Cuando en 1993, José Luis de Villalonga mantuvo varias conversaciones con Juan Carlos de Borbón para escribir su libro El Rey, le preguntó un día cómo definiría a la reina Sofía. El entonces monarca se tomó un tiempo y, en vez de optar por algo personal — “es mi gran apoyo” o algo por el estilo—, respondió en un tono que el escritor calificó de “curiosamente solemne”: "La Reina es una gran profesional".
Y luego añadió: “Una gran, gran profesional”. Después de rebuscar las palabras, como si supiera que aquello iba a saber a poco, remató: “Lleva la realeza en la sangre”. Cuando Villalonga le pidió que lo elaborara, Juan Carlos no supo ir mucho más allá de lo “curiosamente solemne”: “Se toma su oficio muy en serio. Doña Sofia nunca olvida que es la Reina”.
No había nada “curioso” en unas frases tan respetuosas como frías, distantes, puramente protocolarias. En realidad, fue una de las pocas ocasiones en que Juan Carlos fue absolutamente sincero: el matrimonio, como hoy sabemos de sobra, ya llevaba mucho tiempo completamente roto y entre ellos sólo quedaban los hijos y un negocio en común, llamado monarquía. Y de los dos, sin duda, ella era la que mejor sabía defender la empresa familiar: ella era, en efecto, una gran profesional. Seguramente, de los dos, ella era quien realmente entendía de qué iba en realidad el puesto.
O eso, al menos, es lo que defiende Carmen Gallardo en su último libro, La última reina (Esfera de los Libros), un libro que no es una biografía al uso, sino una novela, un ejercicio para meterse en la mente de una mujer que siempre ha sido famosa, pero a día de hoy sigue siendo una total desconocida.
Una mujer desconocida
Desde luego, sabemos muy poco de ella. Sabemos que es una mujer increíblemente tímida, incluso retraída, y muy privada. Conoce a millones de personas, pero apenas tiene amigas íntimas y no se siente cómoda haciendo confidencias a nadie que no sean su hermana Irene y su prima segunda y mejor amiga, la princesa Tatiana Radziwill, hija de la princesa Eugenia de Grecia y del príncipe polaco Dominico Radziwill.
En privado se ríe a menudo y es muy hogareña y familiar, aunque hay más en su personalidad que los meros tópicos de “sencilla, discreta y humilde” que siempre se han usado para describirla. Es mucho más ambiciosa de lo que aparenta y sabe perfectamente lo que quiere y cómo conseguirlo. Aunque parece pasiva y ha hecho comentarios en ocasiones bastante ingenuos, es astuta y sabe controlar su imagen a la perfección.
Siempre ha cumplido disciplinadamente con sus obligaciones, pero nunca ha sido buena comunicando, ni ha tenido el desparpajo de su marido ante las cámaras, ni su facilidad para reírse de todo, ni tampoco su socarronería. Durante décadas, él era el campechano y ella la prusiana, un tándem supuestamente bien compenetrado en donde él ponía el don de gentes y ella era la que nunca metía la pata ni hacía un comentario en falso. Su imagen era casi siempre hierática, muy fría, marcando las distancias férreamente, pero distinguida. No había nada sofisticado en ella —su peinado no la favorece, siempre ha ido demasiado clásica y, en ocasiones, excesivamente adusta y algo casposa—, pero sabía estar en su lugar e iba siempre apropiada, algo que Letizia aún no domina.
La biografía de Sofía es la de una princesa de la vieja escuela, educada —programada, más bien— no sólo para “servir”, como dicen todos los royals, sino para perpetuar, proteger y defender la monarquía. Sabemos que es hija y nieta de reyes y que su pedigrí es superlativo: desciende del Káiser de Alemania, de los zares de Rusia y de la reina Victoria de Inglaterra, y está emparentada por vía directa con los reyes de Dinamarca, Suecia y Noruega. Aunque nació griega (nació en el palacio de Psixico el 2 de noviembre de 1938), su verdadero apellido es el muy germánico Schleswig-Holstein Sonderburg Glücksburg. Su ascendencia y talante son claramente prusianos, continentales, y ella siempre se ha sentido más cómoda hablando en inglés que en cualquier otra lengua.
Vivió el exilio de muy pequeña: las tropas nazis invadieron Grecia y su madre, su hermano Constantino y ella se refugiaron en El Cairo y luego en Sudáfrica (su padre fue a Londres, donde se instaló el gobierno griego en el exilio). Aprendió a hablar griego gracias a sirvientes y, de vuelta a su país, tuvo que perfeccionarlo a toda prisa. También habla alemán, idioma que aprendió en Salem, el internado más prestigioso de Alemania y uno de los más elitistas de Europa (allí también había estudiado su primo lejano, Felipe de Edimburgo).
