Su cárcel era distinta. Sin barrotes, sin celdas, ni sentencias judiciales. La privación de libertad que padecieron aún resuena hoy en sus rutinas. No contar, no decir. Su condena fue la del silencio, la de ser una suerte de fantasma social, aislado, sin relaciones y viviendo una vida de sombras. Ser funcionario de prisiones nunca ha sido fácil. Tratar con los sentenciados de la sociedad no suele ser plato de buen gusto. Estar amenazado por ello, mucho menos. Durante décadas en Euskadi cientos de funcionarios vivieron bajo la amenaza del terror, de las bombas-lapa, de los ‘chivatos’ que pasaban sus datos.
El desprecio social también los acompañó. Su labor se tildaba de “carceleros”, en una síntesis de los horrores de la cárcel. Aquel hostigamiento en el que tuvieron que aprender a vivir se alimentaba dentro y fuera de la prisión. Cada día. “No tenía garaje y agacharme en plena calle me parecía ridículo. Decidí no mirar más. Tengo el recuerdo de arrancar el coche y decir, ‘bueno, igual vuelo por los aires’ y pensar que bueno, así no me enteraré”. Es el testimonio anónimo de uno de los doce funcionarios que ha participado en el informe sobre cómo fue su vida en los años de la amenaza de ETA elaborado por el Instituto Padre Arrupe de la Universidad de Deusto.
En él no hay nombres. ETA ya no existe, pero el estigma sí y con él, el temor. El entorno de la banda aún reclama la salida de prisión del poco más de un centenar de etarras que aún cumplen condena en las cárceles vascas. Acusan al sistema penitenciario, del que los funcionarios son parte esencial, de estar aplicándoles una política de “excepción”, “vengativa”. Por eso, seis años después de la desaparición de ETA, los funcionarios de prisiones en Euskadi prefieren seguir siendo seres fantasmas, sin libertad para identificarse como tales.
Ahora es el Gobierno vasco quien gestiona las prisiones vascas. El PSE, que acaba de asumir la gestión de las cárceles, ha anunciado que forzará que los etarras reconozcan el daño causado para acceder a terceros grados. En la plantilla de funcionarios de las cárceles los vascos son minoría. La mayoría de los alrededor de 700 funcionarios continúa siendo de fuera, de otras comunidades autónomas. Lo fue con ETA activa y lo es aún hoy. Son los que con más temor vivieron aquellos años. Sus testimonios, recogido en el informe publicado esta semana, da fe de ello: “Los que trabajábamos en el País Vasco estábamos especialmente amenazados, éramos más cercanos y con un añadido: éramos muy pocos”.
En su historia ETA asesinó a siete funcionarios de prisiones. El primero fue el médico de la prisión de El Puerto de Santa María (Cádiz), Alfredo Jorge Suar Muro. Le sacaron de su consulta, lo metieron en un coche y le dispararon en la sien y en la nuca. Era el 14 de octubre de 1983. Fue el primer aviso. El segundo llegó el año en el que el Gobierno de Felipe González activó la política dispersión a los presos de la banda para impedir el ‘frente carcelario’ en las prisiones de Euskadi. El 11 de agosto de 1989 ETA envío un paquete a Dionisio Bolivar a su casa de Montilla (Granada). Lo abrió su madre, Conrada Muñoz Herrera. Era una bomba. Falleció en el acto: “Aquello nos abrió los ojos. Y nosotros, los que estábamos en Euskadi, estábamos más amenazados”, reconoce un funcionario.
"Éramos un objetivo fácil"
A partir de entonces, la amenaza sobre este colectivo se hizo permanente y con ella el estigma social y laboral. “Eramos un objetivo muy fácil. No estábamos preparados y éramos un grupo localizado. Además, los informantes los teníamos dentro”. Uno de los testimonios detalla cuál era el sentimiento que no tardó en extenderse entre los funcionarios de las cárceles: “No iban a ir a por el director, que llevaba tres guardaespaldas y un coche de policía. Iban a ir a por nosotros, siempre hacíamos las mismas cosas, sabían nuestros horarios… Cogen, te ponen una bomba y te pegan un tiro en la cabeza y ya. Nos lo explicó claramente un comandante, para ETA era una cuestión de facilidad…”.
A partir de ahí, la vida cambio para todos los funcionarios de prisiones, en especial para los destinados en Euskadi. Llegó el aislamiento social. El miedo, la amenaza, el impacto familiar y la necesidad de ocultar su dedicación profesional. “Mi vida social se paró. Era todo trabajar y trabajar, metida en la cárcel. A día de hoy hay gente en mi cuadrilla que no sabe dónde trabajo”, asegura una funcionaria. La amenaza no era sólo la banda terrorista, sino todo su entorno y apoyo social. “Si a ti te llamaba alguien a casa por teléfono y te decía, ‘¡Fuera de Euskal Herria, cabrón!’ sabías que debías marcharte. Quizá no era nadie de un comando, sino un pringado, pero…”.
