Una palabra resume el mensaje de Navidad del rey: "Concordia". En un ambiente tan cargado de tensión, suena hasta revolucionaria. Felipe VI partió del desastre de la Dana para recoger de ahí ese palpitar que hace que los pueblos no fenezcan, sino que se crezcan ante las dificultades; la unidad, hacer juntos para sentirnos parte de algo que a veces no se puede definir, que algunos llaman nación, otros solidaridad, es un valor que dignifica a los seres humanos.

Enlazó en su discurso el rey esa concordia que vimos en los hombres y mujeres de Valencia con la base política que inspira la Constitución de 1978. La búsqueda del bien común por encima de las legítimas diferencias que fortalecen una democracia liberal como la que ahorma nuestra Carta Magna. Concordia, solidaridad, bien común... Llama Felipe VI a superar "la contienda, en ocasiones atronadora," que nos impide escuchar lo fundamental.

Nada que ver esa apelación al consenso con el regusto amargo que nos dejó el último balance del presidente del Gobierno. Pedro Sánchez, voluntariamente, conscientemente, se alejó de ese principio integrador para seguir sacándole rédito político a la división, al encono, a la descalificación de los que no le siguen la corriente.

Hay preocupación en Moncloa porque, según dicen, el rey pretende asumir un papel político que no le corresponde, que está por encima del que la atribuye la propia Constitución (recordemos lo que dice el Título II: "El Rey es el Jefe del Estado, símbolo de su unidad y permanencia, arbitra y modera el funcionamiento regular de las instituciones, asume la más alta representación del Estado español en las relaciones internacionales, especialmente con las naciones de su comunidad histórica, y ejerce las funciones que le atribuyen expresamente la Constitución y las leyes"). Enumeran los hombres del presidente una serie de hechos en los que, aseguran, se vislumbra esa búsqueda de un rol diferente al que al Gobierno le gustaría que se ciñera. Echan cuentas y atribuyen al nuevo jefe de la Casa de Su Majestad, Camilo Villarino, un papel relevante. Recuerdan la visita a Paiporta de Felipe VI y doña Letizia, justo tras la riada, contra la opinión de Moncloa (¡qué mal le sentó a Sánchez esa imagen suya en retirada, mientras ellos aguantaban a pie firme la ira de la gente!); el fiasco de la ausencia de España en Notre Dame (que Exteriores aireó como un "fallo" de Zarzuela), e incluso mencionan la última visita de los reyes acompañados de sus hijas a Catarroja. "El rey", concluyen, "no puede tener una agenda al margen del Gobierno".

Pero no, no es Villarino, a pesar de que es pública y notoria la inquina del ministro de Exteriores hacia su colega. Las rencillas no son de ahora. Dicen en medios cercanos a Albares que el diplomático que trabajó con Dastis, Borrell, o González Laya no le perdona al ministro que no le diera su plácet para ser embajador en Moscú. Cree el ladrón que todos son de su condición.

El rey apela al consenso en un momento de máxima tensión política y cuando, desde Moncloa, se critica que el monarca pretenda tener agenda propia

Insisto, la desconexión viene de más lejos, aunque ahora se visualice sin rubor. Incluso filtrando a medios amigos el malestar de Moncloa con Zarzuela.

Siendo líder de la oposición, en octubre de 2017, a Sánchez no le gustó el discurso del rey sobre los sucesos del 1-O. Esa llamada a asumir la defensa del Estado de derecho que fue el catalizador de la aplicación del artículo 155 de la Constitución en Cataluña. Entonces, en privado, Sánchez le reprochó al rey que no hubiese dejado abierta una puerta al diálogo.

Luego, ya como presidente del Gobierno, la relación entre Sánchez y Felipe VI ha sido más bien fría, protocolaria. A mejorarla no ayudó la formación de un Gobierno de coalición en el que Pablo Iglesias, un antimonárquico confeso, ocupó la vicepresidencia hasta su dimisión en marzo de 2021.

Cuando don Juan Carlos abandonó España, acosado por los casos de corrupción, en agosto de 2020, el Gobierno se atribuyó el protagonismo de esa decisión, como una forma de "garantizar la continuidad de la Corona", dijo el fontanero jefe de Moncloa, Iván Redondo, a todo aquel que le preguntó por esa decisión que más parecía un intento de eludir la acción de la Justicia. Era como decir, "nos debe una".

Sánchez no ha cuidado como debía las formas, tan importantes cuando se trata de la figura del Jefe del Estado. Como, por ejemplo, cuando llegó tarde al desfile del Día de la Hispanidad en 2022 argumentando una excusa banal.

Todas esas cosas, y algunas más, sucedieron cuando era todavía el jefe de la Casa Jaime Alfonsín, hombre poco dado a aventar desavenencias.

Pero es verdad que el nombramiento de Villarino no gustó en Moncloa. Tal vez, en un primer momento, porque no gustó a Albares, que lo consideró una afrenta.

Sin embargo, la causa del desajuste entre Moncloa y Zarzuela no hay que buscarla en personajes menores o en incidentes que, en otras circunstancias, no hubieran tenido ninguna importancia. La razón fundamental es que Sánchez, que actúa casi como si fuera presidente de una república, no admite que alguien pueda hacerle sombra como máximo representante de la Nación. Cree que el rey debe serle sumiso. Consultar con él no sólo sus discursos, sino avisarle de sus pasos. Ponerse, en fin, a su servicio.

El rey, en efecto, no puede trasgredir los límites que le marca la Constitución. Pero lo que tampoco puede hacer es renunciar a sus funciones, que son claras y explícitas. Sí, reina, pero no gobierna, lo que no quiere decir que sea un peón del presidente del Gobierno. El rey es el símbolo de la unidad de España. Por eso no estuvo de más, sino todo lo contrario, su discurso del 3 de octubre de 2017. Y por eso está entre sus funciones llamar a la concordia, como ha hecho en el mensaje de Navidad de este año. Aunque al agitador del ruido no le guste.