Hasta el accidente de la cacería de Botswana, el rey don Juan Carlos tenía para el pueblo una buena imagen. Sólo una élite conocía sus andanzas amorosas y sus escarceos en el mundo de los negocios. Pero muy poco trascendía a través de los medios de comunicación sobre su vida privada.
El rey se había fraguado una bien ganada reputación como el hombre que hizo posible la Transición de la dictadura a la democracia y como el Jefe del Estado que paró el golpe del 23-F.
Tal vez algunas de sus debilidades hayan tenido que ver, además de con sus genes, con una educación chapada a la antigua y con un contacto muy limitado con el exterior, más allá de su círculo más íntimo.
Cuando don Juan Carlos de Borbón era príncipe de España vivía en una burbuja, protegido por funcionarios y militares franquistas. Su vida privada, incluso siendo ya rey, era muy restringida y estuvo siempre controlada por los servicios secretos.
El generalísimo Francisco Franco había diseñado la reinstauración de la monarquía como la continuidad de su régimen dictatorial con la ley de Sucesión a la Jefatura del Estado (1947) y después con la ley “concerniente a la sucesión” de 22 de julio de 1969.
La democracia no entraba en sus planes y, hasta el fin de sus días, creyó firmemente que existía una conspiración judeomasónica con tintes marxistas para derribar el muro que él y sus conmilitones habían construido con la derrota del “ejército rojo” en 1939 tras una sangrienta guerra civil.
Franco, como todo dictador que se precie, era desconfiado y por ello cuidó que el futuro rey estuviera férreamente custodiado, incluso que respirara en su vida diaria el rancio clima cuartelero hecho de fidelidad al jefe, camaradería, patriotismo y una visión de la vida en la que el hombre era el centro de todo, mientras que la mujer era una plaza a conquistar.
Algunos dirán que lo que le ha pasado al rey Juan Carlos está en la herencia de los Borbones. Otros, que cada uno es dueño de su vida y que él es el único responsable de haber dilapidado su prestigio. Pero nadie podrá negar que algunas de sus debilidades tienen su origen en una infancia y una adolescencia extremadamente duras y faltas de cariño.
Don Juan Carlos fue desde niño una valiosa pieza que se disputaron con crudeza y sin escrúpulos Franco y su padre, don Juan de Borbón: uno le quería tener bajo su manto para hacer pervivir su régimen con la cobertura de legitimidad de la monarquía; el otro se resistía a que su hijo se saltara la línea sucesoria para dar satisfacción a la ambición continuista del general.
Esos tiras y aflojas y la voluntad del dictador de darle una educación acorde con su futuro como monarca hicieron imposible que echara raíces en un lugar o una ciudad concreta. Hogar, como lo entendemos todos, no tuvo nunca. Don Juan Carlos vivió sus primeros años en Estoril (con sus padres), luego fue trasladado a un internado marianista en Friburgo (Suiza), después, ya con diez años, viajó a Madrid, para vivir en la finca de Las Jarillas; más tarde volvió a Estoril, para luego regresar a España y vivir en el Palacio de Miramar (San Sebastián), luego se trasladó al Palacio de Montellano... Y, para rematar, estuvo dos años y medio formándose como militar: Primero en la Academia Militar (Zaragoza), después en la Academia General del Aire (San Javier) y en la Academia de la Armada (Marín). También vivió durante una temporada en El Escorial y, finalmente, en el Palacio de la Zarzuela.
Sus tutores (primero Eugenio Vega Latapié, después el general Carlos Martínez Campos) eran maestros duros y le inculcaron una férrea disciplina, aunque don Juan Carlos terminó por tomarles cierto cariño. No es de extrañar que al primer jefe de la Casa Real, Nicolás Cotoner y Cotoner, marqués de Mondéjar, le considerase como “un segundo padre”.
Para colmo, en 1956, cuando tenía 19 años, tuvo la desgracia de disparar accidentalmente y causar la muerte de su querido hermano Alfonso, que entonces contaba 14 años.
Justo ese año don Juan Carlos conoció a Olghina Nicolis de Robiland, aristócrata italiana que hizo sus pinitos como actriz y de la que se enamoró apasionadamente. Franco no podía soportar esos escarceos, así que le ordenó al comandante del Ejército del Aire Emilio García Conde (que hacía las veces de segundo de Martínez Campos) que le “buscara novia” al príncipe, según relata Paul Preston en su libro Don Juan Carlos. El Rey del pueblo (2003).
No se puede decir que la boda de don Juan Carlos con doña Sofía de Grecia (que se produjo el 14 de mayo de 1962) fuera forzada. Los dos jóvenes estaban enamorados. Pero, eso sí, el enlace contó con una condición necesaria: la aprobación del jefe del Estado.
