La rutina del miedo llevaba años instalada. Ver, oír y callar. Así había sido desde siempre en las calles de Euskadi. Tampoco lejos de ellas las proclamas se dejaban escuchar con frecuencia. Aquel verano los periódicos reproducían muertos, atentados y la terrible contabilidad de los días de cautiverio de los secuestrados de turno. Cruel rutina. Las calles aún eran de ellos, los simpatizantes que aplaudían los secuestros, callaban los asesinatos y culpaban a la ‘opresión del Estado’ de aquel de terror.
En 1996, hace ahora cinco lustros, ETA llevaba la delantera. El músculo de su estructura se lo permitía y el apoyo de una parte de la sociedad vasca lo insuflaba. Hacía tres años que había logrado más financiación gracias a un secuestro: el del empresario Julio Iglesias Zamora. Pasadas las Navidades, la ‘cárcel del pueblo’ (zulo) de Mondragón en la que la banda lo mantuvo secuestrado 116 días y que ahora tenía en desuso volvió a estar ocupada. Esta vez sería el funcionario de prisiones, José Antonio Ortega Lara. Protagonizaría el mayor secuestro en la larga historia de cautiverios de la banda (77). No fue hasta el día número 532 de cautiverio cuando pudo ser liberado por la Guardia Civil. Había transcurrido casi un año y medio durante el cual ETA compaginó su secuestro con otros dos cauiverios más, los de los empresarios José María Aldaya y Cosme Declaux.
Hoy se cumplen 25 años desde que José Antonio Ortega Lara vio la luz de nuevo. Se la arrebataron desde el 17 de enero de 1996 hasta el primero julio de un año más tarde. Aquel funcionario de prisiones destinado en la cárcel de Logroño era un objetivo sencillo para ETA. La banda lo emplearía como chantaje para presionar el Gobierno de Aznar: su libertad a cambio del acercamiento de los presos de la banda terrorista a prisiones vascas. Aquella tarde, a la salida del trabajo y junto a su garaje, ETA lo secuestró.
Pasaron muchos meses sin noticias, sin avances. ETA trabajaba ‘fino’, de modo artesanal, manual, sin tecnología que rastrear ni rastro que seguir, recuerdan a ‘El Independiente’ fuentes que dirigieron el operativo. Por eso costó tanto seguir sus pasos. Hasta que una pista obtenida en otra operación contra ETA permitió localizar al comando y liberar a Ortega Lara. Aquel día todo el país respiró. Fue la culminación a un drama que la mayor parte de la sociedad recuerda con tres elementos imborrables en el imaginario reciente de los españoles: un chándal rojo, una larga barba y la mirada perdida tras unas viejas gafas. Fue la imagen de un muerto viviente, la imagen de José Antonio Ortega Lara 532 días después.
La venganza de ETA
La venganza de ETA no tardó. Apenas diez días. Fue cruel. El secuestro de un joven concejal del PP de Ermua al que sólo liberaría con vida si en 48 horas se dejaba en suspenso la política de dispersión de los presos de ETA. Otro chantaje. Su cuerpo apareció en un descampado de Lasarte, agonizando. "Txapote" le disparó por la espalda. Al día siguiente, el 13 de julio de 1997, Miguel Ángel Blanco moría en el Hospital de San Sebastián.
Nada volvió a ser igual. En apenas doce días todo había cambiado. Del silencio dominante durante décadas en la sociedad se pasó al clamor imparable en las calles. Primero para pedir su liberación y después para llorar con rabia su asesinato. La olla a presión que había estado demasiado tiempo al fuego del horror terrorista, la amenaza y el dolor estalló sin vuelta atrás. Lo hizo contra ETA y su mundo, ante las ‘herriko tabernas’, las sedes de Herri Batasuna, con millones de manos blancas. La vida ya no sería la misma ni para ETA ni para quienes le aplaudían. La indiferencia y el silencio habían comenzado a morir y tomar las calles y el espacio público para sobreponerse al miedo.