Nunca fue una buena estudiante (ella misma reconoció que lo suspendía casi todo), pero sí desarrolló una gran pasión por la música clásica: en el colegio se unió al coro (cantaba de contralto), toca muy bien el piano y, como a su padre, el rey Pablo, le encanta Bach (en especial, la Pasión según San Mateo). También se aficionó enseguida a la fotografía y, con el tiempo, se convirtió en una experta en arqueología. No tiene licenciatura universitaria pero sí estudió un grado en enfermería infantil y puericultura. Cuando vino a España hizo cursos y seminarios de Humanidades los sábados por la mañana en la Autónoma.
Aunque se ha dicho hasta la saciedad que es una mujer increíblemente culta, no es ni de lejos una intelectual y, más allá de la música clásica, no tiene un conocimiento de experta en ningún área. La política, a pesar de lo que se ha repetido, sí le gusta y, aunque nunca ha hablado demasiado en público sobre su ideología personal, se sabe que es religiosa, algo chapada a la antigua y altamente conservadora. También una anticomunista convencida y una defensora a ultranza de la democracia en el sentido más liberal del término. No lee mucho, pero sí disfruta de libros que los anglosajones llaman non-fiction y que engloba biografías, historia y tratados bien escritos sobre temas de actualidad en el mundo. Se sabe también que le atrae lo religioso y lo oculto, que está fascinada por ovnis y que su pasión por lo esotérico ha llegado a algún punto excéntrico.
Su gran triunfo
En su mejor versión, Sofía siempre ha sido una gran defensora de los animales y ha ayudado a visibilizar los esfuerzos de la cooperación internacional española. Se implicó en la Fundación de Ayuda contra la Drogadicción y también en los microcréditos a mujeres de países en vía de desarrollo. Pero, sin duda, su gran triunfo personal fue ayudar a conseguir que Franco nombrase a Juanito “su sucesor a título de Rey” y que regresara la monarquía a España tras la dictadura.
La parte más interesante de Sofía es precisamente ésta: cuando aún es princesa, se casa con Juanito, el “hijo de los Barcelona”, como los llamaban en las altas esferas europeas, y viene a vivir a España sin saber cuál va a ser su futuro. Es esa Sofía que no habla apenas español ni sabe apenas nada de España, de sus gentes, historia y costumbres, pero que entiende rápidamente que Franco va a ser el único que va a decidir si ella va a ser Reina o no y ella, muy sagaz, comienza a camelarlo.
También aprende muy rápido a navegar por las turbulentas aguas del franquismo y a esquivar los obstáculos que algunos jerarcas del búnker le van poniendo a su paso. Es la Sofía que tiene que aguantar que la tachen de hereje y a la que recuerdan constantemente que es extranjera (lo que en España no sólo siempre ha significado procedente de otro país, sino también rara, excéntrica e incluso con ideas peligrosas).
Luego, cuando su marido fue designado sucesor de Franco y ella se convirtió en Princesa de España, fue ella quien más hizo porque el pueblo viese en la monarquía una institución de futuro y esperanza. No fue para nada sencillo: España no era en absoluto monárquica (luego se puso de moda el “juancarlismo”), no se tenía un aprecio excesivo por los Borbones, ni nadie tenía demasiadas expectativas puestas en un tipo anodino al que muchos comenzaron a llamar Juan Carlos el Breve y del cual los españoles, siempre dados a la jarana, hacían bromas facilonas de muy dudoso gusto.
Desgraciadamente, esta parte de la biografía de Sofía, el de una mujer ejecutiva, tenaz y ambiciosa que sabe medir cada paso, que sabe ser sutil y cautelosa cuando le interesaba, pero también decidida e implacable cuando lo requerían las circunstancias, no ha sido casi nunca estudiada. La famosa biografía oficial que escribió Pilar Urbano de la reina Sofía —bastante edulcorada, excesivamente cursi en muchos aspectos y manifiestamente cortesana— pasó de puntillas sobre este período y lo despachó con frases lánguidas: “Franco tenía el reloj y él tenía la hora”, “El príncipe tenía muy claro que quería la democracia”, “Franco veía a Juan Carlos como el hijo que no había tenido”, etcétera.
Hay que tener en cuenta que de Sofía había una imagen instalada de la que ningún periodista podía moverse un ápice: el de la perfecta consorte, tradicional, recatada, bastante sumisa y totalmente anodina, el de la mujer que, ante todo, era esposa y madre.
