Desde las ocho menos veinte, los seis candidatos fueron llegando escalonadamente cada diez minutos a la sede de Telemadrid, en Ciudad de la Imagen. Por sorteo, el primero fue Ángel Gabilondo y el último, Pablo Iglesias. Isabel Díaz Ayuso llegó la tercera, tras Edmundo Bal de Ciudadanos, que apareció vestido de motorista con tejanos y chupa de cuero. Ayuso iba en un coche con su jefe de campaña, Alfonso Serrano, aunque se paró antes de llegar para recorrer a pie los últimos metros. Vestía un abrigo rosa, un pantalón negro, una blusa blanca y una chaqueta roja, con unos zapatos negros de tacón. Lo del blanco y el rojo juntos no era casual: son los colores de la bandera de Madrid. Un guiño patriótico.
Un par de espontáneos la aplaudieron (uno incluso se hizo una foto con ella), con lo que se transmitió una imagen de cercanía y de expectación popular. Ella sonrió educadamente y a la prensa que la esperaba a las afueras del recinto les dijo que “estaba tranquila” y con “muchas ganas de debatir”. Su equipo dejó claro que estaba “serena” y que se había dedicado toda la tarde a preparárselo, aunque la verdadera preparación había venido de “trabajar durante dos años por Madrid”, “los dos años más duros de la historia reciente de Madrid”.
Ayuso fue la última en entrar en plató y se situó en el centro tirando a la derecha, entre los candidatos de Más Madrid y el PSOE: en política, la semiótica es clave y cada gesto cuenta.
Ayuso comenzó su discurso inicial de manera robótica y algo acartonada. Luego miró muchas veces a los papeles, como siempre hace, y se movió mucho de lado a lado. Son unos de sus tics menos favorables y, aunque es un mero síntoma de timidez, la hace parecer dubitativa e insegura.
Si hay algo que todos los rivales de Ayuso tienen en común es que todos la subestimaron
Sin embargo, más allá de estos pequeños defectos, viéndola en directo costaba creer que fuese la misma mujer que tan sólo hace un par de años, el 26 de mayo del 2019, sacó los peores resultados del PP en la Comunidad de Madrid: tan sólo 30 escaños, muy lejos de los 48 que había obtenido Cristina Cifuentes en el 2015, ya no digamos de los 72 que consiguió Esperanza Aguirre en el 2011. En tan sólo ocho años, el PP había perdido 838.454 votos y Ayuso —por entonces, prácticamente desconocida: el 20 de enero del 2019 sólo la conocía el 20% de los madrileños— era la que había pagado los platos rotos por todos los escándalos de corrupción del partido.
Hoy, sin embargo, la situación no podría ser más distinta. Ayuso ha conseguido lo que pocos creían posible: ha doblado el número de votos en menos de dos años, roza la mayoría absoluta, ha vuelto a agrupar a la derecha madrileña bajo unas mismas siglas y se ha erigido como la alternativa real, clara y contundente al sanchismo. Aquella mujer anodina a la cual sus rivales echaban en cara que sólo se había dedicado profesionalmente a llevar el twitter del perro de Aguirre, Pecas, ha demostrado tener más garra que lo que muchos hubiesen creído. Si hay algo que todos sus rivales —y más de un compañero de partido— tienen en común es que todos la subestimaron.
La ironía del destino
Es cierto que, a primera vista, Isabel Díaz Ayuso no parece que tenga madera de líder. Ni tiene una trayectoria superlativa, ni es una intelectual, ni atesora lecturas sólidas (lo de “me gusta El mundo de ayer, de Stefan Zweig”, como ha reconocido en alguna entrevista, está demasiado trillado y suena ya a cliché). Por no decir que comete aún bastantes fallos de comunicación: tiene un tono áspero, bastante chulesco y algo chirriante, y su obsesión por dar con eslóganes rimbombantes ha provocado frases excesivamente facilonas pasto de las bromas inmediatas en Twitter.
