La última campaña de marketing tecnológico presenta unos auriculares que permiten la cancelación activa del ruido, esto es, la eliminación de cualquier interferencia en la señal. Garantiza al interesado que solo aquello conectado a su dispositivo tendrá sonido, por lo que puede olvidarse de molestas distorsiones que proceden del entorno. Esta última maravilla tecnológica representa una acertada metáfora de cómo perseguimos la eliminación de cualquier incordio en nuestro oído, sea éste nuestra creencia o idea. Y en ésas estamos.
A la universidad le afectan estos fenómenos de cancelación, activismo ideológico y espacios seguros a uno y otro lado del océano Atlántico. Los movimientos sociales que intentan ocupar el debate público apalancan sobre la institución sus mensajes, sin posibilidad de disidencia. A modo de orden religiosa, algunas disciplinas universitarias han sucumbido a un compendio de verdades, pastores, fieles y herejes que dificultan la conversación y la duda.
Hoy lo vemos en el pensamiento político y social, la historia o el periodismo, donde todo fenómeno se describe con un epíteto sonoro, pero antes ya lo observamos en el pensamiento económico. Entre el ceteris paribus y la servilleta de Laffer, las ciencias económicas se han dejado llevar por el pensamiento chamánico de verdades reveladas en una hoja de cálculo.
Encuentro dos causas principales en el fenómeno de la cancelación. A título individual, se ha producido una transformación política de la privacidad. La expresión de ideas políticas en el espacio público se conformaba en un estándar de actuación, uso y comportamiento. Hoy, el ciudadano de la sociedad digital vive conectado a las redes de autocomunicación de masas y quiere protagonizar la creación, emisión y distribución de mensajes. Se ha desvanecido la privacidad cognitiva, la introspección, porque todos queremos formar parte de una comunidad epistémica concreta y señalarnos.
La privacidad de la opinión queda relegada ante la necesidad de comunicar un comportamiento. Dicha actitud explica el auge del activismo, el voto en plataformas a favor o en contra de ideas y acontecimientos de actualidad, así como el compromiso convertido en emoji, lazo del color correspondiente o etiqueta de Twitter. Mediante el señalamiento de la virtud, el individuo proyecta afectos y emociones morales (escándalo, miedo, solidaridad), obliga a la sobreactuación en redes sociales y a un estado permanente de ansiedad o juicio moral de la realidad. No interesa la sinceridad, que ha perdido su valor en el entorno privado, sino la expresión pública de unos sentimientos. En público, en el perfil de Twitter o en la última story de Instagram, el individuo manifiesta la solidaridad con el pueblo oprimido, la desgracia de un volcán o el cierre de una fábrica.
En último término, las tecnológicas han aprovechado esta exposición gratuita para capitalizar los datos privados, ahora convertidos en públicos, y ofrecer un catálogo extenso de respuestas modeladas según el estado emocional, las redes de amigos y los contenidos populares. El filtro burbuja o la cámara de eco no es una consecuencia, sino que está en el origen de esta profusión gratuita de datos para (auto)señalarse.
A escala institucional, las universidades han venido participando en los problemas de la vida social y política contemporánea. Forma parte de su vocación universal, de espíritu abierto y crítico. Sin embargo, impulsar el debate no implica tomar partido y decidir, como corpus político, sobre el posicionamiento particular, la llamada al voto o el boicot a personas. Ni el claustro ni el alumnado ejercen la representación política de la comunidad universitaria.
El problema radica en que algunos de sus miembros necesitan demostrar su capacidad de impacto político y social agarrando banderas y causas, eliminando contenidos o señalando actividades de menor aceptación social. Ahí radica el error; las universidades que se significan en esta sobreexposición moral abogan por una institución militante, lo que reduce el pluralismo interno y la capacidad misma de defender la diversidad. El mayor compromiso de la institución va en detrimento de los derechos individuales, cuya libertad de conciencia mengua. No hay vocación de universalidad, sino de segmentación.
