Detrás de la oscuridad aún quedan resquicios. Lugares lúgubres, más crueles. Pocos se atreven a chapotear en ellos, a cruzar ese umbral de maldad. Pero los hubo. Algunos sólo necesitaron arengas y proclamas para exploraron esos rincones del horror. Unos ponían las balas, las bombas, para cumplir su función sangrienta y los otros, los ciudadanos de alma negra, remataban socialmente, sin piedad, antes y después. Fueron trabajos complementarios, alianzas de sangre coordinadas.
Aquella botella de champan con dos copas que alguien depositó en el portal del muerto al día siguiente de su asesinato fue la última bala. Antes intentaron matarlo en vida. Fueron siete meses de acoso y amenazas constantes. José Luis Caso se armó de valor para dar el paso. A su compañero, Manuel Zamarreño, lo acababan de matar. El escaño del PP en el Ayuntamiento de Errenteria quedaba vacante y él, pese a todo, no dudó. Sabía lo que conllevaba. Fueron siete meses , uno tras otro, de pintadas, dianas, llamadas amenazantes, agresiones… por haber osado a decir sí.
Fueron tiempos en los que unos no dejaban vivir, otros ni siquiera morir. Años en los que abrir el buzón en muchos hogares de Euskadi era una operación de riesgo, un mal pálpito de angustia diaria. Beatriz Elorza no lo olvida. La mujer de quien fuera secretario general del PSE en Gipuzkoa, Manuel Huertas, abrió aquella carta extraña. En su interior, las ‘almas oscuras’ que alimentaban la violencia habían depositado tres esquelas con los nombres de sus hijos.
José Mari Pedrosa también tuvo falsas esquelas amenazantes antes de la de verdad. El entorno de ETA se la colocó en su portal. El acoso lo completó con manifestaciones frente a su domicilio a cargo de estudiantes de un instituto cercano. Cuando la banda lo asesinó el 4 de junio de 2000, hubo que rematar su memoria y cronificar el dolor de los suyos. De nuevo, las ‘almas oscuras’ comenzaron a chapotear en el dolor… llamaron a su viuda para recordarle que “ya estaba muerto”.
"Está colgado del puente de..."
Ese mismo año, poco antes, la banda asesinó al periodista José Luis López de Lacalle en Andoain. Días antes había advertido a los hermanos Landaburu, Gorka y Ander, de que tuvieran cuidado, “van a por nosotros”, les dijo. El 7 de mayo, cuando regresaba de comprar los periódicos, ETA lo mató. La prensa, el paraguas rojo junto al cadáver… Al día siguiente, de nuevo hubo quien optó por chapotear en la miseria: “Lacalle jódete”, se pudo leer en una pared cercana a su casa.
Al empresario José María Aldaya lo mataron en vida. Privarle de libertad, encerrarle en un ‘zulo’ 341 días lo marcó para siempre. Mientras la sociedad exigía su liberación, ETA se disponía a protagonizar el segundo cautiverio más largo de su historia. En la calle, enfrentamientos entre los lazos azules y los que gritaban ‘ETA mátalos’ o los crueles “Aldaya, paga y calla” aparecidos en algunas paredes de Euskadi. A todo ello, en casa del empresario guipuzcoano la angustia tuvo que sumar la miseria. El teléfono, ese canal de alegrías y crueldades en la historia del terrorismo, sonó más de una vez: “Ya hemos soltado a Aldaya… está colgado del puente de…”.
Casi seis décadas de violencia, de agitación social, de construcción de una compleja arquitectura del terror… de silencio e impunidad, dan para demasiado. La letra más pequeña del relato, los detalles, explican en muchos casos más que los grandes titulares. Joseba Eceolaza recuerda esas pequeñas y terribles acciones, ocultas en muchos casos. Fueron las que le hicieron despertar. Militante de izquierdas, asegura que durante años en su entorno político sobrevolaba una suerte de silencio cómplice. Un discurso que otorgó un “plus de rebeldía a ETA que resultó ser fatal, aquel mito antifranquista que luego tanto exprimió la izquierda abertzale: “Vivimos un tiempo de autoengaños, como si hubiera habido una ETA buena y otra mala, la anterior a Franco y la posterior”.
