A algunos se los llevó el olvido sin dejar registro. A otros los diluyó para siempre el tiempo. La lluvia ácida de los años y la humedad de la tierra hizo que no quedara apenas rastro, ni siquiera el óseo. Los más afortunados de la desgracia esperaron 80 años a que las palas rescataran su dignidad enterrada. Sus fosas fueron encontradas después de coser relatos, interpretar recuerdos y relacionar documentos. El suelo no habla, pese a que podría contar la profundad de la crueldad humana. Bajo él se esconde la vida, también la muerte y el olvido. En Euskadi, como en el resto del país, las fosas ocultas son el rastro más duro de una Guerra Civil con una herida aún por cerrar.
Los hermanos Eugenio y Cirilo Erostarbe hubieran sido ferroviarios mucho tiempo más, como toda su familia. Desde niños su vida había transcurrido a lo largo de la línea vasco-Navarra, con una residencia casi en cada estación. En Legutio (Álava) aquella familia de seis hermanos con sensibilidad obrera tuvo que posicionarse cuando el alzamiento militar se precipitó. Eugenio y Cirilo, afiliados a la UGT, lo tuvieron claro. Aquella guerra que les heló la juventud les llevó a enrolarse en el batallón Meabe-4 ‘Unión de Hermanos Proletarios’. Allí coincidieron con Pedro Echegaray, jornalero, un año mayor, apenas 27. Hacía poco que había sido padre de un niño, el mayor regalo de su mujer, Felipa Larrabide. El era vizcaíno, de Basauri. Como Andrés, de Sestao, otro de los jóvenes que lucharían en aquel batallón contra los sublevados franquistas.
Todos ellos, junto a otros más, habían logrado un refugio que creían seguro. Aquel caserío de Zigoitia no lo era. La guerra apenas sumaban cinco meses y los enfrentamientos eran aún pueblo a pueblo, casa a casa. Era el 13 de diciembre de 1936. Las tropas nacionales sabían que en aquel caserón se ocultaban defensores de la República. Lanzaron un ataque de morteros, -uno entró por la cocina-, que resultó mortal. Los 12 hombres murieron al instante. El relato posterior que reconstruye la Historia, los testigos y los documentos acreditan que los cuerpos fueron trasladados por carros de bueyes hasta un lugar próximo para ser sepultados. Sus enterradores no les concedieron ni siquiera descanso en el Campo Santo ubicado a apenas 300 metros de la fosa en la que los depositaron. Sus restos, los de esos hombres de entre 18 y 30 años no se recuperarían hasta 77 años después, en abril de 2013. A Pedro y Eugenio se les pudo identificar, a Cirilo, no.
En la vecina Guipúzcoa la secuencia se repitió. En Elgeta, en el caserío Antzutegi, José Vicente Garaia había accedido a dar cobijo a seis hombres que luchaban contra los sublevados. Aquel lugar había soportado ya los envites de la contienda, pero resistía. Lo hizo hasta que la información, las delaciones o la simple observación del enemigo se cruzó en sus vidas. Las tropas franquistas no tardaron en encontrarlos. A los seis ‘gudaris’ los mataron, a José Vicente también. Su familia pudo recuperar el cuerpo, pero a los seis hombres a los que había abierto su casa les esperaba una tumba cruel: la grieta dejada por dos morteros caídos poco antes cerca de la casa.
La placa 11.709
En Zeanuri, en un lugar escondido del monte Altun, las placas encontradas bajo tierra permitieron saber quiénes eran, cuál fue su final. La exhumación arrojó la primera pista: la placa número 21.967. Era la que correspondía a Pedro San Millán Beitia. Fue sólo la primera pista que confirmó las sospechas que hacía años existían en el pueblo, ‘allí hay hombres enterrados de cuando la guerra…’. Los trabajos descubrieron cuatro cuerpos más, tres con placa de identidad: Pedro García Gil (Número 11.709), Isaías Rebollo (Número 12.875) y Valentín Fernández (Número 11.435). Junto a sus cuerpos se encontró parte de su identidad. Valentín aún portaba su boina negra, la cucharilla doblada que colgaba en el cinturón o incluso las monedas de 1 y 2 pesetas en su bolsillo. De Isaías, restos de su cantimplora y su bota de vino. Y de Pedro, su peine y sus botas.
Décadas después, en otro lugar lejos de allí, en San Sebastián, las obras para el ferrocarril trajeron la memoria a ese punto de la ciudad. Cuando la excavadora descubrió que lo que retiraba quizá no era sólo tierra, todo se detuvo. Ahí, en el Puente de Hierro, estaban los restos de Millán Zabala. Aquel hombre de 55 años llegado de Nájera (La Rioja) había sido sereno, los restos de su uniforme le delataban. En los años 30 el consistorio donostiarra aún contaba con esa figura. Junto a él se encontró el cuerpo de José Zubiarrain, guarda forestal de profesión. Su ‘pecado’, ser afiliado de la CNT, lo que le llevó a ser detenido por miembros de la Falange y asesinado poco después. En la fosa, un tercer cuerpo sigue hoy sin ser identificado.