De hecho, Pilar Eyre fue la primera que en España contó con bastante detalle la intrahistoria de aquel período en el que Sofía y Juanito, como ella misma dijo, “no éramos nadie”: cómo Sofía quedaba a merendar con doña Carmen y su séquito, cómo llegó a contactar con Pilar Primo de Rivera, cómo Sofía hizo que sus hijos tratasen a Franco como un abuelo para así ir ganando puntos.
También fue Eyre la que se atrevió a poner por escrito lo que todos sabían de sobra y rumoreaban en susurros, pero nadie quería decir en voz alta: las múltiples amantes de Juan Carlos, la ruptura total del matrimonio poco después de la muerte de Franco. En La soledad de la reina desveló las humillaciones que Sofía había sufrido en un matrimonio destrozado y, en más de un momento, claramente tóxico.
La otra Sofía
Pero faltaba otra pieza fundamental para entender a Sofía: el período de abdicación. Alguien tenía que escribir lo que le pasó por la cabeza a Sofía mientras todo por lo que ella había luchado tanto se derrumbaba inexorablemente delante de sus ojos a un ritmo de vértigo.
De unos niveles de adulación y servilismo no apto para diabéticos se pasó, prácticamente de la noche a la mañana, a airear todos los trapos sucios con todo lujo de detalles. Todo salió a la luz: los negocios fraudulentos, las comisiones ilegales, el yerno que había hecho una fortuna saltándose la ley, el derroche, el despilfarro, el hedonismo salvaje y la falta de ejemplaridad de una familia claramente disfuncional que, hasta unos segundos antes, había sido alabada como un modelo a seguir.
Carmen Gallardo se propuso la difícil tarea de rellenar ese hueco. Era imposible hacerlo con una biografía tradicional —nadie sabrá jamás lo que realmente pensó la reina Sofía—, pero se podía hacer con una pseudo novela, una biografía novelada si se prefiere. Eso es La última reina: el relato íntimo de una mujer que ve cómo su mundo se descompone.
Comienza el libro, precisamente, con un capítulo titulado “La Rúbrica. Madrid, 18 de junio de 2014” y que narra los días previos a la abdicación. Como cuando Juan Carlos anuncia por televisión su decisión de ceder el trono a su hijo y, casi al final de todo, dice escuetamente “…Y mi gratitud a la reina, cuya colaboración y generoso apoyo no me han faltado nunca”.
“Así de simple. Así de injusto”, escribe Carmen Gallardo. “Con tal simpleza resumió su aportación durante los treinta y nueve años que compartieron reinado. ¿Acaso olvidó los previos, los años de trabajo sordo, desconocido, casi secreto que, codo con codo, realizaron ambos para asegurar la Corona desde que unieron su destino en Atenas en el mayo de 1962?”.
Ésta es la historia de cómo Sofía hizo ese trabajo “sordo, desconocido, casi secreto”. Y, sobre todo, es la historia de cómo todo por lo que había luchado se resquebrajó por los excesos y defectos de su marido. Hay un momento en la narración en que Sofía lamenta que “la familia real está aquí ahora, mermada, herida. Una familia real mínima y hecha añicos como familia, mientras intentan salvarla como institución”.
Es la Sofía que se desgarra: “¿Cuándo perdiste la prudencia? ¿Dónde quedó la sabiduría innata para sobrevivir en ambientes hostiles? ¿Cuándo te dejaste arrastrar por el halago fácil? ¿Cuándo renunciaste al proyecto común, al trabajo en equipo, al modelo social que ayudamos a construir juntos? ¿Cómo aceptar que una Corona que nos costó tanto sufrimiento y renuncias se desvanezca por ambición y lujuria? ¿Por qué me apartaste de tu lado como reina, ya ni siquiera me quejo del aislamiento sufrido como esposa?”
También es la historia de una mujer que nació en otra era, en otra concepción de la realeza y de las princesas, y que mira atónita cómo la nueva hornada de reinas, entre ellas su propia nuera, pertenecen a un mundo aparte del que ella conoció. Mujeres criadas en otros ambientes, en otros valores diferentes.
Sofía fue educada para callar, aguantar y sonreír. Para sacrificarlo todo, su propia felicidad incluso, por el bien de la institución que debía representar. “Never complain, never explain”, como dicen los ingleses. Nunca te quejes, nunca des explicaciones.
Pero la pregunta final, la pregunta dura y amarga, es si ese modelo ha valido la pena.
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