No, Eduardo Mendoza no es un hombre de palabra. No al menos para sí mismo. Se prometió que ya no habría más, que había llegado el momento del punto final a su trayectoria con más de una veintena de libros. Casi cinco décadas escribiendo –desde La Verdad del Caso Savolta en 1975 hasta Transbordo en Moscú (2021)– y recibiendo premios era balance más que satisfactorio para un autor que enfilaba ya el club de los octogenarios. Ocurrió casi sin darse cuenta, por una inercia imparable. Cuando creía que ya lo había dado todo, que no tenía nada más que aportar… “Un día me puse a escribir la primera tontería que se me ocurría y cuando me di cuenta ya estaba escribiendo de nuevo”, reconoce. Aquella tontería es ya su última novela, una parodia policiaca, llena de humor, con una disparatada historia y con unos singulares espías como protagonistas.
En Tres enigmas para la Organización (Seix Barral) Mendoza busca divertir y entretener y lo hace valiéndose de un género que conoce bien. Ha leído muchas novelas policiacas pero seguro que ninguna como la suya, a medio camino entre un servicio secreto destartalado y la T.I.A. de Mortadelo y Filemón que creó Francisco Ibáñez. En su caso son nueve espías extravagantes, sin recursos, ni económicos ni materiales. Sin móvil, coche o tarjeta de crédito se enfrentan al reto de resolver la posible conexión de tres hechos aparentemente sin relación: una conservera que no sube los precios de sus productos, la aparición de un cuerpo en un hotel de las Ramblas de Barcelona y la desaparición de un millonario británico en su yate.
Una organización gubernamental secreta perdida en la burocracia, creada en el franquismo y que sobrevive a duras penas es el punto de partida de una divertida obra con la que Mendoza se contagia de la última moda de los relatos de espías: “Antes en las novelas era un espía o una pareja de espías quienes resolvían. Ahora son investigadores colectivos, comisarías enteras con personajes de perfiles diferentes los implicados en las historias". Y la suya es una trama disparatada, divertida e inesperada, “yo me lo he pasado muy bien escribiéndola”.
Mendoza reconoce que en Tres enigmas para la Organización ha cuidado la escritura párrafo a párrafo, trabajando de modo artesanal. Se ha recreado en los nombres de los policías. Comienzan con un nombre al inicio de la escritura y terminan con otro, señala: Monososo, Pocorabo... Y la explicación, según Mendoza, es evidente: “Llamar a un espía Juan, Pedro o José María no puede ser, así no vas a ninguna parte. Debes buscar nombres que sean fáciles de recordar y que les identifiquen. ‘Don Quijote’ o ‘Sancho Panza’ son nombres que nunca olvidarás”.
Un mundo de espías
Mendoza conoció a muchos espías. Recuerda sus años como intérprete en la ONU. Es un lector ávido, lo hace además en varios idiomas –inglés, francés, alemán, italiano–. En aquel tiempo, en el que trabajó en Ginebra, Viena o Nueva York, muchos espías merodeaban aquel centro de poder, "los espías enseguida te decían, ¡hola, soy espía!": "No es eso de las películas. En realidad son unos pobres funcionarios a los que les ha tocado ese trabajo". Asegura que siempre ha dudado de la necesidad y eficiencia de los servicios de espionaje, más aún en estos tiempos, “en los que todo se sabe. Por eso en realidad "casi todo se reduce a peleas entre espías de un servicio secreto de un país y de otro. Hoy los verdaderos espías son los periodistas”.
La historia de su última novela la desarrolla en Barcelona y alejada de los años de pandemia y del procés. El objetivo es divertir. Es ahí donde un equipo de espías muy particular debe desentrañar si existe relación entre tres hechos, dos de ellos habituales en las novelas de espionaje, y un tercero que rompe cualquier tópico: “Es una parodia. Iba escribiendo sin ningún plan. Incluir una desaparición o la aparición de un muerto son un clásico. Por eso debía meter un tercer elemento menos apropiado, como el de una empresa de conservas que no sube los precios y eso genera sospechas”.
Mendoza afirma que en sus novelas no intenta incluir elementos de actualidad o valoraciones políticas, “sólo deseo que la historia fluya”: “Cuanta menos intención pongas, más cosas salen. Es mejor hacer una fotografía apretando el botón. Así salen más que si vas con el objetivo de buscar elemento para la novela”.
Escribir sin plazos ni presión
Ya no se atreve a afirmar si este será su último trabajo. Lo ha asegurado en ocasiones anteriores y hoy está de gira en una nueva promoción. “Nunca escribo con plazos ni presión. Nunca digo siquiera que estoy escribiendo. Me reservo el derecho a llegar al final de un trabajo y decir que no me sirve y volver a empezar. Hay novelas que las he guardado en un cajón y otras han ido al contenedor azul de los papeles”.
Al contrario que los protagonistas de Tres enigmas para la Organización, Mendoza dispone de todos los avances tecnológicos. Reconoce que sólo su “mundo imaginario” sigue anclado en el siglo XX pero no así el tecnológico. Tiene móvil de última generación, pantallas y soportes tecnológicos, suscripciones a multitud de plataformas y se afirma que es defensor del libro digital: “Antes fueron los pergaminos, los papiros, luego el papel y ahora las pantallas. Llevar en el bolsillo una biblioteca es una gran ventaja”.
Mendoza es un gran lector. Desde los clásicos hasta Dickens o una novela histórica. Todo tiene cabida en su día a día. Varios títulos a la vez, cada uno a su debido momento. Y siempre con la exigencia de aprovechar el tiempo. Si a las primeras páginas la obra no le atrapa, quedará arrinconada.
Recuerda cómo en sus primeras ferias de libros le tocaba “ver pasar a la gente” y hoy es uno de los autores consagrados y de mayor éxito. En las casi cinco décadas que acumula como escritor, sigue descubriendo que el suyo es un público amplio, heterogéneo, de distintas edades, estrato social y condición, “no tengo un lector tipo”. Señala que al contrario de lo que se suele afirmar, no cree que sea cierto que se lea poco en España, “eso era antes, hoy no hay nadie que no pueda ser un lector potencial. Hoy se lee y se vende mucho”.
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