Ocurre a menudo. En las despedidas el entorno del fallecido alaba sus aciertos y obvia sus errores en vida. Esta vez será distinto. Su figura, su trayectoria y su pasado polarizarán su adiós entre quienes vieron en él a un héroe y los que le recordarán como un villano. Enrique Rodríguez Galindo será recordado en un bando sólo por sus logros y en el otro sólo por sus miserias. Su vida es un capítulo de la historia reciente de España, de la batalla contra décadas de violencia terrorista de ETA, con claroscuros innegables. Bajo su dirección se alcanzaron éxitos muy relevantes; cientos de comandos desarticulados, casi un millar de miembros de la banda detenidos y no pocos atentados frustrados. Pero la vida de quien llegó a ser el general más laureado de la Guardia Civil también incluye periodos transitados por parajes sin ley, por episodios traumáticos, algunos aún sin esclarecer, y que la justicia concluyó que merecían una abultada pena de cárcel.
Su imagen con semblante serio, protegido por unas grandes gafas oscuras, simbolizó durante muchos años la lucha de la Guardia Civil contra ETA en Euskadi. Lo hizo en un tiempo en el que la banda acosó sin piedad al Cuerpo, en el que los ataques a los cuarteles y los asesinatos se convirtieron en una rutina insoportable. También su solapa, repleta de condecoraciones y reconocimientos, cuestionados con su expulsión de la Guardia Civil, resumía cómo fue su vida.
En los años en los que dirigió la 513 comandancia de la Guardia Civil en Guipúzcoa, Rodríguez Galindo sentía que libraba una suerte de ‘guerra’ en la Euskadi en la que la violencia terrorista ahogaba la convivencia y teñía de dolor familias y hogares. "La patria estaba en peligro y mis hombres eran la primera línea de defensa", aseguró ante el juez para describir la vida en la Euskadi de los 80 para sus agentes. Condenado por graves delitos, su deshonra mayor no fue la condena de 75 años de cárcel impuesta por el asesinato de Lasa y Zabala, sino su expulsión del Cuerpo al que juró entregar su vida desde que entró en él siendo apenas un adolescente.
Rodríguez Galindo no ha podido superar el virus. A sus casi 82 años, este sábado 13 de febrero en el que en el País Vasco se conmemora el día contra la tortura, el Covid le ha ganado la última de las muchas y duras batallas que libró en vida. Hacía más de dos décadas que oficialmente no pertenecía a la Guardia Civil, que sus múltiples condecoraciones habían perdido todo su brillo. En su solapa de General de Brigada llegó a lucir tres medallas y 16 cruces por sus éxitos en la lucha contra el terrorismo. Todas ellas quedaron cuestionadas cuando fue condenado por vulnerar la ley, por el empleo de la violencia, la tortura y el asesinato.
Viaje vital de Granada a San Sebastián
Desde niño estuvo predestinado a engrosar el Cuerpo por el que su padre, Enrique como él, también dio la vida. El lo hizo de modo más humilde, sin una carrera tan fulgurante. Llegó a subteniente. Tras enviudar, tuvo que hacerse cargo de sus tres hijos. No pasó mucho tiempo hasta que las inquietudes del joven Enrique, nacido en los últimos coletazos de la Guerra Civil –el 5 de febrero de 1939–. Siendo apenas un adolescente, Enrique Rodríguez Galindo abandonó su Granada natal para ser guardia civil. Comenzaba entonces la que terminaría siendo una de las trayectorias más laureadas y cuestionadas de la Benemérita.
En 1960 había completado su formación en la Academia de Zaragoza. Cerca de allí tuvo su primer destino en la localidad turolense de Cantavieja. Poco después conocería a María Fernanda, su mujer, hija de guardia civil, con la que tendría cinco hijos, uno de ellos también miembro del Cuerpo. Rodríguez Galindo fue uno de los últimos agentes destinado a la lejana Guinea española, donde reconoció que vivió uno de los periodos más felices de su vida. Hasta que San Sebastián se cruzó en su camino. Lo hizo en dos etapas. La primera en la Unidad de Armas y Tráfico. No duró mucho. El siguiente destino fue Cádiz. Para entonces la adrenalina y el espíritu que siempre esgrimió de servir a su país donde más le requería le hizo volver a reclamar ‘el norte’, el regreso a Intxaurrondo. Una vacante en el cuartel guipuzcoano le brindó la posibilidad de regresar a Euskadi.
En aquel cuartel en el que se vivieron algunos de los episodios más dolorosos de la lucha contra ETA ocupó todas las responsabilidades. Del servicio de información hasta la dirección. Los éxitos y logros de la 513 comandancia en la lucha contra ETA le convirtieron en una suerte de ‘leyenda’ en la lucha contra el terrorismo. El reconocimiento de los mandos le aupó al frente de la lucha antiterrorista en uno de los puntos más peligrosos del país. La vida en los comienzos de los 80 no era sencilla en Guipúzcoa. Los años más duros de la violencia etarra se cebaron con la Guardia Civil, con los ataques a sus cuarteles y la muerte de sus compañeros. "¿Quién ha sido esta vez?", comenzó a ser una pregunta temerosa demasiado repetida entre las familias de los agentes que vivían blindadas en Intxaurrondo, en una suerte de ciudad fortín infranqueable. Hoy un panel en la entrada del cuartel recuerda al centenar de guardias civiles muertos y asesinados en acciones contra ETA.
