más en comprender la realidad de la situación. Adrián Muñoz no era el único que había intentado fugarse. Los hermanos Moñiz le acompañaban. Y para asombro de todos habían conseguido escalar aquel muro, en plena noche, con lluvia y viento, burlando toda la seguridad de la cárcel.
Tras conocerse la fuga, las fuerzas y cuerpos de seguridad del Estado pusieron en marcha una amplia investigación y un dispositivo policial para tratar de localizarlos. Pero es evidente que si planificaron una fuga de forma tan concienzuda, también debieron planificar meticulosamente el modo de esconderse y poder huir del país, que es probablemente su principal objetivo. Dinero no les va a faltar, dicen los investigadores, que aún tienen la certeza de que siguen escondidos en algún lugar de nuestro país. Los barrios madrileños en donde viven familiares y amigos de los Moñiz, así como alguna zona de Toledo, han sido objeto de especial seguimiento. Según fuentes de la instigación, el Piojo tiene un hijo con otra conocida alunicera, La Tata, con la que formó pareja durante un tiempo.
Herederos de una saga de aluniceros
Jonathan Moñiz Alcaide, El Piojo, de 36 años y su hermano, Miguel Ángel, nacieron y se criaron en el barrio madrileño de Villaverde, la cuna donde surgió el conocido mundo de los aluniceros en la década de los 90. En aquel momento un grupo de jóvenes empezaron a experimentar con el robo de coches, la conducción temeraria y empezaron a empotrar los vehículos que robaban contra las tiendas del barrio. Luego se fueron aficionando a robar coches de alta gama, y dejaron de atormentar a los pequeños comerciantes de sus barrios, para empotrarlos en tiendas de lujo del centro de Madrid. Más tarde vendrían los robos en concesionarios, los butrones, y el paso a la droga. En la década de los 90 se hicieron tristemente famosos por sus persecuciones policiales en la M-30 madrileña, a toda pastilla, y a veces en sentido contrario.
El universo de los aluniceros está poblada por figuras emblemáticas, nombres forjados en la dura leyenda urbana, como el de José Antonio Lázaro , Jarry o el Niño Sáez, aunque muchos de ellos han acabado acribillados a balazos en oscuros ajustes de cuentas.
El Piojo también había logrado forjar su propia banda. Lleva desde los siete años conduciendo de forma temeraria y era muy cotizado incluso entre bandas rivales. Ha sido detenido en multitud de ocasiones, la última en 2018. Sobre él pesan muchos cargos y previsiblemente muchos años de condena. Así que, según los investigadores, no es de extrañar que haya hecho lo que mejor sabe hacer, huir a toda pastilla. Una huida que arrastra mucho peligro. "Sabemos que nada le detendrá, prefiere llevarse todo lo que encuentre por delante antes que detenerse."
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