Pero, al mismo tiempo, cuenta con grandes bazas: es una trabajadora infatigable, una tipa espabilada que tiene iniciativa, una cabezonería extrema que roza lo obsesivo y una capacidad de supervivencia innato, eso que ahora, con bastante cursilería, se llama resiliencia. Nadie puede dudar que es audaz y, sobre todo, que no tiene complejos.
Y que le echó un pulso a Pedro Sánchez sin pensárselo dos veces. Tras la torpísima jugada del PSOE en Murcia, cuando el sanedrín monclovita se pensaba que estaba dando una jugada maestra que sentenciaría el tablero político, un jaque mate en toda regla, Ayuso transformó en cuestión de minutos lo que era una encerrona en un trampolín. Ahora Moncloa se enfrenta a unas elecciones en Madrid que se pueden leer como un referéndum de la gestión de Sánchez, la antesala de todo lo que está por venir. Por ello, en Moncloa aún se están relamiendo las heridas provocadas por un error de novato que Ayuso supo transformar en el talón murciano de Aquiles.
Sus rivales no se lo perdonan, desde luego, y no se recuerda una campaña de desprestigio tan insistente como la que ha tenido que aguantar la presidenta de la Comunidad de Madrid. Primero la presentaron como una Margaret Thatcher castiza y con acento cañí, luego la compararon con Sarah Palin y su Tea Party y, cuando ya todo había fracasado, tiraron de topicazo: era la nueva Trump, insistían, la versión patria del populismo de baja estofa. Por no decir que el acrónimo IDA, por Isabel Díaz Ayuso, comenzó a emplearse como sinónimo de loca.
Cualquier elemento de su biografía fue usado en su contra. Incluso que naciera el 17 de octubre de 1978, casualmente la misma fecha que Pablo Iglesias, fue pasto de mofa. En cambio no se dice mucho que sus padres tuvieran un bar en un pueblo de Ávila, luego una papelería y más tarde una empresa de impresoras y otra de material hospitalario. Tampoco que ella viviera de alquiler en Malasaña (que ella llama “Chamberí del Sur”). En cambio, se recuerda que Ayuso estudió en colegios concertados y privados (Blanca de Castilla, Colegio Éfeso) y que, aunque se licenció en Periodismo e hizo un Máster, no llegó a acabar el doctorado de Comunicación Política (hizo la tesina, pero no la tesis).
También se ha intentado construir una imagen de Ayuso como una simple esbirra de Aznar y, sobre todo, de Esperanza Aguirre. La verdad es que tras comenzar como becaria en varias emisoras y trabajar unos meses en el extranjero (Ecuador e Irlanda), se afilió en el 2004 a las Nuevas Generaciones, que entonces dirigía Pablo Casado. Años más tarde entró como asesora de la Comunidad de Madrid, luego estuvo en Génova llevando redes sociales y, en 2011, acabó de diputada regional dado que su predecesora en la lista renunció. Cifuentes la hizo viceconsejera de Presidencia y Justicia, aunque siguió ayudando con redes sociales (fue entonces cuando surgió la idea de hacer un twitter al perro de Esperanza Aguirre, Pecas, aunque no está claro hasta qué punto Ayuso estuvo implicada). Sea como fuere, en el 2018 le llegó su gran oportunidad y Casado la puso de candidata por Madrid.
No la conocía prácticamente nadie y las malas lenguas aseguran que fue ella la escogida porque, sabiendo la debacle que se avecinaba, el partido no quería quemar a ningún peso pesado. De hecho, la dejaron bastante sola y ella tuvo que llamar a una de las pocas personas que sabía que podía ayudarla: Miguel Ángel Rodríguez, antiguo estrecho colaborador de comunicación de Aznar, un tipo que juega fuerte, que cree en el ataque y no en la defensa, y que tiene en un estilo de narración directo, sin florituras y directo a la mente de los votantes. Nada de puntos intermedios o de medias tintas: MAR, como le conocen algunos, duda que la moderación sea una gran virtud.
