La mañana era gris en Madrid, cielo de panza de burro, pero un sol blanco quiso abrirse paso entre las nubes que cubrían la Puerta del Sol justo cuando Leonor juró la Constitución. En ese preciso momento, cuando la concurrencia diversa reunida frente a la gran pantalla instalada delante de la Casa de Correos aplaudía y daba vítores a la princesa, al rey y a España, la luz solar hizo ademán de abrirse paso e iluminar la plaza en una suerte de epifanía monárquica. Pero no hubo rompimiento de gloria y el día siguió gris.
Desde primera hora, para darle color al ambiente, voluntarios del Ayuntamiento de Madrid repartían banderitas entre quienes se habían acercado al centro para participar del momento histórico: estudiantes de orden y jubilados, grupos de mujeres vestidas de cacería, monárquicos de rizo en la nuca con estandartes varios, mucha parroquia latina –la hispanidad comprometida con la Corona– y unos jóvenes hipermodernos envueltos en banderas carlistas que combinaban pantalones pesqueros, castellanos rojos, mechas rubias y gafas Versace con enormes medusas doradas en las patillas.
Quienes intentaban cruzar la calle Mayor hacia Carretas se encontraban con el inexpugnable pasillo real que unía el Palacio de Oriente y la Carrera de San Jerónimo desde horas antes del paso de Leonor y su cortejo. Había que bajar hasta el Paseo del Prado para pasar al otro lado. Allí, en Pozo, la pastelería más antigua de Madrid, tenían tantas dificultades para hacer llegar a su destino los pedidos de buñuelos y huesos de santo propios de estas fechas como para recibir las cajas de huevos que necesitaban para seguir produciendo.
Por la calle de Alcalá subían grupos de jóvenes nerviosas haciendo novillos, de esas que al contrario que Liz Duval sí se sienten representadas por la princesa, aunque solo sea por los brackets. De algunos edificios colgaban grandes banderas nacionales con la habitual variedad de tonos de amarillo respecto al oficial: amarillo canario las de las balconadas del Casino, yema de huevo la enorme que cubría toda la fachada de la delegación de Hacienda del Ayuntamiento de Madrid.
En las calles adyacentes al Congreso de los Diputados, Los Madrazo, Marqués de Casa Riera, había un hormigueo desordenado de personas que intentaban sortear el área acordonada. Del otro lado de la Carrera de San Jerónimo las cosas estaban más tranquilas. Justo cuando Leonor circulaba en el Rolls por delante de Casa Ciriaco, donde Mateo Morral atentó contra su tatarabuelo, a unos cientos de metros de allí, en la calle Cervantes, una excursión infantil enteramente disfrazada por Halloween se cruzaba ruidosamente con otra de japoneses.
Quien se asomó a la plaza de Canalejas por la calle del Príncipe a las 11:08 de la mañana pudo asistir en primera fila al paso del Phantom de Leonor y Sofía camino del Congreso. Y después llegar a tiempo a la Puerta del Sol por las calles ya descongestionadas para ver a través de la gran pantalla la jura de la heredera. Los compromisos de la presidenta del Congreso con las lenguas cooficiales provocaron los silbidos de los asistentes más motivados. Pero se impuso el silencio llegado el solemne momento de la jura. Las palabras de la heredera, el largo aplauso y el himno nacional se escucharon en Sol con respetuosa reverencia y emoción contenida.
Terminado el acto, la comitiva desanduvo su camino hacia el Palacio Real con el recorrido más despejado. Allí, antes del almuerzo oficial, el rey Felipe felicitó a su hija por su cumpleaños y le deseó "larga vida y acierto". Durante unas horas, la jura y su protocolo han sido un bálsamo contra la irritación de la amnistía. El acto, que ha recargado de apoyo y legitimidad a la institución, no ha podido atravesar los nubarrones que se ciernen sobre el régimen en vísperas de que sus adversarios se incorporen a la mayoría de Gobierno de la nación. Leonor se apareció de blanco pero no ha salido el sol.
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