Según cuenta un miembro del Club que presenció la escena, Garrigues no pudo ocultar su sorpresa ante la presencia de la princesa: el club no tenía permitida la asistencia de mujeres
Siendo príncipes de España, a principios de la década de los 70, don Juan Carlos fue invitado a un almuerzo en el elitista Club Financiero Génova (situado en la calle Marqués de la Ensenada, justo en frente de la Plaza de Colón de Madrid). El Club fue creado en 1972 a instancias de Antonio Garrigues Walker, y se inspiraba en las rígidas normas de los clubes privados británicos. El príncipe acudió acompañado de su esposa, doña Sofía de Grecia. Los príncipes fueron recibidos por Antonio Garrigues Díaz-Cañabate, que había sido embajador en Estados Unidos y ante la Santa Sede y que, tras la muerte de Franco, fue nombrado ministro de Justicia por Arias Navarro.
Según cuenta un miembro del Club que presenció la escena, Garrigues no pudo ocultar su sorpresa ante la presencia de la princesa: el club no tenía permitida la asistencia de mujeres. Advertido el príncipe de la embarazosa situación, se resolvió que lo mejor para mantener la pureza de las normas del club y no desairar del todo a doña Sofía devolviéndola a palacio, era que la esposa del futuro rey de España compartiera mesa y mantel con los cocineros que habían preparado el almuerzo.
Aquello chocó un poco a alguno de los socios, pero no lo vieron como un escándalo. Eran otros tiempos.
Don Juan Carlos, a pesar de mostrarse siempre respetuoso con el generalísimo, tenía sus propios planes. Tras unas relaciones tirantes con el presidente del Gobierno, Carlos Arias Navarro, ya con Franco muy enfermo, el llamado búnker, la élite militar y financiera que apoyaba al dictador, quería seguir disfrutando de sus privilegios y comenzó a conspirar a favor de Alfonso de Borbón-Dampierre, casado con María del Carmen Martínez-Bordiú, nieta del generalísimo.
Franco murió el 20 de noviembre de 1975 y don Juan Carlos fue proclamado Rey por las Cortes dos días después.
Asumiendo riesgos evidentes, el nuevo Rey nombró a Adolfo Suárez presidente de Gobierno. Juan Carlos I perdió así definitivamente el respaldo de los nostálgicos del viejo régimen, aún con mucho poder. Pero la izquierda y los sindicatos, todavía ilegales, eran republicanos. Así que se jugó el todo por el todo en una operación conocida como Transición, que se convirtió en su primer gran éxito político. España, todavía republicana, empezaba a ser juancarlista.
Después, con el fracaso del golpe de estado de Armada, Milans y Tejero, llevado a cabo el 23 de febrero de 1981, don Juan Carlos se consagró como un verdadero “campeón de la democracia”, como le llamó el presidente norteamericano Ronald Reagan cuando le recibió en Washington en una visita oficial de los reyes a EEUU que tuvo lugar en octubre de 1981.
Un año después, el 28 de octubre de 1982, el PSOE de Felipe González ganó las elecciones por mayoría absoluta. La democracia estaba consolidada. Y el Rey, que trabó una relación amistosa y sincera con el presidente socialista del Gobierno, quedó convertido en un símbolo de la nueva España que ya llamaba a las puertas de Europa.
Sí, aquel Juan Carlos con cara de alelado y un tanto torpe, ahora era un ídolo de masas. El rey creyó que había llegado el momento de la dolce vita.
Llegan entonces los años de vino y rosas, las fiestas en Mallorca, los amigos licenciosos y los amores a escondidas.
Don Juan Carlos tenía a su alrededor a una cohorte de aprovechados que buscaban su protección. Uno de ellos, el príncipe Tchokotoua, le presentó a Marta Gayá
En Mallorca precisamente fue donde el Rey tuvo la oportunidad de reencontrarse con un viejo compañero del internado suizo: el autodenominado príncipe Zourab Tchokotoua. El georgiano había tenido la fortuna de casarse con Marieta Salas Zaforteza, cuyo padre, Pedro Salas, que había sido presidente de la diputación de Mallorca, era una autoridad en la isla. Cuando Michelle Obama viajó a España para pasar unas vacaciones en 2011 se instaló en una de sus fincas: Ses Planes.
Tchokotoua era divertido y licencioso y no demasiado hábil con los negocios. El príncipe georgiano fue quien le presentó al Rey a la que después sería su amante, la relaciones públicas Marta Gayá. y quien, además, le prestó una de sus casas en la urbanización Son Vida para que tuviera sus desahogos. Según se supo después, don Juan Carlos trasfirió dos millones de euros a Gayá.