Este ex concejal de Batzarre en Cizur Mayor (Navarra), formación abertzale de izquierda, decidió recoger todos esos episodios, detalles que describen con crueldad mayúscula lo que supuso ser amenazado, asesinado y marcado por ETA y su mundo. Los ha plasmado, junto a sus reflexiones sobre lo que supuso en las víctimas aquellos años de acoso y la necesidad de hacer justicia, en la obra “ETA, la memoria de los detalles”. Marta Buesa, hija de Fernando Buesa, exconsejero de Educación del Gobierno vasco asesinado por ETA, afirma en el prólogo que “es en los detalles donde encontramos la dimensión de la crueldad, la maldad y la deshumanización de la que hizo gala una parte de nuestra sociedad”.
El claxon de la muerte y el miedo
“Yo llegué a llevar a pleno a la abogada de Rigoberta Menchú para hablar de la amenaza política. ¡A un pleno en el que había más escoltas que concejales!”, recuerda Eceolaza: “La pregunta que me hago y hago a mi espacio político es, ¿cómo era posible que fuéramos tan solidarios con mil causas y tan ciegos y sordos con los que estaban sufriendo, con compañeros de corporación?”. Eceolaza asegura que ahora intenta reparar la deuda que, como muchos, acumuló entonces. “Había colaboradores de todo aquello que eran esenciales. Hablo de familiares, de vecinos de nuestras calles y bares sin los que aquel engranaje del terror no se podría haber puesto en marcha”.
Hay una secuencia que se repite de manera constante. La salida de una viuda de Euskadi hundida en el dolor, junto al féretro de su marido, junto a sus hijos pequeños, y siempre casi a escondidas. “Hay que imaginar cómo vivieron todo aquel sufrimiento aquellas mujeres”, señala. Es el caso del guardia civil Mohamed Ahmed Abderraman, padre de una niña con parálisis cerebral que optó por pedir destino en Euskadi para cobrar los pluses con los que pagar el tratamiento de su hija. ETA lo mató y su mujer, Aisha, regresó a Ceuta en aquel avión que le sacaba del infierno.
Una de las escenas que mejor reflejan la crueldad y el ambiente de terror y miedo que se vivía en aquel País Vasco triste y oscuro se produjo en Beasain. El agente Antonio Ramírez, 24 años, y su novia, Hortensia González, 20 años, acababan de salir de la sala de fiestas. Era Navidad. Aquellos novios de origen gaditano hacían ya planes de boda. Poco después de subirse al coche para regresar a sus casas un terrorista los ametralló. Era la madrugada de la noche de reyes de 1979. Ni la ráfaga de metralleta ni el claxon sonando incansable durante 20 minutos por la presión del cuerpo yacente y ensangrentado de Antonio pareció inmutar a nadie. Nadie salió a socorrerlos. El miedo de unos, quizá el aplauso de otros. “Hubo un tiempo en el que nadie oía nada”, recuerda Eceolaza.
En ‘ETA la memoria de los detalles’ el listado de episodios de crueldad inimaginable es largo. El 30 de mayo de 1985 el niño Adolfo Aguirre estrenaba zapatillas. Su madre estaba en casa de la vecina. En aquella calle Bajada de Javier de Pamplona una falsa embarazada acababa de alertar a la Policía para que acudiera al lugar alegando una pelea entre toxicómanos. Era Mercedes Galdós, terrorista de ETA. Los agentes acudieron al portal número 14 en el que Adolfo se disponía a llamar al telefonillo, a escasos metros de aquella bolsa de basura-bomba. Galdós no dudó, ordenó a su compañero de comando activar la bomba. La explosión mató al agente Francisco Miguel Sánchez y a Adolfo Aguirre. Sus padres acudieron a socorrerlo. Murió camino al hospital. “Lo reconocieron por las zapatillas…”, subraya Eceolaza.