La 'leyenda' de Galindo en Intxaurrondo
Aquel complejo blindado de 35.000 metros cuadrados y siete bloques en el que vivían hasta 2.000 agentes que dirigió y que se convirtió durante muchos años en el hogar de su propia familia, como el de otras muchas, le marcaría, para bien y para mal. A comienzos de los 80 la llamada ‘guerra sucia’ auspiciada por los aparatos del Estado contó con la colaboración del que se conocería como el ‘GAL verde’, por su vinculación con un sector de la Guardia Civil.
La ‘leyenda’ de Rodríguez Galindo no tardó en convertirse en sombra oscura. Lo hizo a la velocidad en la que se comenzaba a conocer la relación de parte de la Guardia Civil, de parte del cuartel de Intxaurrondo, con acciones de los Grupos Antiterroristas de Liberación. Las denuncias de secuestros ilegales, de asesinatos, de torturas en el ‘Palacio de La Cumbre’ o de otro tipo de vulneraciones de la ley marcarían para siempre a aquel cuartel, que aún hoy, décadas después, no logra desprenderse de su pasado en la Euskadi postETA.
El caso del secuestro y asesinato de Joxean Lasa y Joxi Zabala, dos jóvenes acusados de pertenecer a ETA que fueron secuestrados en Bayona y traslados a San Sebastián, supondría el final de su carrera. Los cuerpos fueron encontrados bajo un manto de cal viva lejos de San Sebastián, en Busot (Alicante). Hasta mucho después, en 1995, aquellos restos humanos no fueron identificados.
Hasta entonces, de Rodríguez Galindo se destacaba su larga carrera de éxitos: 276 comandos de la banda desarticulados y la detención de cientos y cientos de miembros de la organización criminal. En el juicio Rodríguez Galindo juró "por Dios y su honor" que no ordenó torturar ni asesinar a aquellos dos jóvenes. Justificó la necesidad de actuar con contundencia contra la amenaza terrorista asegurando que en aquel tiempo "la patria estaba en peligro". La Justicia no le creyó. La sentencia dictada por la Audiencia Nacional en 2000 le condenó a 71 años de prisión por la muerte de Lasa y Zabala en 1983. El Supremo la elevó a 75. No pasó mucho tiempo en la cárcel, cuatro años y cuatro meses. Sus problemas cardiovasculares hicieron que se le permitiera seguir cumpliendo parte de la condena en su domicilio. En febrero de 2005 obtuvo el tercer grado. Desde entonces vivía alejado de la vida pública.
Todos los méritos y honores
En 1995 Rodríguez Galindo fue ascendido de Coronel a General de Brigada por el ministro socialista, Juan Alberto Belloch, cuando la sombra de la duda sobre sus métodos y algunas de sus acciones ya eran elevadas. Su condena supuso en 2002 la expulsión del Cuerpo y la pérdida de su condición de militar. Poco antes de hacerse firme la condena, su hija Kika aseguraba en una carta, remitida a su padre en víspera de que el Supremo revisara el recurso a su sentencia, que el mayor de los deshonores era precisamente haberle expulsado del Cuerpo: "Pensar que te pueden arrancar tu sagrado uniforme te desola el alma y petrifica el aliento", escribía en la publicación digital Benemérita al día.
Su figura se convirtió a partir de entonces en motivo de fractura, incluso dentro de la Guardia Civil, entre detractores y defensores, entre quienes defendían los métodos de Rodríguez Galindo y quienes los reprobaban por el daño que provocaron a la Guardia Civil. "¿Dónde están los que saben de tu inocencia y callan por cobardía?", se lamentaba su hija ante la falta de solidaridad de muchos de sus compañeros. De nada sirvieron las casi 100.000 firmas que se recogieron para solicitar su indulto.
Lasa y Zabala fue el episodio más oscuro, no el único. Aún hoy siguen sin esclarecerse hechos ocurridos en los años en los que Rodríguez Galindo dirigía la 513 comandancia de Guipúzcoa. Es el caso de la aparición ahogado y con signos de haber sido golpeado del camionero, Mikel Zabalza, en el río Bidasoa, tras ser detenido junto a su amiga. O la muerte de Juan Carlos García Goena, el último asesinato de los GAL.
La sombra que pervive
La sombra de los métodos empleados para lograr información siempre le acompañó. La práctica de tortura, la siniestra leyenda que rodeó al palacio ‘La Cumbre’ de la capital guipuzcoana, siempre fue negada por su entorno. Incluso las sospechas que situaron al cuartel con más asesinados por ETA bajo la sombra de tener connivencias con el tráfico de drogas, que reflejó el conocido ‘Informe Navajas’ redactado por el entonces fiscal en Euskadi, Luis Navajas.
Hoy en el cuartel de Intxaurrondo nada recuerda que Rodríguez Galindo dirigió aquel centro esencial en la lucha contra ETA en los años más duros de la lucha contra la violencia etarra. Las nuevas generaciones de agentes apenas escuchan historias de él. Su trayectoria parece no haber existido. El pasado, el periodo en el que él dirigió la comandancia aún mantiene capítulo que siguen siendo tabú, una mancha que nadie quiere recordar.
La vida de aquel joven aspirante a Guardia Civil que logró todos los reconocimientos y honores en el Cuerpo al que su padre también entregó su vida, hubiera sido diferente si los GAL no hubieran existido. También su retirada, incluso su muerte, entre defensores y detractores, víctima de un virus.
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