Cuando ambos comenzaron a colaborar, se juntaron el hambre con las ganas de comer: el talante incisivo de él le iba bien a la personalidad osada de ella.
El fallo de atacar a Ayuso
Con semejante estrategia, atacarlos de frente es suicida, como pronto descubrieron los candidatos de ayer. Cada crítica se transforma en una granada de mano que se devuelve con más fuerza. Cuando Iglesias le recordó datos de fallecimientos, ella no dudó en recordarle que él estaba en el Gobierno y que lo había dejado para salvar los muebles de su partido. “Es usted una pantomima y lo más mezquino de la política española”, le espetó Ayuso. No fue la única enganchada del debate: “¿Cuántos hospitales hay en Madrid? Si usted no sabe nada… Si viene aquí para salvar a su partido”. “Ha venido usted en taxi y ni siquiera sabe dónde se cogen”. “¿Cuántas residencias fue usted a visitar cuándo estaba al frente del mando único?”, etc.
Los demás contrincantes también intentaron desmontar a Ayuso, decir que su gestión ha sido pésima, que los datos no son buenos y que está tan sólo obsesionada con encumbrarse electoralmente a costa de la vida de los madrileños. Se equivocaban con semejante método: al hacerla víctima de todas las críticas, estaban en el fondo encumbrándola, dándole visibilidad. Por no decir que el debate acabó siendo Ayuso contra todos; todos compitiendo entre sí para conseguir darle la réplica.
Ayuso, como era de esperar, defendió a cal y canto su gestión. Todos somos conscientes de que ningún político tenía un trabajo fácil en una pandemia de estas características, con un virus nuevo y desconocido que, al principio, nadie sabía cómo controlar. Desgraciadamente, las circunstancias eran excesivamente adversas. Pero también estamos de acuerdo que, cuando muchos aún hablaban de que esto era una gripe, Ayuso insistió en cerrar colegios y amenazó con cerrar Madrid unilateralmente si el gobierno no reaccionaba.
A partir de la segunda ola, muchos han insistido en que el modelo de Madrid ha sido laxo y permisivo, lo que en la mente de muchos suena a irresponsable. Pero más que flojo y excesivamente relajado, en realidad ha sido quirúrgico: mientras otros iban con el hacha, Madrid apostaba por el bisturí. Mientras en el resto de España se cerraban municipios enteros y se ponían unos toques de queda con horarios a veces ridículos, Madrid se decantaba por medidas mucho menos traumáticas y más eficientes: cerrar tan sólo lo que había que cerrar, establecer cierres perimetrales en las Zonas Básicas de Salud, controles de aguas fecales y comenzar a usar masivamente tests de antígenos antes que nadie.
A Ayuso se la criticó duramente por estas medidas (como también por exigir PCR en Barajas, ya no digamos por el hospital Zendal), pero al final los datos le han acabado dando la razón: lo único que realmente nos salvará serán las vacunas, pero mientras lleguen, muchos se apuntan al modelo madrileño. Al menos es el único que ha conseguido contener el virus sin cargarse demasiado la economía.
¡Es la economía, estúpido!
En 1992, cuando Bill Clinton se enfrentó a George Bush padre, todo parecía irle en contra: Bush era un político increíblemente bien valorado que acababa de cosechar grandes éxitos internacionales con la Operación Tormenta del Desierto en Irak. Pero uno de los asesores de Clinton, James Carville, dio con la manera en que podrían ganar contra pronóstico: It’s the economy, stupid! , escribió en una pizarra. Es la economía, estúpido. Aquello se transformó en el eslogan no oficial de la campaña.