Sin duda la fosa más numerosa de las localizadas en los últimos años está en Orduña, en su cementerio. En este municipio vizcaíno el colegio de los Jesuitas se convirtió en campo de concentración primero y en prisión después. Las tropas franquistas encerraron allí, entre 1939 y 1941, a cientos de hombres. Las condiciones precarias hicieron insoportable el arresto para muchos de ellos. Se estima que 200 hombres murieron, entre ellos un gran número de combatientes republicanos procedentes de Extremadura. En el cementerio de la localidad se localizó una fosa con 14 cuerpos enterrados de modo ordenado en dos hileras de casi 15 metros con siete cuerpos cada una de ellas.
Son apenas un puñado de historias, de relatos de lo sucedido en los años en los que las dos Españas se mataron. En Euskadi hace años que se trata de desenterrar lo ocurrido para devolver la dignidad a quienes la perdieron en fosas ocultas e ignoradas y que aún hoy siguen sin localizarse en la mayoría de los casos. Desde el año 2003, y fruto de un convenio entre la Sociedad de Ciencias Aranzadi y el Gobierno vasco, los trabajos de localización, recuperación e identificación de cuerpos se han intensificado. En estos 18 años se han llevado a cabo 128 prospecciones sobre el terreno, muchas a instancia de instituciones o particulares bajo la sospecha de conocer la ubicación de una fosa.
'Reencuentro' con la familia
De todas ellas, finalmente se logró localizar 46 fosas con cuerpos enterrados. En total se han podido recuperar los restos de 110 personas, (108 hombres y dos mujeres) y de ellos se han identificado 27, que han podido ser entregados a sus familias. El resto descansan, bien en los cementerios de los municipios en los que han sido encontrados o bien en el llamado ‘Columbario de la Dignidad’ inaugurado en Elgoibar en 2017 y que alberga los restos de 58 personas.
Los trabajos dirigidos por el antropólogo Francisco Etxebarria han permitido concluir que los cuerpos localizados en la mayoría de los casos correspondían a combatientes, 26 a personas muertas tras procesos extrajudiciales y en 14 casos muertos en cautividad.
Etxebarria recuerda cómo comenzó la intensa labor de búsqueda de fosas ahora concluida en una primera fase. En 2000 el hallazgo en León de una fosa con 13 cuerpos llegó a los medios y durante una entrevista radiofónica un oyente le instó a buscar en un punto de Zaldibar (Guipúzcoa). “Nos dijo que estaba seguro de que ahí había dos personas enterradas. Cuando nos veía haciendo las prospecciones previas insistía, ¡no pierdan más el tiempo que están aquí!”. Y así fue. Ahí encontraron los dos cuerpos a los que se había asesinado con dos tiros le removieron.
Etxebarria impulsó alianzas con las instituciones vascas para poner en marcha el convenio que ha permitido ahora aflorar más de un centenar de cuerpos enterrados y olvidados. Una tarea que en el caso del País Vasco se encuentra mucho más avanzada de lo que lo está en las previsiones que maneja el Gobierno Central para poder rescatar las más de 100.000 víctimas que se estima que aún están en fosas comunes por toda España.
“Las víctimas tienen derecho a la memoria y nosotros el deber de memoria”, asegura el prestigioso antropólogo guipuzcoano. Un proceso que comienza con testimonios o con reclamaciones familiares y que se completa con investigación de historiadores y documentalistas para intentar determinar el lugar de posibles fosas. Con los restos encontrados se activa después de un proceso de identificación, muchas veces complejo o imposible.
Saldar una "deuda moral"
A través de la empresa BIOMIC de la Universidad del País Vasco, y con la colaboración del Instituto Gogora, hace años que se crear un banco de ADN que permita identificar los restos encontrados y contrastarlos con los perfiles biológicos de las familias que busca a un ser querido desaparecido en la Guerra Civil. “Detrás de cada resto hay una historia, un relato que podría dar para una novela. Recuerdo el lapicero encontrado junto a un cuerpo, era con el que esa persona escribió por última vez, quizá una carta a su mujer, a su madre”.
En todo este proceso de recuperación de la memoria y la dignidad para las víctimas, el Gobierno Vasco se ha mostrado dispuesto a continuar localizando fosas y recuperar restos de personas desaparecidas. Un reciente trabajo del Instituto Gogora ya logró documentar las algo más de 21.000 víctimas que se produjeron en el País Vasco durante la Guerra Civil. Un listado con nombres y apellidos y datos, en muchos casos, sobre la circunstancia de la muerte.
El lehendakari Urkullu considera que las autoridades vascas están empeñadas en saldar “una deuda moral” con las víctimas y sus familias. Un modo de resarcir la dignidad que se les arrebató y el derecho a la memoria del que son merecedores, “es nuestro garantía para un futuro en paz”: “No aqueremos, ni debemos ni podemos olvidar ni pasar página. Necesitamos memoria, pero no para la confrontación sino para la dignidad y la convivencia sustentada en derechos humanos para todas las personas”.
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