El efecto es ya conocido en los campus; se produce un falso consenso donde las comunidades políticas e ideológicas dominantes favorecen la construcción de mensajes, actos o campañas en favor o en contra de una causa. Los más radicales gritan más y ocupan más espacio, degradando la convivencia. Se reduce el valor de las universidades, facultades o departamentos, convertidos en escuelas de formación de cuadros de partidos, movimientos sociales o religiosos.
Los riesgos
No tengo claro el alcance o las consecuencias de la cancelación, pero sí observo riesgos para el futuro de las universidades abiertas.
El primer riesgo es la identificación de la universidad como un centro social destinado a crear forofos y bufandismo intelectuales. El modelo de verdades cerradas crea tribus y comunidades homogéneas, territorio abonado para la polarización. Así, quienes promueven la cultura de la cancelación identifican un catálogo de personas con ideas correctas e incorrectas, asunto que nada tiene que ver con la misión de la universidad. Una vez cometido el error, la persona es cancelada y sometida a una suerte de muerte civil fuera de los circuitos universitarios. No se rebate la idea, sino que se ningunea la propia condición profesoral. "Es poco comprometido", se señala. Es un sinsentido.
La base fundacional de la institución universitaria es la discusión civilizatoria, el manejo de la retórica, el argumento y la oratoria para exponerse a asuntos contradictorios. Hay que obligarse a leer autores que contradicen nuestros principios y someterse a las preguntas incómodas. Recuerdo el shock que me supuso leer El mal menor. Ética política en una época de terror (2005), donde mi admirado Michael Ignatieff se pregunta por los límites legales de la lucha contra el terrorismo. Fue este libro el que me obligó a pensar fuera de la comodidad de la teoría. No se trata de qué haría en caso de ataque a la democracia, sino de responder al hecho cierto del terrorismo global.
El segundo es la eliminación de la duda y la rectificación. Cancelar hoy, en la universidad, es la última baratija del pensamiento, que sostiene que debemos ser sólidos en nuestro argumento y no permitirnos ningún paso atrás. Sin embargo, este planteamiento es profundamente antiuniversitario. Dudar significa reconocer que la ciencia se equivoca, se corrige y se refuta. Se avanza a paso de cangrejo, como escribió Umberto Eco.
No hay un manual de uso para afrontar los nuevos interrogantes y la salud del debate público depende de la capacidad de aceptar los grises y huir de los lugares comunes. La universidad, a todas luces, es el espacio ideal para equivocarse, reparar y reconocer las injusticias. La universidad debe participar en las acciones de justicia restaurativa y memoria, pero no debe contribuir a olvidar el pasado como si no leyendo a este o aquel autor la maldad desapareciera.
El tercer riesgo es la incapacidad de producir ideas que desafíen aquellas actitudes o políticas más populares. La secuencia lógica es la conversión de las universidades en expendedoras de títulos estandarizados, sin controversia. El alumno es cliente y no conviene llevarle la contraria, incomodarle o generarle dudas. La duda es signo de debilidad y el profesor no puede esta experiencia vital que es la vida universitaria.
Esta educación fast-food copia prácticas e ideas de unos centros a otros, pero aspira poco menos a que a una relación transaccional (usted pague y será graduado). Lo popular es aquello que añadiremos al título de moda. El resultado es un desierto intelectual con decenas de posgrados copiados entre sí, con escasa formación integral, sino activista. La universidad no es un producto de consumo, sino la entidad llamada a transformarnos.
Me pregunto, en suma, si la cancelación no es sino la máxima expresión de la distinción de Pierre Bourdieu. El capital social y cultural de la universidad cancelada se construye en los extremos, como signo de compromiso político y responsabilidad. El prestigio, apunta Argemino Barro, vendrá del grado de militancia por las causas del momento. Y nada más. Pues vaya un final para la vocación universal de Salamanca, Palencia o Bolonia.
Juan Luis Manfredi es catedrático Príncipe de Asturias - Georgetown University. Fundación Endesa.
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