Hubo un tiempo en el que muchas regiones de España olían a carbón. Aquel mineral que oscurecía calles, caras y fachadas era el que ponía el plato en la mesa, el que alegraba el vino en el bar y brindaba un futuro en los hogares. Comarcas enteras fueron moldeadas por el. Pueblos que crecieron al calor de sus minas, generaciones que hicieron fortuna extrayéndolo o convirtiéndolo en el bien más preciado de la España industrial que crecía mirando al subsuelo e ignorando el cielo que contaminaba. Muchas se secaron hace años, exprimidas por la avaricia, otras sobrevivieron con la inyección asistida de ayudas públicas millonarias. Pero al carbón ya no le quedan ni las brasas, apenas un calor residual que se apagará definitivamente en 2025.

Su agonía se ha labrado año tras año. El otrora valor energético se ha ido arrinconando por la llegada de otras alternativas más limpias, más baratas y con mejor predicamento. Su desaparición estaba escrita desde el momento en el que el impacto medioambiental de las energías fósiles se convirtió en una cuestión de vida o muerte. El carbón y la generación de energía en las centrales térmicas debían desaparición. Las regulaciones comunitarias y nacionales y la concienciación social para frenar el grave deterioro climático han acelerado hasta convertirlo en un elemento residual: cerrará el 2024 con un peso en el ‘mix energético’ de apenas el 1,1%, el más bajo de su historia.

Hoy sólo quedan cuatro centrales térmicas en España. Dos en Asturias, una en Cádiz y otra en Mallorca. Todas ellas cerrarán o se transformarán el próximo año para cambiar su actividad energética por otras alternativas limpias como la generación de hidrógeno. Lo harán antes de lo que inicialmente se había programado. El Plan Nacional Integrado de Energía y Clima (PNIEC) decidió en su última actualización que esperar a 2030 era demasiado, que mejor adelantar un lustro el final del empleo de un mineral tan contaminante, con tantas emisiones de CO2 en un país en el que la apuesta por las energías renovables no para de crecer.

Reconversión de centrales

En realidad, el carbón hacía mucho tiempo que había dejado de ser rentable. El cierre de las minas hace años que obligaba a importarlo de países como Colombia, Sudáfrica o Indonesia. Los últimos años han sido muy duros para el carbón. Su muerte se ha ido escribiendo al mismo ritmo trepidante que aumentaba la generación eléctrica renovable en España. Hoy representa el 56% del total de la energía que se genera. En ese ‘mix’ energético el carbón era hace apenas seis años un 18%, cayó al 16% en 2016 y al 2% en 2020. Hoy sólo alcanza un 1,1% residual.

Competir contra las pujantes alternativas limpias, renovables, era una carrera perdida desde el inicio. La creciente energía eólica o fotovoltaica, que cierran los últimos ejercicio con crecimientos de más de dos dígitos, muestran a las claras cuál es el panorama para el mineral que durante décadas fue el carburante que movió un país.

Las últimas centrales que aún seguían en pie eran las de Aboño y La Pereda en Asturias, la central de Los barrios en Cádiz y la central de Alcudia, en Mallorca. Su reconversión o desaparición se firmará el próximo año. Centrales como las de Aboño o Los barrios se reconvertirán para producir energía a partir de gas e hidrógeno. En el caso de Aboño la transformación del grupo térmico será una realidad en julio de 2025, lo que permitirá anticipar el objetivo de la multinacional eléctrica de abandonar la producción con carbón a finales de ese mismo año.

Años de agonía

En el caso de La Pereda, la central térmica de Hunosa se convertirá en una central de biomasa de 50 MW de potencia. Sus propietarios afirman que así tendrá asegurada su viabilidad para las dos próximas décadas, tras 30 años dependiendo del carbón. En el caso de la central de Murterar, en Alcudia, permanecerá al ralentí, pendiente del segundo cable de conexión con la península. Por último, la central de Soto de Ribera, en Asturias, cerrará pero los terrenos se aprovecharán para la generación de hidrógeno.

Hace seis años fue cuando la UE ordenó el cierre de todas las minas de carbón que habían recibido ayudas públicas. Para seguir operando debían devolver los importes, que sólo en España superaban los 504 millones de euros. Las 12 minas que aún quedaban cerraron y el sector que dependía del carbón para generar energía debió apoyarse en la importación. En aquel 2018 el final ya se vislumbraba cercano. Entonces aún había algo más de 2.000 trabajadores inscritos en el régimen especial de la minería del carbón. En 1985 alcanzaba los 51.500.

La mitad de emisiones de CO2 que en 2014

Sólo dos años más tarde, en 2020, otra normativa comunitaria obligó a que las plantas que empleaban carbón aplicaran mejoras mediombientales en la generación de energía. Apenas ocho de ellas accedieron. La menor actividad y demanda del carbón, sumado al alto precio de generación por el pago por contaminación, hizo prácticamente inviable la rentabilidad. Importar la hulla, la antracita o los lignitos necesarios para quemar y generar energía no compensaba.

Para medir el impacto medioambiental que tenía una economía energéticamente fósil como era la del carbón basta con analizar cuál era el volumen de emisiones de CO2 que se producían en nuestro país hace una década: más del doble de lo que lo son actualmente. Entonces nuestra industria energética lanzaba a la atmósfera 60,4 millones de toneladas de CO2. El último avance publicado por Red Eléctrica Española prevé que cerraremos este año con un volumen de emisiones de 27,4 millones de toneladas de C02, es decir un 54% menos.

Hace apenas diez años el carbón generaba el 16,4% de la energía que se producía en España. Hoy su peso en el 'mix' energético es residual, apenas supondrá el 1,1% al cierre de este año. En 2024 el descenso de la producción fósil ha sido importante, con una caída en la generación eléctrica del 24%, fundamentalmente en el carbón y en el ciclo combinado.