La secuencia del alzamiento cívico se comenzó a escribir en una zona boscosa de Mondragón. Hoy, 25 años más tarde, la humedad es lo único que no ha envejecido en ese lugar. Sigue ahí, entre la maleza y el río Deba, como entonces. En la nave ya no hay maquinaria pesada y la puerta de acceso luce un azul intenso. El agua continúa acariciando la pared del sótano y el entorno apenas ha evolucionado. Alguna construcción más, algún nuevo vecino, pero el mismo silencio, el ambiental y el social. ETA ya no existe pero la consigna de ‘mejor no recordar en público’ sigue implícita en el pueblo. Repasar aquella madrugada aún se hace en privado, en silencio, evitando miradas incómodas.
Esa nave fue durante año y medio el lugar más buscado de Euskadi y Navarra. Ortega Lara estaba allí, en Arrasate, oculto en un ‘zulo’ minúsculo junto al río, en el subsuelo construido bajo pesadas máquinas. ETA había ‘reciclado’ una vieja 'cárcel del pueblo'. Aquella ratonera sería la nueva ‘casa’ de Ortega Lara los próximos 18 meses: 3,5 metros de largo, 2,5 metros de ancho y 1,8 metros de alto. Una bombilla, una descuidada hamaca playera como cama y un poster de Donostia. Y humedad, mucha humedad.
"Ortega 5K Bol", la pista clave
Para entonces la banda hacia ocho meses que tenía secuestrado a José María Aldaya, el fundador de la empresa Alditrans. Después vendría el cautiverio de Declaux. Estaba claro que el secuestro de Ortega Lara era distinto. ETA no buscaba dinero. El pulso entre la dirección de la banda y el Gobierno se prolongó más de lo que ambas partes predecían. “Lo primero que pensamos era que se trataba del mismo comando, que los dos estaban secuestrados por los mismos”, recuerda Carlos, Suboficial de la Jefatura del Servicio de Información de la Guardia Civil.
Encontrarles se convirtió en una obsesión, en un reto casi imposible. Podían estar en cualquier rincón. La hipótesis más plausible los situaba en Gipuzkoa, “pero no teníamos mucho más”. El 14 de abril ETA liberó a Aldaya. A partir de ahí, los esfuerzos se centraron en Ortega Lara. Se peinaron montes, laderas, se hicieron seguimientos, se analizaron pistas, “incluso información de videntes que aseguraban saber dónde estaba”. Pero nada, ni rastro. A Ortega Lara parecía que se lo había tragado la tierra.
En julio de aquel año 1996 otra operación contra ETA permitió la detención en Francia de Julián Atxurra Egurrola, alias ‘Pototo’, jefe del aparato logístico. Entre la documentación incautada, una pista que resultaría determinante. Un documento en el que se podía leer: “Ortega 5K Bol”. Fuentes del operativo consultado por este diario aseguran que inicialmente fue una pista más, pero tras determinar quién era el destinatario se concluyó que la dirección había facilitado 5 millones de pesetas al comando para preparar el secuestro y otros gastos.
“Se empezó a mirar todo, ¿qué significaba aquel Bol? Se buscaron nombres, apellidos, alias… todo”. Hasta que el trabajo les llevó a un veterano del ‘comando Gohierri’: Josu Uribetxeberria Bolinaga, en Mondragón. “Le hicimos seguimientos y vimos que tenía relación con otros, que actuaban como un comando, que hacían contravigilancias y que se protegían”. Se trataba de Xabier Ugarte, José Miguel Gaztelu y José Luis Erostegi. Los seguimientos les llevaron hasta la nave, “que estuvo vigilada desde entonces las 24 horas del día”: “Al principio, por el tamaño de la nave, se pensó que podrían estar secuestrados los dos, Ortega Lara y Declaux”, recuerda Carlos. “Vimos que llevaban comida y salían sin ella, pero ellos no cenaban allí. En otros secuestros ETA solía dejar siempre un ‘carcelero’ pero aquí no, así que alguien consumía esa comida”.
Suicidio y mensajes para el forense
Los seguimientos demostraron que no era un comando cualquiera. “Era un comando muy especial. Yo he visto mucha gente de esta y a ellos se les veía frialdad, controlaban, no eran unos paranoicos ni unos novatos”, afirma Carlos. En esos días cada uno de los sospechosos tenía sobre sus pasos a un equipo de información compuesto por una docena de agentes. “En realidad para entonces estábamos cientos volcados con el caso”. Realizar los controles en un entorno complicado como el de Mondragón obligaba a extremar la prudencia para no desbaratar la operación.
