Era el gran artista español vivo. En plenitud de facultades, conocido en todo el mundo, autor del gran fresco nacional en marcha para la Hispanic Society de Nueva York. Pero una mañana de julio de 1920, Joaquín Sorolla sufrió un derrame cerebral en su madrileña casa estudio de Martínez Campos, 37. Estaba realizando el retrato de la norteamericana Mabel Rick, esposa de Ramón Pérez de Ayala, cuando le sobrevino el ataque que le obligaría a dejar los pinceles para siempre. Aquella obra inconclusa hoy se puede contemplar donde su autor la dejó, en el actual Museo Sorolla, que hasta el próximo 3 de septiembre acoge la exposición ¡Sorolla ha muerto! ¡Viva Sorolla!, sobre los últimos años del artista y el impacto de su figura en la cultura y la sociedad españolas.
"Una fina y templada mañana madrileña del mes de julio, en su jardín, Sorolla pintaba el retrato de mi mujer, observándole yo, a su lado”, recordaba tiempo después Pérez de Ayala. “Éramos los tres solos, bajo una pérgola enramada. Levantóse una vez y se encaminó hacia su estudio. Subiendo los escalones, cayó. Acudimos mi mujer y yo en su ayuda, juzgando que había tropezado. Le pusimos en pie, pero no podía sostenerse. La mitad izquierda del rostro se le contenía en un gesto inmóvil, un gesto aniñado y compungido, que inspiraba dolor, piedad, ternura. Comprendimos la dramática verdad; la cuerda, extremadamente tirante, se había quebrado”.
Así lo contó el escritor asturiano en La Prensa de Buenos Aires en octubre de 1923, pasados dos meses del fallecimiento de Sorolla, hace hoy un siglo, después de tres años de difícil supervivencia, incapacitado, cada vez más frágil, extraordinariamente envejecido para sus 60 años de edad. Aunque su estado era conocido, esto no amortiguó el impacto de la noticia de su muerte en todo el país, que corrió como la pólvora y ocupó portadas de diarios y revistas durante semanas.
“Muere el hombre después del pintor”
“En los anales del Arte español figurará la fecha de ayer con imborrables caracteres de luto”, apuntaba La Época en su edición del sábado 11 de agosto. “Muere el hombre después del pintor”, que según este diario ya había pasado a mejor vida aquella mañana de verano del año 20. Desde entonces, “los pinceles por él enaltecidos no recibieron más el inspirado impulso de su mano magistral”, proclamaba el redactor con lirismo enardecido por el luto.
El 12 de agosto, el diario El Sol relataba que tras el derrame, Sorolla había marchado “a San Sebastián, de donde regresó muy mejorado", pero el paso de los siguientes meses no hizo sino agravar su estado. “Desde hace unos dos años, o poco más, Sorolla ya apenas sí se daba cuenta de las cosas más elementales de la vida, siendo su pasión de siempre, la pintura, lo que primero pareció borrarse de su envidiable inteligencia”, abundaba ese mismo día La Libertad, uno de los grandes rotativos madrileños de entreguerras, y uno de los que con más devoción se ocupó del artista en el trance de su fallecimiento. “Más tarde perdió la vista, y sus ojos, en que tanta luz había atesorado para reflejarla después con maestría insuperable en sus bellísimos cuadros, se apagaron para siempre”.
El discípulo y yerno de Sorolla, Francisco Pons y Arnau, confirmaba al mismo diario las penosas circunstancias de los últimos años de su maestro y padre político. "Sorolla estaba muerto desde hace tres años, cuando el primer ataque de hemiplejia". Pese a los tempranos esfuerzos de algunos de los mejores facultativos del país –Gregorio Marañón, Francisco Rodríguez de Sandoval o Juan Madinaveitia, todos ellos miembros del círculo de amistades de Sorolla y objeto de sendos retratos del pintor–, su estado de salud se fue deteriorando inexorablemente. Durante el primer año "se daba cuenta de alguna cosa, paseaba por el jardín, conversaba un poco y conocía a sus familiares". Pero el segundo año "su aspecto desmejoró de tal forma que ya apenas se abrigaba esperanza de que saliese del trance".
Del Mediterráneo a Cercedilla
La familia hizo un último intento, consumió su última esperanza de recuperación con un tratamiento sensorial y sentimental: llevarlo de vuelta a su tierra. "Valencia tenía dos resortes para el pintor único, que nunca habían fallado en sus horas de abatimiento: el mar, la playa de la Malvarrosa, llena de aquella luz que sólo él supo apresar, y la Virgen de los Desamparados, la Mare de Deu", glosaba La Libertad. Y aunque según el diario madrileño Sorolla no era creyente, y "quienes le han conocido saben de aquellos tacos rotundos con que salpicaba su charla meridional y viva", "en el fondo de su espíritu valencianísimo escondíase para sus ratos de desesperanza una inclinación sentimental, la inclinación de todo valenciano, por muy descreído que sea, hacia la Mareta del Amparo".
Así que se le llevó al mar. Y al bajarle del coche con dificultad, recordaba Pons, su esposa, Clotilde, le gritó:
–¡Joaquín, es el mar!
Pero Sorolla no hizo ni dijo nada.
