Hacía meses que la mira se había puesto sobre ellos. El frente carcelario de la banda vivía momentos agitados. El Gobierno había decretado sólo un año antes el inicio de la política de dispersión. A partir de 1989 los presos de ETA sería internados en cárceles alejadas de sus lugares de origen para cumplir su condena. El plan para romper el llamado ‘frente de cárceles’ de ETA comenzaba a fragmentarse. La banda no tardó en responder. Lo hizo el 13 de enero de 1990 en el barrio de El Antiguo de San Sebastián. Mientras Ángel Jesús Mota, con su hijo pequeño de sólo cinco meses en brazos, esperaba camino del coche a que su mujer cerrara el negocio familiar, un terrorista se le acercó y le disparó. El joven funcionario de prisiones de la cárcel de Martutene -31 años, natural de Zamora y padre de dos hijos- se convirtió en la primera víctima de un colectivo al que la historia cruel del terrorismo reservaba aún muchos días oscuros.
El señalamiento a los funcionarios de prisiones no cesó. No pasaron aún dos años cuando otro compañero de la cárcel guipuzcoana correría la misma suerte. El 22 de enero de 1993 José Ramón Domínguez abandonó su vivienda para ir al trabajo. Ocurrió a primera hora, en torno a las 07:45 horas, con la oscuridad aún reinante y sin testigos en la calle. La circunstancia fue aprovechada por dos miembros de ETA. Se le acercaron y lo mataron a tiros. Su cuerpo, agonizante en el suelo, lo encontró veinte minutos después un niño de diez años camino del colegio. José Ramón, natural de Burgos -35 años- ejercía como educador en la prisión.
El 17 de enero de 1997 ETA perpetró el que sería el mayor secuestro de su historia. Hacía días que seguía al funcionario de la prisión de Logroño, José Antonio Ortega Lara. Cuando el ‘zulo’ que sería más difícil de encontrar de cuantos ha construido estuvo terminado, llevo a Ortega Lara hasta él. En aquel subsuelo húmedo de una nave de Mondragón el funcionario permanecería en cautiverio 532 días. Antes de su liberación en 1 de julio de 1997, ETA volvió a presionar al Gobierno para poner fin a su política con los presos. Cuando Ortega Lara cumplía casi dos meses de secuestro, la banda asesinó al psicólogo de Martutene, Francisco Javier Gómez Elosegi en San Sebastián.
El último empleado público de un centro penitenciario asesinado sería Máximo Casado, el 22 de octubre de 2000. La banda había colocado una bomba lapa en los bajos. Cuando se subió a él para acudir a la prisión de Nanclares de la Oca (Alava), estalló.
Ertzainas, policías, políticos...
Es la historia más triste de un colectivo que conoce bien a ETA, a sus presos y a los que la banda puso durante muchos años en el centro de su mirada. Ahora Euskadi asumirá la gestión de las cárceles vascas. Lo hará con los cerca de 700 funcionarios que hasta el próximo 1 de octubre seguirán dependiendo de la Administración del Estado. Después, pasarán a ser funcionarios vascos. En esta transición, uno de los temores que ya habían expresado los representantes de los funcionarios fue que se pasara página, que la consecución de la transferencia por parte del País Vasco trajera consigo un manto de olvido sobre el sufrimiento padecido.
Esta semana el Gobierno vasco se ha comprometido a tomarles la palabra, a documentar los padecimientos que tuvieron en los años más duros de la violencia etarra. Lo hará con un informe dedicado a acreditar cómo se ejerció la violencia, las amenazas y la coacción social sobre todos ellos. En él, como en los realizados a otros colectivos, no sólo se cuantificará la entidad de la amenaza, sino que se recogerán testimonios de ellos y sus familias y se alcanzarán unas conclusiones sobre el padecimiento de los funcionarios de prisiones en Euskadi.
El estudio se presentará el próximo año y continuará la dinámica de los anteriores. En unas semanas está previsto que la Dirección de Víctimas, Derechos Humanos y Diversidad que dirige Monika Hernando presente su último informe, el realizado a los Cuerpos y Fuerzas de Seguridad del Estado. El documento que se ultima aborda el modo en el que estos trabajadores públicos padecieron la amenaza terrorista en Euskadi, además de la documentación del número y tipo de atentados y acciones violentas de las que fueron víctimas. También cómo se vivió ese clima social de amenaza y violencia en sus entornos más cercanos.
“Sabía que el ‘comando Bizkaia’ estaba recopilando información sobre mí para pegarme un tiro. Yo me sentía más muerto que vivo en aquella época”. El duro recuerdo es el de un ertzaina que tuvo que ejercer su trabajo en los años de mayor presión terrorista en el País Vasco. Aparece en el informe que en mayo de 2016 se elaboró por el Instituto de Derechos Humanos Padre Arrupe de la Universidad de Deusto, institución encargada de llevar adelante estos informes sobre el sufrimiento padecido.