Dentro de aquella nave Ortega Lara había decidido arrojar la toalla. Para entonces planificaba ya su segundo intento de suicidio. El convencimiento de que no saldría con vida de allí le había llevado a ello. Había pedido perdón a Dios por lo que iba a hacer. Lo hizo con el rezo del ‘Gure Aita’ (Padre Nuestro en euskera) que los salesianos le habían enseñado de niño en la escuela. El plan pasaba por ingerir pequeñas bolas fabricadas con el papel de aluminio de los quesitos que le daban sus secuestradores. En su interior había preparado mensajes para la policía y para su familia. El forense los encontraría, pensó. También en su ‘zulo’ dejó mensajes ocultos entre mechones de pelo que escondió. No podía más.
En el exterior, la investigación policial permitía tener casi la certeza de que aquella nave era el lugar. “Estos tres eran muy malos. Había que actuar rápido”, asegura Carlos. El operativo se preparó con la Audiencia Nacional para la noche del 30 de junio. El magistrado Baltasar Garzón acudió junto el Coronel Laguna a la hora y el lugar concertado: cuartel de Eibar, a las 23.00 horas. Junto a ellos, los cientos de agentes, muchos venidos de otros puntos de España, que iban a participar en el operativo. Unos acudirían a detener a los sospechosos, uno en Mondragón, otro en Oñati y otro en Bergara y otros entrarían en la nave. “Bolinaga era de lo peorcito que he visto. Era duro. El ‘comando Gohierri’ tenía muertos, antes se habían dedicado a fabricar lanzagranadas y a temas de logística. Tenían ideas con muy mala leche”.
La hora establecida para activarlo todo eran las 02.00 horas. Pero los sospechosos se acostaron más tarde de lo normal, las luces de sus viviendas tardaron en apagarse. “Uno incluso estuvo tendiendo ropa de madrugada y hasta que no se fue a la cama no actuamos. Debíamos hacerlo a la vez en los tres puntos”. El desconcierto llegó antes de comenzar. En torno a la 01.00 de la noche la Ertzaintza informó de que ETA acababa de liberar a Cosme Declaux cerca de Elorrio (Bizkaia). “¿Y si nos estábamos equivocando?, es verdad que aquello nos descolocó pero seguimos adelante”.
Una "rabieta de psicópatas"
Ninguno de los tres detenidos colaboró. El único que la Guardia Civil trasladó hasta la nave fue a Bolinaga. Durante horas guardó silencio mientras los agentes registraban palmo a palmo aquella nave. El paso de las horas a punto estuvo de echarlo todo al traste. El juez Garzón planteó la posibilidad de dejarlo, de abandonar. Debía acudir a Bilbao a tomar declaración de Declaux. La dirección del operativo de la Guardia Civil insistió en continuar. Sólo la observación minuciosa de una de las maquinas permitió vislumbrar algo de luz en el subsuelo. Ahí había algo. Bolinaga se derrumbó y reconoció que Ortega Lara se encontraba oculto en el zulo construido bajo aquella pesada máquina cuyo complejo sistema de apertura había dificultado su localización.
El funcionario de prisiones que acumulaba su día número 532 no quiso salir. Volvió a entrar al zulo. Desconfiaba de que aquellos hombres vestidos de guardias civiles fueran a rescatarle. Quizá eran sus secuestradores que habían decidido acabar con él. Sólo la imagen del entonces popular juez Garzón le convenció. Del subsuelo salía un hombre delgado, débil, de poblada barba y mirada perdida y desconcertada. Acababa de concluir el secuestro más largo de la historia de España. “Yo no quise entrar en el zulo. La mayoría de mis compañeros sí. Me bastaba con aquella imagen. No tenía la necesidad de ese dolor añadido”.
La euforia duró poco. Sólo diez días más tarde ETA se vengó con el secuestro y asesinato de Miguel Angel Blanco. La dirección de la Guardia Civil esperaba la reacción de la banda pero en forma de atentado, nunca de un secuestro y una cruel cuenta atrás por la vida de un joven concejal de Ermua. “Fue una rabieta de psicópatas. Cualquiera en su sano juicio no hubiera hecho algo así, te ibas a echar a la población encima”. Así fue como comenzó a escribirse el principio del lento final de ETA. Aún restaban… 14 años.
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