Las amenazas también afloraban en la propia prisión. El cuidado de presos de ETA se convertía en otra situación de riesgo y alerta. “Esta gente te decía, ‘¡oye! Yo sé que estás en Bilbao, que no eres de Jaén o Granada…’. No era una amenaza expresa ni clara, sino velada”.
En la lista de crímenes contra los funcionarios la década de los 90 fue especialmente cruel. El 13 de marzo de 1990 Angel Jesús Mota estaba esperando a que su esposa cerrase la tienda que regentaba en San Sebastián. El cuidaba en sus brazos del bebé recién nacido que habían tenido. A ETA no le importó. Le disparó en plena calle. Era funcionario de prisiones en Martutene.
"Nos has desgraciado la vida"
“Recuerdo que metieron aquí a un preso de ETA que tenía mis datos. No me lo podía creer. Se los filtraron por las nóminas que nos pagaban a los compañeros en un mismo banco”, asegura uno de los funcionarios entrevistados. Obtener la plaza de funcionario podía ser una salida laboral y una desgracia familiar al mismo tiempo. Así lo recuerda una funcionaria que tras aprobar la oposición no olvida la respuesta de su padre: “Nos has desgraciado la vida”. Era 1993 y ETA ya había asesinado a dos funcionarios, “por eso ser funcionario era como decir a la familia ‘vamos a dejar de vivir tranquilos’”.
El crimen con más víctimas llegó un año y tres meses después del asesinato de Mota. Ocurrió en Sevilla. La bomba iba dirigida contra el director de la prisión, Javier Romero Pastor. Por culpa de la explosión falleció el funcionario Manuel Pérez Ortega, dos internos, Donato Calzado y Jesús Sánchez Lozano, y el familiar de otro interno, Raimundo Pérez.
Trabajar en las prisiones vascas suponía un plus de riesgo. En la mayoría de los casos los trabajadores de las prisiones procedían de fuera de Euskadi. El riesgo hacía que en casi todos los casos residieran en los módulos reservados en las propias prisiones para los trabajadores. Una circunstancia que agudizaba el aislamiento y la falta de relación social. “Me afectó mucho. Es vivir en un gueto. Mi vida esos años se quedó paralizada. Estaba encarcelada dentro de la cárcel”.
En el caso de los pocos trabajadores vascos la realidad era distinta. “Te sientes como secuestrado. Te invade un sentimiento de injusticia e indignación, de rabia y culpa. Ves que la cría está mal, que mi marido está mal, que los abuelos están hechos polvo… que estás mintiendo”.
7 asesinatos y 532 días de secuestro
Los tres últimos asesinatos se produjeron también en Euskadi. El 22 de enero de 1993 al funcionario José Ramón Domínguez ETA lo tiroteó en San Sebastián cuando salía de su casa camino del trabajo. El 11 de marzo de 1997 la banda mató al psicólogo de la prisión de Martutene, Francisco Javier Gómez Elosegui. El último asesinato contra un funcionario de prisiones lo cometió el 22 de octubre de 2000 en Vitoria. ETA colocó una bomba en los bajos del coche al funcionario Máximo Casado.
El pulso más largo que ETA libró con los funcionarios fue el secuestro de José Antonio Ortega Lara. Su cautiverio comenzó en enero de 1996 y no concluyó hasta el 1 de julio de 1997: 532 días después. En ese año y medio los funcionarios salieron a la calle semanalmente para pedir su liberación. Hacerlo en Euskadi, a cara descubierta, fue un paso indudable.
La paradoja es que tanto entonces como hoy, los funcionarios tienen que relacionarse en su trabajo con miembros de la banda terrorista que los puso en su punto de mira. Uno de los funcionarios reconoce que llegó a entablar cierta relación con un miembro de ETA encarcelado que le reconoció que “en aquella época si me dicen que mate a un funcionario de prisiones te hubiera matado y no hubieras tenido ni a tu niña, ni a tu niño, nada…”.
Aquel rechazo y estigmatización es la que ahora se quiere reparar. También hacerla desaparecer por completo en muchos de los rincones sociales en los que prevalece. El Gobierno vasco se ha propuesto “enhebrar” una memoria colectiva con lo padecido por colectivos como el de los funcionarios de prisiones en los años de violencia de ETA. Lo hace reconociendo en este trabajo “indispensable” realizado pese al “hostigamiento crónico” padecido por estos trabajadores públicos y por el que cree necesario un reconocimiento social: “Todos, sin excepción, vieron gravemente vulnerados sus derechos fundamentales y fueron víctimas”.
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