Neutralizar relatos
A Eceolaza le preocupa que esta crueldad termine por ser amortiguada, olvidada, enterrada cuando no justificadas para las futuras generaciones entre “teorías del empate”. Teme que quienes aplaudieron y alentaron la violencia aborden la fase de la memoria “con una calculadora para contar víctimas a su favor para imponer una ‘teoría del empate’, para dar la sensación de que aquí todo el mundo mató y murió”: “Existe una costumbre en algunos sectores de contrarrestar una violencia con la otra, poner en marcha unos relatos para neutralizar otros. Es una forma de desmemoria muy peligrosa, más que el peor de los olvidos”.
Considera que actualmente en Euskadi y Navarra no existe un riesgo real de una vuelta a las armas, pero sí la pervivencia de los valores que pudieron hacerlo posible: “La garantía de no repetición se debería centrar en no repetir las ideas, los valores que justificaron los asesinatos”. Es ahí donde los ‘ongi etorris’ suponen la mayor amenaza para futuras generaciones: “Son terribles los Ongi Etorri, las pancartas, los discursos… es terrible creer aún que alguien que asesinó o colaboró para que se asesinara es alguien ejemplar, es decir a la gente joven que matar pudo haber tenido algún sentido”.
No es sencillo transformar, recomponer y sanar una sociedad. Eceolaza recuerda cómo en 1994, cuando la izquierda abertzale debatía la ponencia ‘Oldartzen’, en la que se defendía la ‘socialización del sufrimiento’, “se convocaron 210 asambleas por los pueblos, participaron 5.000 personas y el 70% votó a favor, es decir, cerca de 3.500 personas votaron a favor de que hubiera más muertes”.
Fueron tiempos en los que los detalles revelan que se llegó a “frivolizar” con los asesinatos. Eceolaza afirma que cuando ETA mataba en función de quien era el asesinado “se decía si era un atentado eficaz o no, si matar a Carrero Blanco estaba bien o mal… sin darnos cuenta de que todo aquello generaba un impacto en el futuro de la sociedad en el que se producía”.
Una sensibilidad 'intermitente'
Años en los que la movilización y el rechazo social se activó, pero de modo “intermitente” en función de quién era la víctima. “No nos movilizábamos cuando las víctimas eran guardias civiles o militares, en nuestro debe está esa sensibilidad intermitente”. En el último peldaño, el más bajo, del reconocimiento social hacia las víctimas sitúa a las viudas de los Guardias Civiles y a las familias de los asesinados acusados de ‘chivatos’ o ‘toxicómanos’ a los que a la muerte les siguió el silenció social.
Ocurrió con casos como los de ‘Genil’, Ángel Facal, al que la terrorista Idoia López Riaño mató por ser toxicómano y acusándole de formar parte del “entramado represivo del Estado”: “En realidad, era un hombre que no tenía ni para un bocadillo, que sólo vivía para su próxima dosis”. Acusaciones de ‘colaboración’ que también pesaron en otros muchos crímenes, como los del albañil Francisco Medina, asesinado por el ‘delito’ de estar construyendo los edificios del Cuartel de Intxaurrondo. O los del panadero Cándido Cuña, acusado de colaborar con la Guardia Civil por vender pan a los agentes. O la terrible muerte de Maite Torrano y Félix Peña, abrasados por el fuego provocado por los cócteles molotov arrojados a la Casa del Pueblo de Portugalete...
Ahora, Eceolaza apela a la necesidad de apuntalar la convivencia, pero hacerlo con justicia, sin cometer “los mismos errores de la Transición”. Incluso invita a trabajar por dar forma a una suerte de “comunidad del recuerdo” que impida que el olvido, el buscado y el de la indiferencia, se instale: “En la Transición se creyó que la reconciliación, la convivencia, estaba por encima de la Justicia y se dijo a las víctimas que no reclamaran justicia. Ese error no podemos volver a cometerlo”, asegura. Concluye llamando a su generación, “a los que vivimos todos esto” a responsabilizarse e implicarse en cerrar la herida de modo correcto, “no me perdonaría dejar esto sin resolver a mis hijos, no podemos dejárselo a ellos, a nuestros nietos como hicimos en la Transición”.
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