No ha sido el final que Iñigo Urkullu hubiera deseado. Ha sido triste en lo personal y duro en lo político. Sin duda, la muerte este martes de su madre, Flori Rentería, en la misma semana en la que anunciaba el final de su tercer y última legislatura, lo ha oscurecido y complicado aún más. El lehendakari quería haber continuado, había manifestado su disposición a intentar optar a un nuevo mandato. Sería el cuarto. En Sabin Etxea le escucharon pero la dirección de su partido decidió que no, que era momento de su relevo. La fuga de apoyos cosechados en los comicios generales y municipales –una perdida de casi 100.000 votos- y el crecimiento electoral de EH Bildu aconsejaban un cambio generacional.
Desde entonces, a Urkullu se le ha visto algo incómodo y empeñado en exprimir hasta el final lo que le resta de legislatura. Un tiempo en el que ha tenido que acompañar, cual telonero, a un desconocido aspirante a sucederle. Urkullu fue profesor en la ikastola de Imanol Pradales, el candidato del PNV a lehendakari el próximo 21-A. El azar, el calendario o la casualidad ha querido que el día que ayer anunció para celebrar las elecciones a las que él ya no concurrirá será el 21 de abril. Ese día Pradales cumplirá 49 años.
Aires nuevos, dijo el partido. Y la ‘bicefalia’ del PNV que ahora imitan muchas formaciones fue implacable. Urkullu no es hombre de golpes en la mesa, ni de órdagos en público. Menos aún con los suyos. La lealtad con el PNV siempre la ha puesto por delante, “soy hombre de partido”, volvió a reiterar ayer, “no estoy alejado de él ni el partido de mi”. La filtración de la noticia de que sería relevado como candidato suscitó asperezas en la relación con la dirección del PNV. Era evidente en los actos públicos. Sólo el tiempo ha logrado aliviarlas y resignarse a que ahora toca remar a favor de su formación en unos comicios que se antojan reñidos, muy reñidos.
Urkullu no es Ibarretxe. Su figura no suscita fractura ni distensión interna. No en vano, fue como presidente del PNV quién lideró hace tres lustros la puesta a punto del partido tras el fiasco electoral de 2009. La victoria de Ibarretxe fue insuficiente para impedir que la alianza PSE-PP aupara a Patxi López a la Lehendakaritza y enviará, por primera vez, al PNV a la oposición. Aquel revés precipitó la salida de Ibarretxe de la política vasca y del radio de actuación del PNV. En todos estos años, el lehendakari del ‘plan’ ha vivido muy alejado de la formación, de sus actos y sus eventos. Su figura suscita hoy más simpatías en espacios próximos a Bildu que al PNV. Ibarretxe había tensionado demasiado, Urkullu, en cambio, se marcha con un alto grado de simpatía y reconocimiento de las bases del partido.
Fiel al PNV
Lo ha hecho durante los doce años de Gobierno. También ayer cuidó su discurso y sus formas en un mensaje que sonó a despedida. “Hay que dignificar la política y las instituciones”, aseguró. Agradeció a la sociedad su apoyo, al PNV haberle permitido ejercer “un honor que jamás hubiera imaginado” y terminó pidiendo perdón a todos por “mis errores, que seguro que los he cometido”. No era la primera ocasión en la que un gesto tan poco común en política salía de boca de Urkullu.
En noviembre una parte de su interior saltó por los aires. No la verbalizó, pero sus gestos, sus silencios le delataban. Sólo la fidelidad política e institucional a la que siempre ha apelado le han hecho guardar la compostura y asumir que su ‘jubilación’ de la primera línea de la política vasca ha llegado. A sus 62 años, Urkullu ya es abuelo. Cuando Urkullu ceda la ‘makila’ de lehendakari a quien decidan las urnas tras el 21-A le dejará una década larga de gobierno y “creo que una Euskadi mejor”, dijo.
Los últimos años han sido los más agitados para él. La alta conflictividad laboral en ámbitos como la Ertzaintza o la Educación o el desgaste del sistema sanitario del que a Osakidetza le está costando recuperarse desde el mazazo de la pandemia han sido un borrón que más le ha dolido. En su adiós Urkullu ha preferido recordar el buen balance en materia de empleo que dejará y la abultada producción legislativa con la que se encontrará quien le suceda: 121 nuevas leyes desde que llegó en diciembre de 2012.
Pero Urkullu también se marchará dolido por el momento de zozobra en el que se encuentra su partido, el mismo en el que milita desde que era un joven afiliado. Nunca el PNV ha tenido tanto desgaste como hasta ahora. Sólo durante la escisión en 1986 -tras la cual surgió Eusko Alkartasuna- el momento había sido tan incierto. En su final de la política de primer nivel el PNV se enfrenta al reto de reinventarse, de volver a conectar con la sociedad. Captar a los nuevos sin abandonar a los fieles no es sencillo.
Recuperar el partido
El en otro tiempo preciso 'termómetro social' del PNV empieza a fallar. Uno de cada cuatro votantes dejó de apoyarles en las últimas elecciones. El reto pasa ahora por saber recuperarlos con un candidato desconocido, con su trayectoria autonómica por hacer y sin la buena imagen y perfil con la que hace doce años se presentó Urkullu por primera vez. Los sondeos no le auguran un buen resultado: ganar sí, por la mínima, pero con una perdida importante de escaños.
En muchos ámbitos afines al PNV se repite la misma sensación, Urkullu no se merecía este final. Casi por la puerta de atrás, sin hacer ruido y con una justificación que sonó a precipitada. La realidad es que el relevo generacional en el que se sostiene su salida ha afectado a otros muchos ámbitos del partido. De su actual gobierno sólo una consejera concurrirá en listas del PNV. De sus parlamentarios muchos son los que no volverán a optar a la Cámara vasca. Algunos, históricos, como Joseba Egibar, el parlamentario más veterano.
Y tras la renovación en las instituciones llegará la orgánica, la que el PNV afrontará desde finales de este año y para el que varios de sus pesos pesados ya se han descartado para la reelección. El presidente del partido en Álava, José Antonio Suso, o incluso el presidente del partido, Andoni Ortuzar, ya han manifestado la necesidad de abrir un periodo de relevo en la dirección del PNV.
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