Fue sutil en ocasiones, burdo en otras. Logró crear mantos ideológicos capaces de transformar realidades, moldear opiniones y redirigir percepciones. A favor y en contra. No requirió de grandes inversiones ni estructuras. Bastó con lemas, imágenes, símbolos y mensajes adecuadamente dirigidos para suscitar adeptos o silenciar críticos. Contaminar la calle con ellos, invadir el espacio público de manera constante y alimentar un relato fue el modo de contaminar a la opinión pública. En ocasiones con amenazas, en otras con mentiras convertidas en verdad o con lemas para desactivar a quien lo cuestionara. La defensa de ETA la libró su mundo en la calle con pasquines, folletos, pegatinas, carteles y manifiestos pegados de noche, con miedo o con prepotencia. Fue la que años después, quienes se atrevieron a oponerse a la banda también emplearían para condenarla, para reivindicar la paz.
La evolución de ese pulso, de su contenido, de su dimensión al mismo tiempo que lo hacía la Euskadi, pasó del aplauso general a los militantes de aquella organización que aseguraba enfrentarse al franquismo, al silencio temeroso que en democracia impuso a toda la sociedad y a la denuncia final de quienes hastiados no dudaron en plantarle cara. El Centro Memorial del Terrorismo ha inaugurado la muestra ‘La sociedad vasca ante el terrorismo’ en la que de la mano del archivo de las fundaciones Fernando Buesa y Sancho el Sabio se muestran algunos de los elementos propagandísticos y símbolos con los que el entorno de ETA arropó a los terroristas, acorraló a los vascos e impuso el silencio. También los mensajes y elementos que mucho más tarde las organizaciones cívicas, pacifistas y políticas comenzaron a emplear para contraponer ese discurso extendido y asentado.
Pegatinas contra los “Españolazos” por portar el ‘lazo azul’, necrológicas de etarras editadas a su muerte, carteles contra el Gobierno de Felipe González y los GAL o pasquines contra la Guardia Civil y los ‘Zipayos’ de la Ertzaintza o en favor de la ‘kale Borroka’ son sólo algunos de los elementos que se pueden ver en la muestra. En ella, los responsables de la misma, el catedrático en Historia, Antonio Rivera y el historiador, Raúl López Romo recorren el cambio de actitud de la sociedad ante ETA a lo largo de cuatro espacios en los que se divide la exposición.
El mensaje de la calle
Rivera explica que los primeros que recurrieron a este tipo de apología en apoyo a los suyos fue el entorno de la banda, “fueron los primeros en mostrar a sus víctimas”, en particular a las provocadas por la ‘guerra sucia’ que ejerció el Estado. En uno de los documentos que acompaña la exposición, tanto Rivera como Irene Moreno subrayan cómo la propaganda logró que tomáramos “como normal lo que no debería serlo”. Como en política, también en el uso de la violencia se empleó para “sobredimensionar” los efectos que provocaba, a favor y en contra.
Un repaso por el contenido de esa propaganda refleja cómo en el caso de ETA la realidad que se vivió durante los años finales del franquismo y el comienzo de la democracia cambió de modo muy importante. La visión de los etarras como agentes que luchaban en favor de la sociedad vasca contra la represión de una dictadura cambió con la entrada de la democracia, recuerdan, “la imagen de las víctimas y los victimarios cambiaron, 'el nosotros' en el que se integraba a ETA y que representaban para muchos durante la dictadura pronto pasó a ser el 'ellos'”. Fue un reflejo de cómo la sociedad no tardó en desligarse de una violencia que padecía pero que le costó aún mucho tiempo expresar y visualizar en la calle.
Los libros, las octavillas, los carteles, símbolos y lemas fueron instrumentos útiles para convertir en “populares” ideas para justificar o condenar, para apoyar a los nuestros y condenar a los enemigos. Una producción propagandística que fue muy desigual, en especial durante las primeras décadas de violencia en las que el entorno de ETA copó gran parte de ese modo de ‘concienciar’ e imponer su mensaje en una sociedad cada vez más atemorizada. ETA y su mundo logró que sus víctimas, sus militantes muertos o torturados, fueran los primeros en ser reconocidos socialmente, los primeros sobre los que se habló en la plaza pública como víctimas, en este caso de una represión injustificada de la dictadura. Una realidad que en cambio, convirtió en invisibles a las víctimas provocadas por la propia banda terrorista que parecían no existir en ese escaparate público de calles y barrios.
Oteiza y Chillida
Sólo la aparición de los primeros movimientos cívicos y los crímenes más duros de la banda –Hipercor, Casa Cuartel de Zaragoza…- permitieron un cambio de actitud de la sociedad y una nueva percepción de la realidad. También en este caso los símbolos, los lemas y las imágenes para apuntalar mensajes, en este caso en contra de ETA, comenzaron a ocupar y ser visibles en las calles de Euskadi, si bien en mucha menor proporción.
Ejemplo de ese cambio de percepción son los casos de dos grandes escultores vascos. Eduardo Chillida, del que ahora se cumplen cien años de su nacimiento, es el autor del logo de la Gestoras Pro Amnistía, con las que inicialmente simpatizó. Pronto se desvinculó y alejó de ese mundo. La manifestación convocada tras la firma del Acuerdo de Ajuria Enea en 1989, la primera gran manifestación contra ETA, bajo el lema “Paz ahora y para siempre” llevaba un logo de su autoría. Jorge Oteiza llegó a afirmar que para la imagen de la piedad de la Basílica de Aranzazu se inspiró en el dolor por la muerte de Txabi Etxebarrieta, el primer miembro de ETA fallecido –tras asesinar a la primera víctima de la banda, José Antonio Pardines-. Años después, tras el asesinato de Dolores Catarain, ‘Yoyes’, diseñó una imagen en la que empleando la esvástica nazi y el color rojo denunció a ETA.
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