Derecho a la verdad
“Este tipo de informes sobre el sufrimiento padecido por colectivos señalados es un modo de acompañamiento a estas víctimas en su derecho a la verdad, la memoria y a la no repetición”, asegura Hernando. Subraya que en ese objetivo por conocer la verdad de lo ocurrido “aún hay espacios por trabajar”: “No creo que en Euskadi vaya a existir nada parecido a una ‘comisión de la verdad’ que elabore un informe global. Por ello, con estos informes detallados por colectivos de algún modo se va construyendo el puzle dela memoria, se arroja luz sobre lo vivido por estos colectivos y la vulneración de derechos humanos que padecieron”.
En el caso de la Policía Autónoma vasca, el estudio permitió documentar que la Ertzaintza recabó hasta 36.000 documentos a ETA y su entorno en los que figuraba alguna amenaza a alguno de sus agentes o al Cuerpo. Sobre 7.895 ertzainas consta que ETA llegó a recabar algún tipo de información y en 43 casos con un alto grado de elaboración. La banda terrorista asesinó a 14 agentes desde 1985, con el primer atentado mortal contra Carlos Díaz Arcocha. Junto a ello, en el caso de este Cuerpo la incidencia de la violencia callejera fue uno de los factores más duros, en especial entre los años 1995 y 1997. En total, la Ertzaintza tuvo que intervenir en 1.335 actos de ‘kale borroka’. El informe llega a cuantificar el número de agentes que por seguridad cambiaron la matrícula de sus vehículos, 3.106, y los que incluso solicitaron un nuevo número profesional, 605.
En otro de los relatos anónimos de un Ertzaina recogido se refleja bien cuál fue el impacto familiar sufrido: “Empezaron con insultos a mi hija diciendo que era hija de un ‘cipayo’. Le quitamos importancia diciéndole que eran unos chavalitos que querían ligar con ella. Luego me quemaron el coche. Después hicieron una pintada en el portal que tuve que quitar yo. Más adelante me informaron que un comando de ‘kale borroka’ que habían detenido tenía información de mi nuevo coche”. Otro de los agentes recuerda la impotencia con la que tuvieron que vivir esos episodios, sin poder desplazarse a otros destinos: “Nosotros no podíamos ir a Zamora o Sevilla. Sólo había una salida, pillarlos antes de que te pillen a ti”.
En 2019 el Gobierno vasco encargó otro informe similar destinado a documentar el padecimiento de la clase política. El estudio abarcó el periodo 1991 a 2011, cuando se intensificó la amenaza y la necesidad de poner escolta a cientos de cargos políticos en Euskadi. El asesinato del concejal del PP en San Sebastián, Gregorio Ordóñez elevó de modo notable la amenaza sobre este colectivo. Pese a que los asesinatos de políticos ETA los había cometido mucho antes, no fue hasta 1995 cuando llevar escolta en el País Vasco fue un requisito casi imprescindible para políticos del PP y el PSE. En los años 2009, 2010 y 2011, los últimos de la actividad terrorista de ETA, el número de cargos políticos con escolta en Euskadi superaba los 500.
"Sin poder pedir ayuda"
“Alguien que se está ahogando para sobrevivir pide auxilio, grita. Alguien que se está muriendo pide ayuda. Pero, un amenazado entonces no podía pedir ayuda en voz alta”, recuerda un concejal que vivió los años de acosos a la clase política. Otro de los testimonios recuerda cómo hacer campaña siempre fue difícil, más aún completar las listas electorales: “Recuerdo mi primera campaña. Íbamos a colocar carteles en los paneles de la calle reservados a los partidos. En el nuestro, en el del PP, había una diana grande pintada. Eso era socializar el terror. Cogí un cartel y lo puse encima”. Otro de los testimonios recuerda el acoso durante las fiestas patronales. Relata cómo durante la izada de las banderas en el día grande de las fiestas de la localidad el acoso se fue agravando: “Empezaron tirándonos huevos podridos, luego eran con pintura y finalmente eran huevos que los cocían y los congelaban. Había que salir con casco”.
Fueron realidades no tan lejanas en el tiempo vividas por distintos colectivos y cuya incidencia personal y familiar se asemeja en muchos aspectos. En unos días se hará público el relativo a Policías y Guardias Civiles y el próximo año el dedicado a los funcionarios de prisiones. Se sumarán a la lista que tendrá continuidad, pese a que por el momento se está decidido qué colectivos más se documentarán. “El propósito es que además de acreditar la vulneración de derechos humanos que sufrieron poder contribuir a la reparación y a facilitar una garantía de no repetición. Las víctimas tienen derecho a ello. Son informes dedicados a ellas y al conjunto de la sociedad para que no se vuelva a repetir”.
Entre los informes elaborados desde la Secretaría general de Derechos humanos, Convivencia y Cooperación también figuran otros que abordan distintos aspectos relacionados con los años de violencia en Euskadi. Así, aparece un informe sobre la extorsión al empresariado vasco, el impacto de la política de dispersión en las familias de los presos, los malos tratos y la tortura en el País Vasco o un estudio sobre la desaparición del dirigente de ETA, Eduardo Moreno Bergaretxe, ‘Pertur’.
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