En aquella casa no parecía vivir nadie. A Maite le había invitado una amiga. En la reunión un hombre llevaba la voz cantante. Durante su intervención ante aquel grupo reducido, con algunos adolescentes como ella, la arenga se fue intensificando. El clima político en la Euskadi de 1979 se tensionaba de semana en semana, incluso en los pequeños municipios como el suyo: Amurrio. El líder comenzó a insistir en que había llegado el momento de elevar la presión, de actuar directamente contra los delatores, los ‘chivatos’ que colaboraban con la policía. Algunos ya estaban en el punto de mira, en la ‘lista negra’ que se preparaba. Lo que Maite no esperaba descubrir poco después era que en ella figuraría su padre.
Años atrás, siendo una niña, una compañera de colegio le contó el rumor que ya circulaba y que entonces no creyó. Sólo la enfermedad mortal que padecía se adelantó a la pretensión de la banda de acabar con la vida de Víctor.
En el bar de la familia de Joaquín Becerra Calvente hacía tiempo que esa amenaza tomaba fuerza. El local era mirado con desprecio por estar frecuentado por guardias civiles. Era suficiente para sembrar la sombra de la sospecha sobre aquel afiliado de la UGT y trabajador de Tubos Reunidos. El 2 de julio de 1980, apenas unos meses después de aquella reunión a la que Maite asistió, ETA lo asesinó.
En el municipio alavés la angustia para algunos hogares se elevó aún más apenas 23 días después. La banda mató a otro vecino, a Félix Galíndez. Tras su funeral, en el centro del municipio, aparecieron octavillas con su nombre y el de su hermano, Estanislao, el cartero, junto al de otros dos vecinos. La ‘lista negra’ era ya pública y el miedo a ser incluido en ella se extendía. Cuatro años de angustia más tarde, mientras entregaba la correspondencia con su bicicleta, el 26 de junio de 1985, ETA mató a Estanislao, el cartero de Amurrio. A todos ellos se les acusó de confidentes.
En Irún una de las listas que se hizo públicas incluía ocho nombres, todos con direcciones y teléfonos. Las acusaciones que ETA hizo contra ellos fueron variadas, desde “ser antivasco” hasta ser un “indeseable fracasado en las oposiciones al Cuerpo de Policía”, o ser un “mujeriego”, “suegro de policía” o “alcahueta”. En este municipio fronterizo hubo al menos dos listas más. En ellas figuraban desde arquitectos hasta abogados, funcionarios, dentistas o conductores de autobús. A todos ellos ETA les impuso su sentencia por ser considerados “enemigos de nuestra patria” y, por tanto, merecedores de que “el Pueblo haga justicia” y la aplique “con el rigor que se merecen”.
"Cambiar el miedo de bando"
En Elgeta (Gipuzkoa), la antropóloga noruega Marianne Heberg, -según recuerda el historiador Gaizka Fernández de Soldevilla-, relató que durante los dos años que vivió allí, entre 1975 y 1977, se llegaron a elaborar al menos dos listas con nombres de personas a las que el entorno de ETA acusaba de ser “colaboradores” policiales. Una de ellas tenía más de una treintena de nombres.
Son sólo algunos ejemplos de la Euskadi de la Transición que se documentan en la investigación llevada a cabo durante los últimos cuatro años por los historiadores del Instituto Valentín de Foronda y el Centro Memorial. Se han plasmado en los tres tomos de la obra ‘Historia y Memoria del Terrorismo en el País Vasco’, donde se describe la existencia de estos mecanismos de amenaza empleados por ETA en los años 70.
El historiador José Antonio Pérez relata cómo la elaboración de ‘listas negras’ fue un paso más en el proceso que se vivió en el tránsito de la dictadura hacia la democracia en Euskadi. Asegura que en el entorno de la izquierda abertzale, incluso antes de que existiera formalmente Herri Batasuna, se impulsó una suerte de ‘ajuste de cuentas’ con quienes ocuparon puestos de responsabilidad durante el franquismo y mantuvieron una posición crítica con el nacionalismo. “Eran personas que entendían que había llegado el momento en el que el miedo tenía que cambiar de bando. Consideraban que había que castigar a los franquistas y que tenían legitimidad para hacerlo”.
Es a partir de comienzos de los años 70 cuando se inicia una persecución a alcaldes, concejales y representantes institucionales. “En un primer momento se les queman coches, negocios y se les señala, pero aún no hay atentados contra ellos”. No es hasta mediados de esa década cuando aparecen las primeras ‘listas negras’ y los primeros señalamientos a civiles. Pérez apunta que fueron los primeros “mecanismo de terror” social en un proceso progresivo de estigmatización que se instauró en la Euskadi de aquellos años.
De los 'uniformes' a los civiles
Para entonces la banda ya había asesinado a militares y policías, algo que, de algún modo, en la sociedad del momento, en especial entre los sectores más nacionalistas, aún se entendía como ‘normal’ en un contexto de enfrentamiento al estado franquista. Sin embargo, justificar el asesinato de civiles, “del estanquero, del camarero o del taxista del pueblo” requería de una explicación y justificación. Fue ahí cuando se intensificaron los procesos de señalamiento y acusación suficiente. “Con la estigmatización se fue preparando a la sociedad para que cuando se cometiera un atentado reaccionara con ese argumento incontestable que fue el ‘algo habrá hecho’. Si vestía de marrón, verde o gris no había nada que explicar, pero si no llevaba uniforme había que dar a la sociedad la razón de aquel asesinato. La más habitual era tildarlo de ‘chivato’, o de estar implicado en el mundo de la droga”. En esa lógica, figurar en una lista era motivo suficiente para extender el ‘algo habrá hecho’.