Fue precisamente la relación con Tchokotoua la que llevó al Jefe de la Casa Real, Sabino Fernández Campo, a utilizar el término “amistades peligrosas”, para referirse a alguno de los que en esos primeros años de la década de los 80 se acercaban al rey en busca de su manto protector.
Se creó una corte, artificial, lisonjera y frívola que no desaprovechaba la oportunidad para aproximarse al campechano Rey de España, siempre con una broma o un chiste picante a mano para relajar el ambiente.
En realidad, los amigos del rey tenían que ver con sus aficiones. Los toros, la vela, la caza…y, claro, las mujeres.
En esa lista de auténticos hay que apuntar a Manuel Piñera Gil-Delgado (gran taurino), a José Cusí (que navegó con él a bordo del velero Bribón), a Francisco Sitges (dueño de Asturiana de Zinc y también aficionado a la mar), Pedro Campos Calvo Sotelo (también compañero de regatas y a cuya casa de Sanxenxo acudió antes de volar hacia Abu Dhabi), y, naturalmente, a los Albertos, sobre todo Alberto Alcocer, con el que comparte la pasión por las escopetas y el arte de los chistes.
También son amigos suyos Pepe Fanjul, cubano de ascendencia española, propietario del resort Casa de Campo en República Dominicana y una de las mayores fortunas de Latinoamérica. Y Juan Miguel Villar Mir (creador del imperio OHL y beneficiario del contrato del Ave Medina La Meca).
Pero, si viviera, el que de verdad podría seguir siendo considerado como su mejor amigo y confidente sería Manuel Prado y Colón de Carvajal.
A finales de la década de los 80 España estaba viviendo una época de boom económico. En palabras del ministro de Economía y Hacienda, Carlos Solchaga, el nuestro era “el país donde se puede ganar más dinero a corto plazo de Europa” (eso lo dijo el 4 de febrero de 1988 en una reunión con empresarios de la Asociación para el Progreso de la Dirección).
Esas palabras eran la plasmación de la llamada “cultura del pelotazo”. Los activos bursátiles e inmobiliarios subían como la espuma. En el horizonte ya brillaban figuras como Mario Conde, los Albertos y Javier de la Rosa, que, de la mano del fondo kuwaití KIO, inundó con petrodólares la economía española.
En ese ambiente de jolgorio la prensa no metía sus narices en lo que sucedía en torno a la Casa Real, en la que destacaba sobre todos el embajador at large Manuel Prado
En ese ambiente de jolgorio la prensa no metía sus narices en lo que sucedía en torno a la Casa Real, en la que destacaba sobre todos el embajador at large Manuel Prado.
Nacido en Quito (1931), hijo de embajador chileno, se educó en España, donde estudió Derecho en la Complutense, y en Londres, donde adquirió conocimientos de Economía (London School of Economics).
Conoció a don Juan Carlos cuando era todavía príncipe de España, durante una cena organizada por su primo, el infante don Carlos de Borbón dos Sicilias, duque de Calabria, en el restaurante Nuevo Club. A partir de entonces comenzó a frecuentar el chalet que aquel tenía en Casaquemada, cercano a la exclusiva urbanización de La Florida, próxima también al Palacio de la Zarzuela.
Prado era culto, tenía don de gentes y enseguida conectó con don Juan Carlos. Se hicieron muy amigos.
De hecho, el príncipe le encargó a Prado una importante misión secreta meses antes de la muerte de Franco: visitar de incógnito al presidente de Rumanía, Nicolai Ceaucescu, que aparte de correligionario era amigo de Santiago Carrillo, para pasarle un mensaje al secretario general del Partido Comunista de España, que sucintamente se resumía así: si Carrillo no ponía obstáculos a la instauración de la monarquía, el PCE sería legalizado. El líder del partido más fuerte, aunque ilegal, de la España predemocrática dio un voto de confianza a don Juan Carlos que no sería defraudado.
Prado fue nombrado senador por designación real en las primeras elecciones generales en junio de 1977. Fue también presidente de Iberia entre 1976 y 1978, entre otras empresas, y luego presidió la Comisión del V Centenario (1981), algo que le hizo mucha ilusión dado que él presumía de ser descendiente del descubridor.
Tuvo muchos cargos, pero, sobre todo, lo que le daba un plus de influencia y poder en aquella España que se había despojado de los complejos franquistas era su cercanía al Rey. La propia Doña Sofía cuenta en el libro de Pilar Urbano La Reina muy de cerca que en la noche del 23-F Prado fue una de las pocas personas ajenas a la familia real que estuvo con ellos en el Palacio de la Zarzuela.