Aquel verano de 1923, la familia decidió trasladarlo a su finca de Cercedilla "por si el aire de altura le mejoraba". La Casa Coliti, hoy Villa Sorolla, que años atrás había adquirido el pintor para una de sus hijas, enferma de tuberculosis, no fue sin embargo sanatorio suficiente para él. El lunes anterior a su muerte, una uremia inesperada y una súbita fiebre vinieron a agravar su situación. Desde Madrid acudió su doctor de los últimos tiempos, José Sanchis Banús –joven eminencia, maestro de psiquiatras españoles, pionero freudiano y futuro diputado socialista en las constituyentes de la Segunda República antes de su temprano fallecimiento en 1932–. Pero de nada sirvió. El viernes 10 de agosto, a las cinco de la tarde, "rodeado de su esposa, doña Clotilde García", y de dos de sus tres hijos, María y Joaquín, "dejó de existir el insigne Sorolla".
Flores, la máscara de Benlliure y un pinchazo
Las crónicas cuentan que María adornó la habitación y el lecho del difunto con flores del jardín, y que todo el pueblo desfiló por la casa para despedir a su ilustre vecino. El pintor Fernando Viscaí, amigo de Sorolla que le acompañó en Cercedilla los últimos días de su vida, se dirigió a la cercana Villalba, donde veraneaba el escultor Mariano Benlliure, para darle la noticia y reclamarle para una última operación antes del traslado del cuerpo a Madrid: hacer la máscara mortuoria de su colega, que Benlliure acudió raudo a realizar acompañado de dos discípulos.
"A las nueve y media de la noche salió de Cercedilla el fúnebre cortejo" formado por el furgón y dos automóviles en los que viajaba la familia, informaba El Sol dos días después. Con tan mala suerte que a la altura de Villalba, el vehículo funerario sufrió un pinchazo que retrasó su llegada a Madrid hasta casi la una de la madrugada.
A a esa hora, al llegar a la casa de Martínez Campos, "el féretro, de una caoba oscura, con enormes asas de bronce, fue conducido inmediatamente a hombros de algunos familiares" hasta el vestíbulo de la casa, "su nido de artista, levantado amorosamente piedra a piedra", describe el reportero de La Libertad. "Todo está como él lo dejó, –nos dicen. No se han puesto paños tenebrosos, ni hachones, ni crucifijos. Al fondo, el pequeño altar con la talla de la Virgen, adquirido en París en sus días de jubilosa gloria, admirable talla primitiva germánica. Unos cirios humildes, los bustos de sus hijos rodeándole, los muebles de clásico estilo español… En el centro, junto a las columnas de mármol blanco, un pequeño túmulo, recubierto con un claro tapiz. Sobre él, el cadáver. La caja ha sido abierta. Bajo el cristal, la faz pálida, pálida, encogida, del gran pintor muerto es una máscara de la faz del pintor vivo. Su cuerpo, retorcido y minúsculo, está cubierto por fino sudario, que salpican numerosas rosas. María dice, 'es como un santito'. Y Elena, de rodillas, apoyada sobre la caoba, llora acongojadamente".
Un entierro accidentado
Mientras, en Valencia, en el Círculo de Bellas Artes de la ciudad, "los ilustres pintores Cecilio Pla, José Antonio Benlliure, [Antonio] Fillol, el escultor [José] Navarro y otros artistas están haciendo preparativos para recibir el cadáver": El Sol relataba los ambiciosos y singulares planes que los artistas locales habían concebido por su cuenta y riesgo para recibir a su héroe.
"Se quiere cubrir el féretro con una red de pescador y hacerlo arrastrar por toros de la pesca de bou e invitar a todos los marineros y pescadores valencianos para que asistan al entierro y clavar en la playa, en los lugares donde pintaba Sorolla, varios mástiles de barca con crespones como si el mar estuviese de luto por la muerte del gran artista".
Pero la familia y las autoridades tenían otros planes. "A las nueve de la mañana llegó el tren expreso conduciendo los restos del laureado pintor Sorolla. El Gobierno le concedió honores de capitán general", contaba La Libertad del día 13. En la estación esperaban las autoridades, los representantes de los círculos artísticos y sobre todo una multitud dispuesta a despedir a un valenciano universal. "A la llegada del tren, el Ayuntamiento, conforme se hallaba autorizado por la familia, se incautó del cadáver. Las tropas formaban la carrera. Rindió honores una compañía del regimiento de Mallorca con bandera y música".
Frente a la estación se había dispuesto un armón de artillería para el traslado al cementerio. Pero un grupo de artistas locales se empeñó en portar el féretro hasta el cementerio. La familia se opuso, y uno de los artistas protestó violentamente, a lo que el cuñado de Sorolla, Antonio Monleón, respondió propinándole una bofetada. Se originó un pequeño tumulto, y el periodista y diputado Félix Azzati intentó sacar el féretro del armón, lo que obligó a la intervención militar. Tuvo que ser Mariano Benlliure, que acompañaba el cadáver en representación del rey Alfonso XIII, quien interviniera para calmar los ánimos y restaurar el orden en la comitiva.
Sorolla fue enterrado provisionalmente ese 13 de agosto, antes del enterramiento en el panteón de la familia de su mujer, y el traslado definitivo en 1953 de sus restos y los de Clotilde, fallecida en 1929, a un nuevo panteón, realizado por su nieto, Francisco Pons Sorolla, en el Cementerio General de Valencia.
Un mes después, el general Miguel Primo de Rivera se alzaba en Barcelona, Alfonso XIII consentía y España se adentraba en un turbulento y trágico periodo. Ese año, Picasso pintaba su Arlequín con espejo. Sorolla había muerto y comenzaba un siglo insospechado.
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