Ayuso parece haber copiado la idea. Y no va mal encaminada: todas las encuestas, incluso el CIS de Tezanos, advierten que los españoles ya no le tememos tanto al virus como a quedarnos en las colas del hambre. Desde el 2008, con la explosión de la crisis en la era Zapatero, no se veían datos tan desesperados de personas que temen quedarse sin empleo o, directamente, sin ningún tipo de sustento.
Ayuso sabe que muchos madrileños temen ahora más a la ruina que a la pandemia y ayer en el debate presumió de modelo económico: 300.000 puestos de trabajo salvados, 110.000 creados recientemente, crecimiento del PIB del 4,4%, la más alta de España.
La batalla cultural
Pero más allá de los datos del PIB, Ayuso ayer sabía que debía fijar los debates en los términos que realmente cuentan: la batalla cultural. Lo de ayer no era una mera cuestión de rendir cuentas, sino de confrontar dos modelos antagónicos que decidirán el futuro, no ya de Madrid, sino de España. Ayuso dice que el suyo es el “modelo de la libertad”, pero el eslogan va más allá de poder abrir bares y comercios: es una nueva filosofía que, frente a cierta izquierda que está perdiendo a pasos agigantados el contacto con la clase obrera, se quiere posicionar junto a aquellos que más han perdido en esta pandemia: los pequeños propietarios, los dueños de bares y peluquerías, gente humilde que no se siente atraída por una izquierda que parece más obsesionada con proponer debates identitarios estériles que en resolver problemas reales.
Los debates no importan
Para acabar, vamos a recordar que la primera ley no escrita en las campañas electorales es que los debates no importan. A estas alturas, quien quiere ir a votar ya tiene decidido el voto y quien no quiere ir le dará igual lo que digan los candidatos. Es más: probablemente ni verá el debate.
Sin embargo, si bien los debates no sirven para decantar ni una sola papeleta, tienen una importancia capital a la hora de marcar el ritmo de las campañas los días siguientes. Porque, primero, aunque casi nadie los ve hasta el final, casi todo el mundo ve los resúmenes del día siguiente y, sobre todo, los memes y vídeos de Internet. Evitar errores tontos, lapsus o gestos innecesarios es la clave: así no los podrán usar tus adversarios en tu contra.
En este capítulo, desde luego, Ayuso ha salido completamente indemne. Su objetivo era no cometer ni un solo error y no lo ha cometido. Ha salido tranquilamente ilesa del plató, lo que era mucho teniendo en cuenta que todos se habían dedicado a atacarla.
Segundo: un buen papel de un candidato en un debate generará satisfacción entre los suyos y, en el mejor de los casos, cierta euforia, por lo que evitará la muy temida abstención. Y la tasa de participación lo es todo a dos semanas de unos comicios: ahora mismo es el único dato que realmente quita el sueño a los equipos de campaña. Sobre todo, teniendo en cuenta de donde venimos: en las recientes elecciones catalanas, hubo una abstención récord del 46% y una participación de tan sólo el 53% (en el 2017 había sido del 79,04%). En Galicia la participación fue del 58% y en el País Vasco, del 52%.
Ayuso, como también —y sobre todo— Pablo Iglesias, necesitan que la participación sea muy alta. En el caso de Ayuso porque, aunque no hay duda de que será la clara ganadora, cualquier escenario inferior a una victoria aplastante y estratosférica será una decepción.
Es cierto que, pase lo que pase, Ayuso será la gran ganadora del 4 de mayo. Nadie duda de que ha engullido a Ciudadanos (que, con toda probabilidad, se quedará fuera) y que le va a quitar un buen pellizco de votos a Vox, pero las encuestas le otorgan por ahora el 43,2% de los votos o, lo que es lo mismo, cuatro puntos menos de los que necesita para la mayoría absoluta. Para llegar a la ansiada meta necesita convencer a dos segmentos del electorado difíciles para ella: las mujeres y los jóvenes urbanos. Eso, y que ni uno sólo de sus votantes se quede en casa el martes 4 de mayo.
Porque si no, todo lo demás habrá sido en vano.
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