Esa cercanía y confianza eran genuinas. El propio Rey le confesó a José Luis de Vilallonga en su libro El Rey que Prado era “un amigo muy íntimo, el único en quien podía depositar mi confianza”.
En su libro póstumo Una lealtad real, Prado relata su papel como “paloma mensajera” del rey. Y da un detalle muy interesante. Fue el ex presidente de la Generalitat Jordi Pujol, al que transmitía con frecuencia mensajes importantes de Don Juan Carlos, el que le puso en contacto con Javier de la Rosa y le pidió que colaborase con él en la puesta en marcha y en la financiación de Port Aventura.
Es también el propio Manuel Prado el que confiesa en sus memorias que en los años de la primera crisis del petróleo, el presidente Suárez le envió a Arabia Saudí en lo que él califica como “la misión de los petrodólares”.
Los rumores sobre el cobro de comisiones por el envío de petróleo a España recorrieron las redacciones de los medios de comunicación en aquellos años. Muy recientemente, el consejero delegado de Campsa entre 1977 y 1987, Roberto Centeno, ha admitido que “probablemente” el Rey cobrase comisiones por el envío de petróleo a España. Pero no hay nada sólido que pruebe esas sospechas.
Otra de las misiones de Prado fue la de remitir en 1977 una serie de cartas a diversos monarcas, fundamentalmente de países árabes, para solicitarles dinero en nombre del Rey de España. En teoría, el dinero iba destinado a fortalecer al nuevo partido liderado por Suárez, la UCD, y para contrarrestar la financiación que recibían los partidos de izquierda de sus organizaciones internacionales. En 1991, Asadollah Alam, jefe de la Casa del Sha de Persia, Mohamed Reza Palhevi, publicó un libro (The Sha and I) en el que reproducía el texto de dicha carta, escrita en inglés.
Según la versión del periodista Jesús Cacho (recogida en su libro El negocio de la libertad), la monarquía saudí sí respondió a la reclamación, y los 100 millones de dólares llegaron a España, pero el dinero no recaló en las arcas de la UCD, sino en una promoción urbanística liderada por el propio Prado en Jerez: Castillo de los Garciagos.
A los periodistas les hacía alguna confidencia como si estuviera compartiendo un secreto de Estado, "no para publicar, por supuesto", decía Sabino. Pero lo hacía con la intención de que sí se supiera
Sin embargo, los asuntos relacionados con el dinero de la Casa Real tenían poco eco en los medios de comunicación. Como tampoco fueron creíbles, aunque llegaron a publicarse en algún medio (las revistas Actual o La Actualidad Económica) las acusaciones de José María Ruiz Mateos, dueño de la expropiada Rumasa, que se hicieron públicas a principios de 1984, de que en 1981 había transferido al rey tres millones de dólares desde un banco suizo a una cuenta de un banco en Nueva York para que el monarca propiciara la destitución del entonces gobernador del Banco de España, Mariano Rubio.
La mayoría de los medios no se hicieron eco de aquellas acusaciones. El País, por ejemplo, tachó las afirmaciones de Ruiz Mateos como “campaña contra el rey Juan Carlos”.
No es que hubiera ninguna orden de silenciar lo que ocurría en el Palacio de la Zarzuela, ni tampoco una “conspiración de silencio”, usando palabras de José Antonio Zarzalejos en su libro Felipe VI, un rey en la adversidad. Pero sí que había una cierta prevención. Nadie o casi nadie se atrevía a manchar el buen nombre de la persona que representaban una institución clave para una democracia todavía incipiente.
El periodista Manuel Soriano, en su libro Sabino Fernández Campo, la sombra del rey, afirma que había un principio no escrito en la prensa de entonces: “Al jefe del Estado no se le puede tocar”.
El papel de perfecto cancerbero lo hacía a la perfección el jefe de la Casa Real. A los periodistas les hacía alguna confidencia como si estuviera compartiendo un secreto de Estado, "no para publicar, por supuesto", decía Sabino. Pero lo hacía con la intención de que sí se supiera.
Relata Soriano que en aquellos años de placidez (1985) sólo en una ocasión tuvo que emplearse a fondo Sabino, como le conocíamos los periodistas, para parar una noticia que podía afectar a su Majestad. Se trataba de unas cartas de amor que quería poner en circulación la Condesa Olghina de Robiland, que no salieron a la luz previo pago de 8 millones de pesetas, que salieron del bolsillo de… ¡Prado y Colón de Carvajal!
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