En la Trilogía presentada esta semana, el historiador Javier Gómez analiza cómo aquellos primeros atentados contra civiles provocaron desconcierto en sectores de la sociedad y una revictimización en las familias. En muchos casos debían esperar al comunicado de ETA reivindicando el asesinato para conocer las razones que le habían llevado a asesinar a su ser querido, en la mayor parte de los casos la acusación de colaborar con la policía.
Fueron tiempos en los que las víctimas tenían que defenderse del ‘algo habrá hecho’ que ETA les imponía. Debían hacerlo en un mar de silencio y abandono, en Euskadi y a nivel nacional, en la que la comprensión y el apoyo social eran casi inexistentes. En muchos casos los familiares tuvieron que salir en defensa de la memoria de su ser querido para proclamar públicamente que no era un delator, que no era un ‘chivato’ o que no traficaba con drogas. Incluso víctimas a las que se acusaba de ser confidentes de la policía llegaron a escribir cartas en los medios de comunicación para proclamar angustiados su inocencia y evitar que ETA les matara.
Fue el caso de Álvaro Gómez, vecino de San Sebastián. Figuraba en ‘la lista’ que en muchos casos circulaba de boca en boca de los sospechosos de ser confidentes policiales. Gómez no dudó en remitir una carta a los medios de comunicación con el título “No soy un chivato”. Incluso el diario ‘Egin’ la publicó. En ella reclamaba al Gobierno vasco, a la Justicia y a ETA que se informaran bien de sus antecedentes, que lo hicieran con “una investigación a fondo para que nadie piense que lo soy”: “No hay policías, ni guardias de cuerpo alguno que me conozcan, ni para bien ni para mal”. Fue ‘exculpado’ por ETA.
La 'losa' franquista
El alcalde de Oyarzun, Antonio Etxeberria, fue el primer civil asesinado por la banda. Ocurrió el 24 de noviembre de 1975. Después continuó la lista de asesinatos de cargos políticos del franquismo: el alcalde de Galdakao, Víctor Legorburu, el diputado general de Gipuzkoa, Juan María Araluce, el diputado general de Bizkaia, Augusto Unceta. Haber pertenecido a la clase política durante la dictadura suponía figurar en la lista de objetivos de ETA. Aquellos atentados provocaron dimisiones masivas entre cargos significados de la política de la época. “El pasado franquista pesó como una losa para todos excepto para los que cambiaron y se hicieron nacionalistas. Quienes evolucionaron hacia formaciones como UCD o AP no lograron quitarse esa carga”, apunta Pérez.
En esa espiral de atentados y acusaciones, ETA cometió no pocos asesinatos “por error”. El 6 de abril de 1980 a los comandos autónomas de la banda les llega la información de que dos guardias civiles se encontraban en el bar ‘Biotza’ de Orio. Los terroristas no tardaron en llegar. Dispararon al agente Francisco Pascual y al hombre que hablaba con él, convencidos de que también era guardia civil. Entones pocos cuestionaron el atentado contra Pascual, era parte de la ‘cuota de guerra’ de los años de plomo en Euskadi, pero sí el del otro fallecido: Florentino Lopetegi, un pescador de Orio. Ante la incomprensible muerte del pescador a manos de ETA, la familia se apresuró a aclarar que no era un ‘chivato’. Emitió un comunicado en el que pedían a ETA que reconociera que había cometido “un error táctico” y que ellos estaban dispuestos a perdonar el error cometido “pero nunca la mentira”.
La familia de Manuel Albizu, taxista de Zumaya, llegó a cruzar a Francia para entrevistarse con miembros de la organización para pedirles explicaciones por el asesinato. No les dieron ninguna. Poco después el entorno de la organización comenzó a difundir rumores de colaboración con la policía.
Agente 'protector' de la comunidad
El 24 de marzo de 1973 tres jóvenes trabajadores de Irún, de origen gallego cruzaron la frontera para ver ‘El último tango en París’. José Humberto Fouz, Jorge Juan García y Fernando Quiroga pararon en un bar de San Juan de Luz. Allí, varios militantes de ETA sospecharon de ellos, discutieron y lo secuestraron. Tras torturarlos, vieron que no eran policías. Aquel ‘error’ nunca se ha aclarado. 48 años después sus cuerpos siguen sin aparecer.
“En aquellos años ETA actuaba como un supuesto agente protector de la comunidad. Es algo que ya hacía el IRA. Se fijan una secuencia de valores en esa comunidad y se hacen cumplir aplicando la violencia”, asegura Antonio Rivera, director del Instituto Valentín de Foronda. Recuerda el episodio vivido en la pedanía de Corro, en Valdegobia (Alava), donde un grupo de vecinos acude a ETA para que interceda en la resolución de un pleito municipal “y se resuelve a bombazo limpio”: “Era la lógica que se aplicaba y en lo que se soportó la ilógica del terrorismo”.
Rivera apunta que lo que se ha logrado documentar tras cuatro años de trabajo está soportado en fuentes y miles de documentos, actas municipales, sentencias: “Como dice el axioma, ese pasado es ‘un país extraño’ para nosotros, pero existió. Nos preguntamos cómo dejamos que ocurriera aquello y no hiciéramos más”. Afirma que el abordaje de esta investigación se ha realizado aplicando “un método”, marcando distancia y pretendiendo buscar “la verdad histórica”: “La mirada de la sociedad en el tiempo es cambiante, esta no puede ser la versión definitiva, ni la oficial, que sólo existe en las dictaduras, ni la judicial”. Apunta que no serán los historiadores los que elaboren la memoria, “eso les corresponde a loas instituciones, no a los historiadores”.
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